Tomemos nota

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El Tratado de Versalles, que tuvo más de armisticio con caducidad que de acuerdo de paz, cerró en falso la I Guerra Mundial. Poco después, Adolf Hitler redefinió al Partido Obrero Alemán con el apellido de Nacionalsocialismo, una mezcla macabra en que convirtió el coraje obrero en supremacismo y flama patriótica, gasolina para la trágica reedición mundial de guerra, la segunda en la primera mitad de siglo. Un macabro período en que, además en España, tuvimos que añadir la contienda entre propios, como cuando dos hermanos se pegan por unas ideas o por una herencia. Infame. Todo ello pasó hace un siglo, en 1920, justo cuando la mayor pandemia de la historia, la conocida como Gripe Española, había quedado atrás, con números que nada tienen que ver con los de ahora: entre 60 i 100 millones de muertos (estimaciones, porque no hay datos oficiales), cifras que superaron al total de fallecidos la primera gran guerra de la centuria. Un tercio de la población mundial se contagió. Hoy, con 81 millones de contagios i 1,8 millones de muertos, ni por asomo, se asemeja, afortunadamente.

Pero ello no le resta ni gravedad ni preocupación a la actual pandemia. Al contrario, le da valor a lo logrado en un siglo, en el que la ciencia y la medicina (más extendida y universal que nunca) han cobrado más importancia, si cabe. Y ello ha permitido sin duda reducir la letalidad. Sin restar importancia, el control de la letalidad de la enfermedad (entre otras cosas, porque no ha afectado a los países más pobres, como sí aquella), hace que, junto a la recién estrenada vacunación, nos tengamos que felicitar de vivir esta era, por mucho que el ruido, las corruptelas que invaden todos los ámbitos, y la crispación nos lleven a pensar en la apocalipsis. Ni de lejos. La mayoría silenciosa sigue gobernando por mucho que la estridencia de los más ruidosos haga que parezca lo contrario.

Vacuna y distensión

Como decíamos, la incipiente vacunación debe marcar el camino de la normalidad. Pero además de paralizar el coronavirus, las vacunas han de poder neutralizar todo lo que nos ha venido con ella: el abandono (incluso oposición) de la idea de globalidad y mentes abiertas, la recuperación de fronteras como medida de protección, incluso para los más liberales del planeta. Si nos enrocamos en la idea de que primero América o Europa o España, etc, o sea, primero lo nuestro, pondremos un freno artificial a nuestra evolución como civilización, sin duda, como ya ha venido demostrando la historia, con las diferentes barreras al progreso que se han creado con el avance científico y tecnológico que, a la larga, es el mayor generador de equidad e igualdad.

La distancia social no puede derivar en un ombliguismo o mal de insularidad (como el Brexit inglés, de fuerte tradición británica, por cierto), sino todo lo contrario. La pandemia nos ha obligado a tomar soluciones globales a problemas colectivos con incidencia individual (el contagio nos hace depender de la actitud de los demás). La cinematografía de ciencia ficción está llena de películas y series en los que la Tierra es devastada, sin especificar quién es culpable y sí una realidad de quedar todo arrasado. La suma de muchos yo, por sí misma, no genera un beneficio colectivo, sino la suma coral de esos mismos yo, con la supervivencia como objetivo. Miedo me da que, superada las consecuencias pandémicas y la sociedad recupere su actividad, reeditemos viejas rencillas aparcadas, y con más tensión y virulencia, seamos incapaces de reescribir la historia de este siglo lejos de la barbarie del anterior.

La recuperación económica, la igualdad social, la garantía de todas libertades, la tolerancia, la empatía y la solidaridad deben ser parte de la dosis que introducimos en cada jeringa de las múltiples vacunas desarrolladas en nombre de la ciencia, la única que ha salido bien parada de todo este enredo. A pesar de ser relegada durante años de la agenda política, la ciencia y la investigación han subsistido y como leales soldados de la vida, nos han devuelto la esperanza. Y aunque la memoria es muy frágil y selectiva y pronto se nos olvidará lo vivido, no nos dejemos enredar por discursos emotivos y fáciles. Tomemos nota.

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Ciudad y pandemia

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Noche de fin de año. Alrededor de una mesa, ya hartos del jalo y ataviados con el cotillón esperamos ansiosos el nuevo año. Nunca pensamos en lo que vendrá, sino en que venga mejor. «Yo brindo por la salud porque sin salud, no hay nada más», siempre hay alguien que dice esa noche. La salud se da por sentado, que se quiere y se tendrá. Así lo pensamos mucho este pasado fin de año, y mira por dónde, nos salió rana. Rafael Bengoa, uno de los expertos en salud más importante de este país, lo acaba de decir: «sin salud, no hay economía», cuando le preguntaban si esa realidad dual ha sido el problema de esta pandemia. Lo ha dicho a pasado, cuando la desescalada se aceleró buscando evitar el caos económico. En la vida, las decisiones a medias no suelen salir bien, sobre todo cuando los problemas son de enjundia. Y nadie puede decir a estas alturas, que en occidente casi todo ha sido así, a medias. O sea, mal.

Bengoa venía a quejarse (como otros muchos científicos) de la falta de una evidencia científica global, un organismo (más allá de la errática OMS) que centralice todo lo que se hace, se dice y se aconseja, que unifique el mensaje, insisto. Un comité de expertos que fiscalice a los que deciden. Ya dije que éste del Covid_19 es más un tema de comunicación, y me reafirmo. Ese comité ha de empezar por enviar mensajes claros a una ciudadanía deseosa y exigente de las mayores certezas posibles, aunque éstas vayan llegando poco a poco. El proceso de desarrollo de la ciencia y su modus operandi es otra de las grandes aportaciones del virus: el error es parte de la decisión (prueba y error), sin traumas y sin exigencia irracional de responsabilidades ni culpas, como nos ha enseñado la vieja y la nueva política, en la que el reproche es el rey. Ir por una calle de un pueblo, sólo, sin nadie a tu alrededor, con más de 30º y con mascarilla es estúpido, producto de una norma en bruto. Y hablo de la mascarilla porque es la que más ha cambiado nuestras vidas y, ponerse a un lado u otro de su uso, no es inteligente, pero pasa. Esta discusión viene derivada de una norma extensa, no focalizada. Cuando la norma se excede, el efecto es el contrario, como en la adolescencia. Y ahí radica que este país sea el más restrictivo con el uso de mascarillas y uno de los líderes en número de contagios.

La crisis del urbanita

Buena salud, seguro, será el deseo global este próximo fin de año. Salud y libertad. Y aire puro, sin virus. Cuando los expertos te dicen que evites aglomeraciones, mantengas distancia, ventiles, etc… te están invitando a abandonar la ciudad, centros neurálgicos de la epidemia y lugar de transmisión y de riesgo. Los grandes eventos, la party de las grandes urbes también han entrado en revisión. El ocio masivo se tambalea. Porque, aunque es seguro que venceremos al virus, hay cierta evidencia en que otros llegarán y veremos de qué manera actúan.

Las grandes urbes, nacidas bajo el foco de la industrialización y fomentadas por un exceso sobrevalorado del ocio en manada -todo lo tengo cerca y la oferta es más amplia-, están en el ojo del huracán en tiempos de pandemia. Salir de tu casa y encontrar ríos de gente es como sentir la civilización y tener una sensación de seguridad. Y, cuando nos agobiamos, buscamos el campo. Este país es mayoritariamente de pueblo, pero vive en grandes ciudades. Ahora, las urbes están en el punto de mira de la pandemia, pero las consecuencias/decisiones han sido igual para todos, y eso ni es justo ni se puede dejar de corregir. La España vaciada ya había dado signos de hartazgo antes de la pandemia. Con ella, más y con razón.

En todo caso, apuesto ruralizar las ciudades y no urbanizar los pueblos. Para ello hay que reducirlas, bajar su densidad, y también empezar a cambiar el estilo y las prioridades de vida. Pasar la tarde en un centro comercial es, seguramente, el paradigma del urbanita. Y ahora, están casi cerrados o son vistos con recelo. Siempre he vivido en un pueblo pero he hecho mucha vida en la ciudad. Desde hace tiempo, huyo de la gran urbe. El coronavirus lo ha acelerado. Soluciones urbanas a realidades rurales es otra de la falta de registro en las decisiones. Sólo con haber focalizado las decisiones y haber evitado la generalidad (confinamiento global) se hubiera ganado tiempo y dinero. Pero los nombres pesan (Madrid, Barcelona, Nueva York, París…) y los números, como en la noche electoral, también. Un abuso…

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Comunicar en tiempos de Covid

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‘No vamos a soplar las velas este año’, decía mi madre en los preparativos del 86 cumpleaños de mi padre. Lo decía con miedo y confusa: «en la tele han dicho que no debemos de soplar las velas, que es peligroso, se extiende el virus». Constatación de la afirmación, ninguna. Aproximación científica, seguramente. Estamos en un nuevo tiempo vivido en el que no existe unanimidad médica, ni seguridad científica ni nada que se le acerque. Sólo existen indicios, y con ellos, el caos. Todo es posible y nada lo es. Hoy por hoy, la gestión universal de esta crisis es, bajo mi punto de vista, un asunto de comunicación. Qué quieres decir, qué mensaje quieres hacer llegar, cuánto estás dispuesto a estirar los mensajes por muy contradictorios que sean… Y en esas es cuando los medios de comunicación, como aliados necesarios de la política, volvemos a salir mal parados. De ser ventanas y oxígeno durante el confinamiento, a ser apestados por la carga viral que llevamos con nosotros y la insistencia por informaciones que se quedan en la superficie, sólo constatan el hecho, los hechos que emanan de los que gestionan lo desconocido.

«He dejado de ver la tele y de leer nada porque nadie nos dice lo que pasa realmente», me dicen muchos amigos y conocidos. Y es algo que se extiende, no sólo con la pandemia, sino con muchos más asuntos. La gente está desconectando de los mensajes (y de las noticias) a través de los medios de comunicación porque se ha cansado de ‘escuchar siempre lo mismo’ (brote aquí, brote allá, esto se puede hacer, ésto no, etc., esto se debe hacer, esto no) y también porque las informaciones no llegan al fondo, son superficiales. Estamos informando de lo que nos informan, como en tiempos de guerra «Lo siento, pero yo ya no me fío de la prensa, sólo de la ciencia», me decían el otro día. Y la ciencia tiene su propia forma y estrategia comunicativa, y sus propios medios de difusión y de control, lejos de los códigos de la información generalista de la que soy consumidor y partícipe.

Por ejemplo, ahora no se habla de control del virus como durante el confinamiento. Todo lo contrario: se pretende hacer llegar el mensaje de que ‘el virús no se ha ido, está aquí’, de que dudemos incluso de si tiene cura (vacuna) como ha sugerido la OMS, y de que el grado de contagio continúa siendo elevado, cosa que siendo cierto no se aleja mucho de otros virus. Pero ahora, sin confinamiento masivo, y cuidándonos muchos de evitar que haya otro porque, de haberlo, la palmamos todos, pero de hambre. Para reactivar la economía, abrimos la mano; para parar la pandemia, recortamos. Desde el inicio el mensaje es contradictorio y poco fiable. Consecuencia: ni paramos el virus ni reactivamos la economía.

DÓNDE PONER EL FOCO

Si le pides opinión sobre la pandemia a un médico, a un epidemiólogo, a un estadista, a un urgenciólogo o una enfermera, la realidad que te dibujará será diferente. Y ninguna de ellas totalmente cierta, ni totalmente equivocada. Los profesionales de la medicina viven a diario con la muerte. Están acostumbrados a lidiar con ella. Por eso, sorprende alguna de sus reacciones en relación con el Covid19, en una doble vertiente: su miedo alerta de que es algo más grave de lo normal pero, también, sus códigos les lleva a ‘salvar vidas’ y no hacerlo, les deja un poso de frustración como si no hubieran hecho bien su trabajo. Y de ahí su lógica denuncia de cansancio físico y psicológico en esta pandemia, en la que, además, han sido el foco de atención, los receptores del aplauso y foco de la esperanza. Nunca tuvieron tanta presión. Y por eso sus alertas y denuncias rozan la desesperación.

«Desde el inicio el mensaje ha sido contradictorio y poco fiable. Consecuencia: ni paramos el virus ni reactivamos la economía»

Queremos que la gente salga, consuma, se atreva… pero al mismo tiempo le damos el mensaje contrario. Prudencia, ¡ojo con la excesiva interacción!, nos dicen. Traducido quiere decir: si fuera sólo por la salud, confinamiento; si fuera sólo por la economía, vida normal. Pero no es ni una cosa ni otra. Nos tomamos una cerveza como si nada hubiera cambiado y, cuando nos levantamos, nos topamos con el bicho: cuidado que no se ha ido, y nos va a acompañar un tiempo.

En el fondo, está el miedo al colapso sanitario que ya nos llevó al confinamiento (en mi caso, lo hice de forma anticipada y voluntaria). Obvio. Lejos de la realidad, los hospitales (siempre, según esos mismos datos oficiales) viven con cierta calma, a pesar de que los que están a pie de cama y de UCI no quieren pasar por lo vivido en marzo (nadie lo quiere). Ahora, se extiende que esa tensión sanitaria está en la atención primaria, y los desajustes de los rastreadores. Lo que es cierto es que ahora somos proactivos, vamos ‘a buscar casos’, y encontramos más, y la gran mayoría, leves.

El objetivo (y no digo que no sea necesario) es decir: no se puede volver a tiempos de confinamiento, ni por cifras de ingresados y UCIs, ni por número de fallecimiento. Los datos, por sí solos y en general, no reseñan nada. Han de elegirse con criterio neutro, no con la intención de servir a nadie. Elegir difundir un dato (brotes y positivos con prueba PCR), y no otros (ingresados, hospitalizados, en UCI) tiene su razón e intención. Incluso, la semántica de brote y rebrote tiene su aquél. El primero (que es el que se da, fundamentalmente) es un nuevo grupo de casos positivos; el segundo es cuando se producen positivos después de haber erradicado anteriormente los casos en un mismo lugar o zona, y vuelven a producirse positivos. Es más, según la nomenclatura oficial, se considera brote cuando se localizan a tres o más infectados en un mismo grupo social (trabajo, ocio, familia…), algo absolutamente habitual en caso de epidemia. Insisto: lo normal es que, a más interacción, haya más casos. Si lo llamamos brote es más gordo, asusta más. No es un caso aislado (a mi no me toca) y, por tanto, aumenta la conciencia sobre la situación. Pero, colateralmente, también, por lógica, a la actividad económica: ‘no salgo’ o porque tengo miedo o porque así no merece la pena.

Se trataría, por tanto, de resolver con equilibrio, mesura y no buscando únicos culpables (ahora los jóvenes descerebrados que salen por ahí…). Lógico y, la mayoría, lo hace bien, pero como pasa con esa edad, sienten menos miedo que el resto. Resolver la ecuación salud, economía, vida, no es fácil en un contexto de pandemia. Nadie está libre de un contagio que derive en fatal, por supuesto. Pero aunque el anhelo de toda sociedad sería la de una gestión unánime para todos (algo casi imposible), el objetivo, por tanto, es alcanzar altos grados de bienestar para amplios sectores. Y, por tanto, los recursos (limitados) y los esfuerzos han de centrarse en gestionar para la mayoría y para la defensa y protección de una minoría más expuesta y más dispuesta al sacrificio. Y destinar recursos para ellos. Lo mismo, por sectores económicos. Se hizo bien: teletrabajar o parar para aquellos sectores que hacen de la interacción su razón de ser. El resto, vida normal, con precaución pero sin obsesión que haga de freno a la actividad. Es como querer que vengan turistas, pero que no salgan. O lo uno o lo otro.

Para un asmático con alergia al ácaro como yo, exponerme a lugares cerrados mucho tiempo, es una temeridad. Lo único que puedo hacer es evitarlos. Pero no puedo exigir que nadie los visite por si acaso yo sufro un ataque de asma con el pretexto que afecta a mi libertad personal. Si soy personal de riesgo, reduzco mi círculo, prevengo posibles complicaciones. Y el resto, a seguir. Lo hacen todos los enfermos, y por desgracia, enfermedades hay muchas más el coronavirus. El bicho no ha parado el tiempo. Sigue. La globalización (y su forma de vida: viajes continuos, ciudades muy pobladas y virus planetarios nos ha traído una pandemia, sanitaria, económica y social) lo ha extendido y lo hace más difícil de parar. Seamos conscientes y congruentes. Cuidado con lo que comunicamos porque puede causar el efecto contrario

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Imponer el miedo

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Sigo duchándome cada día después de llegar de trabajar. Sigo lavando la ropa a 60º (no toda). Sigo lavándome las manos con empeño. Sigo dejando los zapatos en el exterior. Sigo utilizando el gel hidroalcohólico cada vez que hago un movimiento en el exterior, en el trabajo. Sigo poniéndome la mascarilla de forma responsable, allí donde no se puede guardar la distancia de seguridad. Sigo viendo a la gente que mira triste, ahora más detrás de una mascarilla. Sigo viendo a la gente con miedo, unos más y otros menos, pero con miedo. Sigo escuchando a la gente no mirar el futuro, ser esclavo del presente. No programar vacaciones, ni viajes…

El talento está congelado, el atrevimiento reducido a los más resilientes. La sociedad no puede avanzar porque todo tiene una sensación de provisional. En tiempos de confinamiento se decía: «como sigamos así, nos vuelven a confinar». Algunos parece que lo deseen para culpar a los otros, los incívicos, del desaguisado. Y lo cierto es que todo indica que, en su momento y seguramente antes de que todo acabara con un brutal confinamiento, ya vivimos mucho tiempo con el virus sin hacerle el más mínimo caso y que, ahora, el virus, igual de contagioso que en enero o febrero, se controla con rastreos y medidas de distancia localizadas. Confiemos en lo aprendido. Vamos, lo lógico.

Confinamiento y recomendación…

La época más dura de la pandemia, era un tiempo de mascarilla recomendada, y no prohibida. De prohibición lógica (no salir de casa), pero dura (la libertad en standby la economía en colapso). Pero era tiempo de mayor certidumbre (se sabía lo poco que hacer y lo mucho que guardar), de menor tensión social entre aquellos, los más aprehensivos y sensibilizados con la enfermedad (muchos de ellos con una relación directa o cercana con la misma) y aquellos que -como es mi caso- vemos en el virus un especie de reto: ser pasivos o proactivos, plantarle cara al virus o combatirlo con angustia. En caso de ser proactivos, ¿qué hacer? ¿Cómo hacerlo? ¿De qué se trataría? El ex ministro, Miguel Sebastián, escribía sobre ésto hace poco en El Español: ‘Convivir con el virus no es la solución. Hay pocas certezas, y ninguna apuesta ha resultado claramente ganadora, se trata más bien de tener una actitud responsable. Los contagios y los brotes se producen a medida que volvemos a situaciones parecidas a lo vivido antes, a lo vivido desde siempre (en nuestra corta vida) Y cada contagio es un susto, un argumento para los obedientes responsables y de recriminación, para los que no sacralizamos la presencia y la virulencia del virus, que por otra parte, ha provocado mucho dolor y muerte, eso sin duda. A mi, este debate, me pilla con muchas dudas porque ni me acabo de creer el mantra de que no habrá normalidad hasta la vacuna (creo que hay un conocimiento médico del virus pero tomado con las lógicas reservas sobre su eficacia), ni me creo, por supuesto, a los negacionistas, donaldtrumps y jairbolsonaros de turno que han convertido sus países en orgías para el virus y cementerios para sus víctimas.

Los más confinados, más miedo

Por mi trabajo, no dejé de salir de casa en toda la pandemia. Y reconozco que los que fuimos ‘esenciales’ tenemos una mayor tolerancia con el ‘virus’ (no sé si de una forma demasiado confiada o desenfadada) que los que tuvieron un confinamiento de sesenta días con sus sesenta noches. A éstos, les ha dado miedo salir (a nosotros, más pereza que miedo). Insisto en que parto de la base de que no tengo del todo claro cuál es la actitud para con esta pandemia (por falta de evidencias). Y más en esta etapa intermedia, como de prueba. Y más, en este trayecto más incierto, el que va desde el colapso sanitario a la nueva realidad (cuando tenga más ánimo hablaré de la chorrada esa de la nueva normalidad), salpicado de brotes aquí y allí, con los policías de mascarilla y alardeadores de la buena conducta cumpliendo a rajatabla las medidas de prevención, cosa que, todo sea ducho, con mesura y respeto, creo cumplir debidamente aunque no viva constantemente detrás de una mascarilla.

La imposición del miedo es la peor de las pandemias porque atañe a lo más preciado que tenemos: la autoconfianza. La equidistancia (no ideológica) me permite comprender a los que se sienten amenazados por el virus y a los que, como es mi caso, cree que se ha de añadir el sentido común y el respeto al repertorio de manuales y normas. A aquellos les pido respeto por los que queremos vivir sin miedo, siendo realistas, reconociendo que ‘el virus está ahí, no se ha ido’, pero personalizando con mimo todas las medidas para no convertir nuestra vida en otra pandemia, la de la parálisis. Y la mayoría, que conste, tiene ese respeto y limita sus miedos a su ámbito personal. Como yo los míos.

«La imposición del miedo es la peor de las pandemias porque atañe a lo más preciado que tenemos: la autoconfianza»

Seré yo quien decida si me place salir a tomar una copa o tomármela en mi casa. Si me obligan a tener miedo, me confinaré voluntariamente, si antes no lo hacen los gobiernos, presionados por aquellos que en cada brote ven una apocalipsis. Pero no me pidan que ayude a la sociedad a no hundirse (economía) y al mismo tiempo me censuren cómo lo hago, siempre con mesura y precaución. Porque esa elección es mía. Y no es insolidaria. Brotes hubo, hay y habrá. El contagio cero es una quimera. Saber convivir con ellos, con serenidad, responsabilidad y sin miedo, es también necesario. Al menos para mí.

De la policía de balcón a la de mascarilla, aquellos que se autoproclaman superiores por pretender ser más precavidos, no tienen mi apoyo. Quienes, con los mismos síntomas, muestran ese miedo, mantienen al máximo su prevención, respetan los miedos de los demás siempre que no les perjudiquen y tratan de vivir lo mejor posible dentro de las limitaciones que impone la situación, no sólo tienen mi máximo respeto, sino también mi admiración. No soy nadie para juzgarlos. Ni tampoco quiero que nadie me juzgue.

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El (corona) virus global que nos retrata

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Llevo tiempo defendiendo, más como creencia (de las pocas que tengo) que como convicción histórica (no soy historiador, ni mucho menos) que hay coincidencias entre los inicios de los dos últimos siglos, año arriba, año abajo. Que, como la economía es cíclica, la historia, también, y se repite. Y que España, como estado diverso y complejo dividido en dos partes iguales y con capacidad de reconciliación sólo después de molerse a palos cuan dos hermanos que se aman y se odian al mismo tiempo, vive sociológicamente anclada en esa dualidad, a pesar de que tenga adversarios únicos como el Covid_19. Azules y rojos, una visión irreconciliable que todo lo juzga. Una simetría ideológica antagónica, cansina, marcada por la agenda aburrida de líderes políticos y seguidores serviles. Unos seguidores que, cual futboleros de bufanda, se posicionan con lealtad en cada una de las trincheras, de situaciones surgidas de… O de situaciones provocadas por… Unos políticos amigos de la mercadotecnia que se echan los trastos a la cabeza cuando hablan de las decisiones ejecutivas del otro porque -dirigidos por unos asesores sesudos- saben de marketing pero poco de gestión y mucho menos de política, entendida como el arte de (gobernar) la ciudad, ahora convertida en un supermercado de votos, no de voluntades. Es evidente que no es fácil gestionar una crisis como ésta, y que las decisiones no son fáciles. Todos somos conscientes que, visto lo visto, se podía haber hecho de otra manera y que se trabaja a destajo.

El Covi_19, la primera pandemia del XXI viene a suceder a la gran Gripe Española -curioso que adoptara ese nombre por vivir este país uno de los escasos momentos de progreso intelectual y político en la primera mitad de la centuria pasada-, que en España afectó a 8 millones de personas y mató a 300.000 de ellas a principios del siglo XX. Un drama. Una mortífera enfermedad que, tal y como vino -también en invierno y muy probablemente de China o Francia- se fue -en el verano de 2020, con el calor, pero año y medio después-, y cuyo misterio y capacidad de transmisión fue tan grande como la de ahora (los datos no son muy precisos, pero entre 40 y 50 millones de personas murieron, entre un 3 y un 6 por ciento de la población mundial). España tomó el nombre de aquella gripe, porque ningún país se atrevió a reconocer que se estaba dando -¿les suena? Eso es cosa de los chinos-, y que mucha gente se contagió y se murió. Muchos países europeos, entonces enzarzados en la I Guerra Mundial, se amordazaron en la negación para no mostrar debilidad. La versión moderna de aquella censura militar es el tacticismo político actual, que deja a un lado la gestión y la excelencia política, para dejarse llevar por un estúpido rédito electoral. El que dirán de la España inculta y pobre de inicios del siglo XX es el donde dije digo… actual. La revisión de la hemeroteca no afecta a los aparatos de los partidos actuales porque su auténtica máquina de la verdad depende del veredicto de esas masas de fieles seguidores de cada bloque. Si tu decides esto, yo opino lo contrario, sólo mientras no lo decido yo porque cuando yo lo hago deja de ser censurable… El background periodístico les saca los colores, pero sus seguidores los defienden con fidelidad servil: no hay escarnio público.

BUENISMO, EL LADO OSCURO DEL VIRUS

Dicen que el COVID_19 está sacando lo peor de esta sociedad. Y no es (del todo) cierto, aunque sí hay algunos parámetros, para mí, preocupantes. Esta crisis está dejándonos ver una (parte) sociedad enferma, malcriada, egoísta y señorita, por mucho que la queramos pintar de avanzada. Ni progresistas ni costumbristas o conservadores -otra vez, los de la machadiana Dos españas– se salvan de ese virus, amigo del monstruo de la corona, que se llama buenismo, lo que algunos psicólogos modernos, amigos de los hijos y voz ética de los padres, han promocionado a través de un mapa de ruta muy alejado de aquella idea inicial que, como suele ocurrir, la originó; jerarquización y diálogo, sí. Lo demás, el buenismo, producto de colegueo (mi hijo es mi amigo), culto a la sangre (mi hijo es el más…) y languidez en la autoridad (dejación de funciones y ausencia autónoma de la toma decisiones). El miedo a lo desconocido puede estar detrás del pánico, pero lo que causa terror de este virus, al que recetan aislamiento y confinamiento, es ver como (parte de) una sociedad débil y acostumbrada al albedrío, a la libertad caprichosa y a la abundancia, no puede dejar sus diferencias, el buenismo y la frivolidad para darse un buen sorbo de fuerza de voluntad, capacidad de esfuerzo y rigor para salir del bache. El pánico no está en el origen del saqueo de supermercados, sino más bien el vicio de la abundancia, el capricho y la ausencia de aceptación al ‘No’. En 1900 podían ser analfabetos, pero tal vez no (tan) maleducados. El corrosco de pan de entonces es hoy el rollo de papel higiénico de ahora, el producto estrella del saqueo coronavírico. Se ha pasado de escuchar el ruido de las tripas exhautas por la hambruna del inicio del siglo veinte, al culto al culo limpio del veintiuno, como si de ello dependiera el futuro. Todo, en poco menos de cien años. ‘Hambre teníais que haber pasado’, recuerdo que nos contaba mi abuelo. Hace poco se fue, y hace un poco más que perdió su brillantez, pero si mi abuelo hubiera conocido el coronavirus en su pleno apogeo, se hubiera indignado con su voz fina y carraspeada: ‘Ósperas, comenzaría seguro’ (era muy polite en eso del taco y el lenguaje popular) eso no se puede aguantar’, en referencia a la inconsciencia social de desobedecer la ‘recomendación’ de quedarse en casa. Eso no es progreso, me lo pinten como quieran. Me encantaría que la crisis, que se va a llevar muchas cosas, lo arrasara, se lo llevara consigo. Pero no acabo de creerlo.

La consecuencia de esa educación protectora, dirigista y blanda es este panorama aterrador que nos presenta hoy la sociedad, que se retrata de forma fideligna en el sucesor del cuarto poder, las redes sociales. La tecnología -de la que soy un defensor absolutamente convencido- ha democratizado muchas cosas, entre ellas la crítica y la información. Pero también ha traído el insulto global y ha ayudado a que ideas pobres hayan convertido las otras, probablemente las buenas, ideadas por los que saben, en pobres ideas. Los que se visten de perfil, tratando de acercar a bandos opuestos, son ignorados y, en el peor de los casos, reciben incomprensión de todos los lados: azules y rojos. Malos tiempos para el consenso. En tiempos de guerra, te matan sin preguntar.

El gran peligro del confinamiento es el aburrimiento. Más bien, la gestión del mismo. La dictadura de la agenda nos persigue. Y nos hace que el quédate en casa sea una losa, casi un salvoconducto para el cabreo y, si persiste, la depresión: ¡Qué largo se me hace, se lee en esos mensajes en los social networks. Amigos de lo inmediato y enemigos de la meditación y el análisis. Así nos va. Vemos incívicos y desobedientes ciudadanos a los que sólo la policía más contundente parecen respetar, pero a regañadientes y bajo multa. Y el virus, entre la calculadora clase política y la irreverente y caprichosa sociedad, encuentra el caldo de cultivo necesario para crecer. Y lo hace.

La mal entendida prudencia y la clase dirigente han hecho lo demás: más importante que la pandemia es quién tuvo mayor culpa, un esfuerzo inútil de una sociedad cansada del Y tú más. Por eso, cuando el otro día fui a la farmacia y me encaré con un señor mayor que me echó encara que él no dejaba la distancia de seguridad de dos metros para evitar contagios porque el gobierno había actuado tarde, me di cuenta que aquellos mayores, que vivieron el espanto de la guerra y la postguerra, no habían aprendido nada, se les había olvidado o bien, habían aprendido uno de los puntos flacos de la actual sociedad: vale sólo ganar, por supuesto, si son los míos. Y tampoco nuestra generación, aquellos que nacimos en el babyboom, causantes de ese mal llamado pensar que ‘todo es bueno’. Y no es así.

El buenismo de ahora es la mala educación de siempre. El niño consentido es maleducado, pero se le disfraza. La vara paterna es hoy para el profesor. Y el disimulo de la gente saltándose la alarma estatal y desafiando a la autoridad, es simplemente el consentimiento y el exceso, como la obsesión por el papel higiénico. En la cola de la farmacia vi como este señor bajaba la cabeza y no miraba. Seguramente, la bilis sacada de la mercadotecnia política, había sacado lo peor de él: su mala educación y su resentimiento. Me fui y ni me miró. Se calló al instante que le dije: usted diga lo que quiera y piense lo que quiera, pero póngase a metro y medio mío porque así evitamos los contagios. Cual chiquillo. Entre los refunfuñones nostálgicos y los consentidos niños -y no tan niños-, muchos de ellos hijos de los hijos de ’68, hemos convertido este confinamiento en una quimera para alegría de un virus que corre por nuestras calles sin piedad, cual botellón de viernes o sábado noche. Tenemos lo que merecemos.

Hay quien dice que, después de este parón del coronavirus, nada va a ser lo mismo. Si desaparecen estos especímenes, los ideólogos que los exaltan, los creadores que los consienten y los amargados que los tutelan, habremos conseguido algo. Y será bueno. Pero mucho me temo que este virus no sea más que el comienzo de una época dura para una sociedad que ha tocado el cielo de la exhuberancia y que va a tener que adaptarse a tiempos en los que el aburrimiento -desterrado por esta generación por alertar a lo improbable y lo desconocido-, la fuerza de voluntad, la autonomía y la desprotección van a hacer una sociedad más ruda, menos estridente, pero tal vez más educada. Esperemos.

BROTES VERDES… NO TODO ES MALO

Y me dirás, un poco catastrofista, ¿no?. Tal vez, sea así. Tal vez, un periodista siempre ve el lado más noticiable de la actualidad que, habitualmente, suele ser el malo. Porque lo que es noticia es lo relevante, lo actual y lo que causa interés mayoritario -eso, en sentido estricto- Pero es evidente que el aislamiento está sacando también muchas cosas buenas. ¿Por qué destaca menos? Porque son menos histriónicas, porque no persiguen el enfrentamiento y sí el consenso. Y eso no destaca, no es interesante. La clase media de la sociedad sana, la que colabora balcón a balcón, la que es solidaria, la que pide compromiso y obediencia por encima de la disensión, no se hace viral, no recibe apoyo, no es destacable. Hay algunos temas -pocos- que aúnan, como las quedadas en los balcones para aplaudir el trabajo de los profesionales de la sanidad y de otros muchos sectores, todas ellas destacadas en esta crisis. Y la gente se siente bien haciéndolo. Ese brote verde me permite esbozar una sonrisa de optimismo. Pero hace falta que hagamos que el megáfono de estos hechos acalle el rencor de los que se machacan y nos machacan a todos con su bilis

Otro día, en este que pretende que sea una especie de #DiarioCV_19 de sensaciones y reflexiones, hablaré de todas las iniciativas que se crean, la visualización de la sociedad post crisis, etc. Intentaremos aprovechar este confinamiento responsable en una plataforma para la reflexión y el debate tranquilo.

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