¿Y quién crea?

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«Escucha la pregunta que te hagan, da una respuesta rápida para parecer que has contestado… y luego háblales de lo que tú quieras».

Barack Obama en su libro Tierra Prometida

Esta fue la contestación del exasesor David Axelrod al entonces candidato Barack Obama tras uno de los primeros debates televisivos previos a su acceso a la Casa Blanca. Es el juego del lenguaje político respecto el mundo del periodismo, totalmente ligados. Estrategias de ver las cosas desde un lado o el otro. La comunicación hoy gana a la información. Las redacciones se vacían, y los gabinetes viven su gran boom. El resultado es un empobrecimiento de nuestra profesión, seguramente por falta de calidad en el producto final.

Desafección

Una pérdida de calidad también provocada por nuestra propia praxis, a veces muy alejada de la sociedad, o al menos esa impresión tengo yo. Observo en mi entorno cierta desafección sobre los medios y su forma de hacer. Informar y comunicar deberían ser caras de la misma moneda, pero cada vez se informa más sobre las cosas que otros quieren difundir. Ellos hacen la agenda, y la gente sigue la directriz marcada por los grandes creadores de información y opinión, que ya no siempre son los grandes medios de comunicación. Y, cuando lo son, cojean. Nos salen informadores por doquier. Fin al monopolio periodístico de informar. Admitámoslo.

Lo contrario al análisis oportunista del momento, es la reflexión. Algo que en el periodismo escasea, las más por falta de tiempo, otras muchas veces por mala práctica. Cualquier contenido caduca (eso es de ayer), y no es así. Cualquier situación está sujeta al rigor del tiempo y a la premura de lo que, dicen, ha pasado. Cierto que un amigo y colega me dijo hace tiempo que un periódico en papel es como un iogurt caducado. Y no le falta razón, si hablamos de una información. En mi formación como periodista de agencia aprendí que las noticias no han de tener más tres párrafos. La información caduca, el análisis (entrelazar y jerarquizar temas), no. Se enriquece con el tiempo. Y tiempo es el que muchas veces no tenemos y otras muchas vamos al recurso fácil de ir por el carril. Llenamos plataformas multimedia y nos olvidamos de la esencia: la calidad de esa información.

El cuándo de las 5W de la pirámide invertida del relato informativo-, se prostituye para elaborar contenidos sesgados por la premura del tiempo y el oportunismo de una noticia bien construida pero mal analizada. Nos ha pasado en la última pandemia (sobre todo con los datos), pero ésta ha sido sólo la constatación pública y generalizada de una práctica, en mi opinión, a revisar.

Aunque ya escribí sobre esto en plena pandemia, quiero volver a incidir: la notoriedad es noticia, pero no es la única. Sólo una clase de colegio cerrada por Covid no puede dejar sin noticia a las otras 1.998 de otros miles de colegios que abrieron sin incidencia. Pero está en la esencia periodística hacer caso a la excepción. La anécdota es un punto en la línea de análisis de cualquier hecho o acontecimiento de actualidad, pero no el único. Y vamos a la puerta de ese colegio a grabar esa excepción/noticia. ¿Correcto? Técnicamente, sí. Pero creo que eso nos aleja del gran público, cada vez más formado e informado. Se cansan. O eso percibo.

El otro día leía a una colega periodista decir que la gente ha demandado información durante la pandemia. Mi percepción es que ha sido justo la contraria. Sobre todo en el confinamiento, los medios fueron un gran centro de interés como servicio al público. No había otra posibilidad de contacto con el exterior y casi de ocio. Fuimos esenciales en las formas y prescindibles en el fondo. Todos consumieron mass media, y muchos, que ya nos habían abandonado como manera de informarse, se alejaron definitivamente.

«Durante el confinamiento, los periodistas fuimos esenciales en las formas y prescindibles en el fondo. Todos consumieron mass media, y muchos, que ya nos habían abandonado como manera de informarse, se han alejado definitivamente»

Abrir cada informativo y portada de periódico con datos de contagios, focos y excepciones graves varias, ha sido casi como un mantra. Todo, más el conocido clickbating (obsesión porque se haga click en cualquier enlace con el fin de mejorar tus datos de audiencia y publicidad) se ha convertido en ese veneno de pan para hoy y hambre para mañana. Pero, sobre todo, creo que nuestro concepto de lo que es y no es noticia nos debe llevar a los periodistas a la reflexión (al menos, a mi me ha llevado). El hecho de que hoy todo el mundo pueda ofrecer información (redes sociales) y, en paralelo, que los medios especializados (científicos, por ejemplo), estén al alcance de todos, ha llevado a que nuestro papel como transmisores de información general quede en entredicho. Tal vez, recuperar la agenda y jerarquizar la información (llegar a pocos temas bien, y no a muchos o todos, mal) sea un buen inicio de cambio.

El dato raquítico, el titular fácil, el análisis poco elaborado, y la desafección de la gente son partes del mismo problema, y eso es lo que me llega a mi, de mi gente que dice: «he dejado de ver las noticias». Y, en defensa de los medios diré que, más que esos medios que lo difunden, son las autoridades (gabinetes) los que lo utilizan como semáforo. Y los demás, a rueda, como cuando vas en bici en fila de uno. Sólo ves una rueda a la que vas con el gancho para no quedarte. En periodismo, nos pasa lo mismo: todos a rueda. ¿Y quién crea?

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Piénsenlo

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Hablando con mi madre, me doy cuenta cuán de daño ha hecho la pandemia. No creáis, mi madre es, además de las formadas e informadas, de las que no se cree una verdad por mucho que se la repitan en la tele. Pero está confusa y, sobre todo, tiene miedo todavía. Y va para largo. Ahora vivo en Serra, en la Serra Calderona, un pueblo de poco más de 3.000 habitantes. Desde hace tiempo, las cifras del covid aquí son casi inexistentes. Y la gente, en su mayoría de edad avanzada, sigue mayoritariamente llevando la mascarilla por la calle. Tienen miedo. Y el cambio de obligación a recomendación ha surtido efecto. Excepto los que ya estábamos convencidos que el uso generalizado de la mascarilla ha sido más una medida disuasoria que de protección real, el resto sigue igual. El miedo sigue teniendo muchos adeptos, pero genera desconfianza. Y no confiar no es la mejor manera de crecer. Sin caer en la euforia, necesitamos mirarnos las caras ya.

Y es que el gobierno ya ha anunciado que quiere retirar las mascarillas (en espacios cerrados) en la primavera de 2022. O sea que lo de vida normal se retrasa. Lo de la nueva normalidad se quedó en un eslogan . Se había especulado con este mes de octubre cuando la vida volviera a ser la que tuvimos. Pero parece que no va a ser así. La medida afecta casi a la totalidad de la población porque la gran mayoría compartimos espacios cerrados (oficinas, clases, almacenes, hoteles, restaurantes…) en nuestro lugar de trabajo. O sea, que no desparecerán y que seguiremos utilizándolas sin que haya una relación causa/efecto ahora realmente justificada. El virus (como casi todos los virus en la historia de la humanidad) está desapareciendo y, cuando lo hace, se ha quedado en poca cosa. Y eso no son opiniones, son datos.

Mi octogenario tío se contagió hace poco de Covid. Unos días aislado, y vida normal. El virus no va a desaparecer (seguimos sumando contagios). Será endémico, y lo tendremos, cual gripe, entre nosotros. Hace unos días me encontré a un amigo mío, uno de los primeros que se contagió de covid. Estuvo ingresado. Ha sido activo en redes sociales, exigiendo precaución y denunciando toda imprudencia. Eso de cara al exterior. En el cara a cara me reconoció que la enfermedad ha afectado a los que, como es su caso, tenían patologías previas.

Sí hay excepciones, seguro; pero son eso, excepciones. Por mucho que la consigna haya sido que el virus nos afecta a todos por igual, tomar la anécdota por el global es una vieja táctica intimidatoria. Si decimos que los jóvenes también enferman de gravedad, y nos vamos a buscar sólo a la excepción, estamos informando de forma correcta (porque es cierto), pero también estamos incurriendo en una mentira comunicativa: la excepción nunca puede generar un argumento para una situación global. Con la transparencia y la verdad, como le digo a mi hija, se llega antes a cualquier sitio. Vacunación y nuevas terapias están haciendo descender los números. El certificado covid en las empresas, la tercera dosis de la vacuna y el control y seguimiento de los más vulnerables deberían ser ya el nuevo escenario. Pelillos a la mar y a recuperar el tiempo perdido, que falta nos hace.

Prueba-error en la desescalada

Y no es necesario tomar medidas absolutas. O todos, o ninguno. Vamos con una consigna empresarial que podemos aplicar casi a cualquier aspecto de la vida: el prueba-error. Comiencen, como prueba-piloto, por algunas aulas de distintos colegios (eso sí, de alumnos y profesores vacunados), empresas pequeñas o medianas. Recuperen la normalidad con los viajes para mayores y hagan excepciones con los más vulnerables. Tomen nota, analicen y, si encuentran alguna incidencia desconocida o no esperada, ya rectificamos. Y si no es así (como se preve), avancen en la apertura. Hasta primavera mirándonos sólo a los ojos, quitándonos la máscara en cualquier salón de bar, besándonos y abrazándonos en casa, viendo el fútbol al aire libre con mascarilla, llegando a la salida de una prueba ciclista con mascarilla y mientras los ciclistas pasando por pasillos de gentes en un puerto, sin control y sin mascarilla. Y, lo que es más grave, viendo como muchos de nuestros mayores, de forma generalizada, y otros conciudadanos siguen espantados, confundidos por el mensaje: desaparece la obligación de llevar la mascarilla por la calle pero se mantiene la recomendación. Hay peligro, piensan. Y por si acaso, se la ponen, aunque no haya nadie a su alrededor. Desconfían del poder.

Nada de conspiraciones, por favor

Comprendo que se ha de ser cauto, pero el erre que erre con la mascarilla, me suena a aquella famosa receta de austeridad en la salida de la crisis económica de las subprime y la burbuja inmobiliaria.que ahogó el consumo y la economía, agravando la situación social y económica de muchos ciudadanos. Anunciar todos los días los contagios (y la tasa de contagio) responde al mismo patrón. Y no es que haya una actitud maléfica en el mantenimiento de esa estrategia, como negacionistas y conspiratorios defienden. Para nada. Es, simplemente, el miedo propio de cualquier gestor a volver a dar la cara con la gestión de una nueva ola, poco probable con los resultados de vacunación en la mano. Si seguimos igual, ¿para qué nos hemos vacunado?, se pregunta mucha gente.

El gobierno acaba de aprobar un plan para reducir el efecto de las enfermedades mentales y suicidios, cifra agravada durante la pandemia. Desde hace tiempo, hay un dominio epidemiológico en la gestión de la crisis, que mantiene el perfil bajo en las medidas de desescalada. Pero antes de aprobar un plan así, habría que empezar por atajar el virus de esta nueva pandemia que no es otro que la cantidad de afectados por el miedo al contagio y a la muerte, propia o de los más próximos. De nada sirve pagar un psicólogo si se mantiene viva la llama de la pandemia a través de su símbolo mundialmente reconocido, la mascarilla. Mientras veamos tapabocas, no podremos ver sonrisas y nos recordará, no que el virus sigue entre nosotros (nunca se va a ir del todo), sino que nos va a matar o nos va a dejar secuelas de por vida, y que morir es algo generalizado, cosa que no ha pasado ni siquiera en la fase más dura de la crisis. Mientras sigamos con la mascarilla obligatoria (otra cosa es, después, lo que la gente haga o decida personalmente), no nos sentiremos libres y no podremos empezar a pasar página. Piénsenlo.

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Tomemos nota

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El Tratado de Versalles, que tuvo más de armisticio con caducidad que de acuerdo de paz, cerró en falso la I Guerra Mundial. Poco después, Adolf Hitler redefinió al Partido Obrero Alemán con el apellido de Nacionalsocialismo, una mezcla macabra en que convirtió el coraje obrero en supremacismo y flama patriótica, gasolina para la trágica reedición mundial de guerra, la segunda en la primera mitad de siglo. Un macabro período en que, además en España, tuvimos que añadir la contienda entre propios, como cuando dos hermanos se pegan por unas ideas o por una herencia. Infame. Todo ello pasó hace un siglo, en 1920, justo cuando la mayor pandemia de la historia, la conocida como Gripe Española, había quedado atrás, con números que nada tienen que ver con los de ahora: entre 60 i 100 millones de muertos (estimaciones, porque no hay datos oficiales), cifras que superaron al total de fallecidos la primera gran guerra de la centuria. Un tercio de la población mundial se contagió. Hoy, con 81 millones de contagios i 1,8 millones de muertos, ni por asomo, se asemeja, afortunadamente.

Pero ello no le resta ni gravedad ni preocupación a la actual pandemia. Al contrario, le da valor a lo logrado en un siglo, en el que la ciencia y la medicina (más extendida y universal que nunca) han cobrado más importancia, si cabe. Y ello ha permitido sin duda reducir la letalidad. Sin restar importancia, el control de la letalidad de la enfermedad (entre otras cosas, porque no ha afectado a los países más pobres, como sí aquella), hace que, junto a la recién estrenada vacunación, nos tengamos que felicitar de vivir esta era, por mucho que el ruido, las corruptelas que invaden todos los ámbitos, y la crispación nos lleven a pensar en la apocalipsis. Ni de lejos. La mayoría silenciosa sigue gobernando por mucho que la estridencia de los más ruidosos haga que parezca lo contrario.

Vacuna y distensión

Como decíamos, la incipiente vacunación debe marcar el camino de la normalidad. Pero además de paralizar el coronavirus, las vacunas han de poder neutralizar todo lo que nos ha venido con ella: el abandono (incluso oposición) de la idea de globalidad y mentes abiertas, la recuperación de fronteras como medida de protección, incluso para los más liberales del planeta. Si nos enrocamos en la idea de que primero América o Europa o España, etc, o sea, primero lo nuestro, pondremos un freno artificial a nuestra evolución como civilización, sin duda, como ya ha venido demostrando la historia, con las diferentes barreras al progreso que se han creado con el avance científico y tecnológico que, a la larga, es el mayor generador de equidad e igualdad.

La distancia social no puede derivar en un ombliguismo o mal de insularidad (como el Brexit inglés, de fuerte tradición británica, por cierto), sino todo lo contrario. La pandemia nos ha obligado a tomar soluciones globales a problemas colectivos con incidencia individual (el contagio nos hace depender de la actitud de los demás). La cinematografía de ciencia ficción está llena de películas y series en los que la Tierra es devastada, sin especificar quién es culpable y sí una realidad de quedar todo arrasado. La suma de muchos yo, por sí misma, no genera un beneficio colectivo, sino la suma coral de esos mismos yo, con la supervivencia como objetivo. Miedo me da que, superada las consecuencias pandémicas y la sociedad recupere su actividad, reeditemos viejas rencillas aparcadas, y con más tensión y virulencia, seamos incapaces de reescribir la historia de este siglo lejos de la barbarie del anterior.

La recuperación económica, la igualdad social, la garantía de todas libertades, la tolerancia, la empatía y la solidaridad deben ser parte de la dosis que introducimos en cada jeringa de las múltiples vacunas desarrolladas en nombre de la ciencia, la única que ha salido bien parada de todo este enredo. A pesar de ser relegada durante años de la agenda política, la ciencia y la investigación han subsistido y como leales soldados de la vida, nos han devuelto la esperanza. Y aunque la memoria es muy frágil y selectiva y pronto se nos olvidará lo vivido, no nos dejemos enredar por discursos emotivos y fáciles. Tomemos nota.

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Sonrisas ocultas

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«Las mascarillas borran las sonrisas y sólo dejan ver las lágrimas», leía en un tuit de no recuerdo bien quién. Pero se me quedó esa frase, pegada a mi mente como una lapa. Cosida a mi ánimo. Una frase llena de simbolismo. Modernidad (en forma de contactos infinitos) aderezada de miedo. El del contagio, el del dolor más que el de la muerte. La soledad del adiós. La soledad y el dolor. La soledad ya es dolor. Y muchos de los que se han ido ya estaban solos antes de marcharse, con dolores iguales o peores, con agujeros en el alma, con la conciencia tranquila del que ha hecho su legado con una vida plena y que acepta su final con calma. Siempre pensé que ese relato de calma, sin la prisa de la mañana ni la dictadura de la agenda, es la felicidad más madura. Una felicidad que transmite tranquilidad, serenidad e inteligente pausa.

La soledad madura de esas mañanas eternas, con un paseo al sol de invierno y a la fresca en verano. Días interminables esperando, sólo viendo pasar el tiempo. Y los que vamos en tránsito hacia esa madurez, hablamos estos días en el nombre de la soledad de nuestros mayores, que están más angustiados por vernos a nosotros lejos de esos abrazos protectores, que de su propia soledad, a la que poco a poco se dirigen, por costumbre. La interacción, en otro momento motor de nuestras vidas, se convierte en adorno de un tiempo de tranquilidad, de calma, de sosiego del que se ve a sí mismo resabiado de su historia.

La Covid19 no se ha llevado a nuestros mayores. Muchos llevaban tiempo despidiéndose. Les ha dado un impulso y nos ha dejado huérfanos, llenos de reproches por nuestra endiablada vida (me hubiera gustado estar más tiempo, me hubiera gustado despedirme…) Es dolor, sin duda. Pero también suena a excusa de exceso, suena a liberar parte de nuestras conciencias. O no. Ahí lo dejo. Para la reflexión de cada uno.

El virus se ha llevado la mirada alegre de quienes vemos en nuestros mayores un espejo de existencia. Ellos, los mayores más inquietos, los más resistentes al paso del tiempo, han acelerado con la pandemia su trayecto hacia esa calma, minimizando los deseos humanos de eternidad y juventud infinita. Esta pandemia nos ha robado a los más, la sonrisa. Y a ellos, a los que nos trajeron a vivir esta aventura, la satisfacción de vernos sonreír. Porque igual que su vida es el espejo de su descendencia, la sonrisa de los que toman sus apellidos son el reflejo de su felicidad madura. Y es esa sonrisa la que han dejado de ver, con el aislamiento primero y, cuando ha llegado el contacto, con esa mascarilla que las estrangula, contrae la respiración, ilumina las miradas más tristes y, en el peor de los casos, sólo destaca las lágrimas.

El final del túnel

Es tiempo de pandemia y de sueños. Y el mío no pasa por la vacuna (ojalá…), pasa porque el virus, tal vez, se retire (cuando deje de considerarse que hay una ‘transmisión comunitaria incontrolada» y, textualmente, “como sucede a menudo, cuando los efectos bajan, la gente deja de preocuparse”…, tal y como explican las historiadoras Laura y María Lara Martínez al contar cómo acabó la gripe española del 18) como llegó: sin hacer ruido, sin percibirse, silencioso, sin saber que está, hasta que llega la muerte, una muerte en soledad y con dolor, nuestra verdadera razón de alarma. Nos quitaremos la mascarilla cuando el virus deje de causar miedo y no tenga que vivir de nuestra muerte. «La imposición del miedo es la peor de las pandemias porque atañe a lo más preciado que tenemos: la confianza», escribía en Imponer el miedo, aquí mismo en Apuntes. Y, cuando pase, nuestros mayores recuperarán su sonrisa. Y volverán a sonreír con nuestras carcajadas, abrazados.

*Foto Freepik: @goffkein

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Comunicar en tiempos de Covid

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‘No vamos a soplar las velas este año’, decía mi madre en los preparativos del 86 cumpleaños de mi padre. Lo decía con miedo y confusa: «en la tele han dicho que no debemos de soplar las velas, que es peligroso, se extiende el virus». Constatación de la afirmación, ninguna. Aproximación científica, seguramente. Estamos en un nuevo tiempo vivido en el que no existe unanimidad médica, ni seguridad científica ni nada que se le acerque. Sólo existen indicios, y con ellos, el caos. Todo es posible y nada lo es. Hoy por hoy, la gestión universal de esta crisis es, bajo mi punto de vista, un asunto de comunicación. Qué quieres decir, qué mensaje quieres hacer llegar, cuánto estás dispuesto a estirar los mensajes por muy contradictorios que sean… Y en esas es cuando los medios de comunicación, como aliados necesarios de la política, volvemos a salir mal parados. De ser ventanas y oxígeno durante el confinamiento, a ser apestados por la carga viral que llevamos con nosotros y la insistencia por informaciones que se quedan en la superficie, sólo constatan el hecho, los hechos que emanan de los que gestionan lo desconocido.

«He dejado de ver la tele y de leer nada porque nadie nos dice lo que pasa realmente», me dicen muchos amigos y conocidos. Y es algo que se extiende, no sólo con la pandemia, sino con muchos más asuntos. La gente está desconectando de los mensajes (y de las noticias) a través de los medios de comunicación porque se ha cansado de ‘escuchar siempre lo mismo’ (brote aquí, brote allá, esto se puede hacer, ésto no, etc., esto se debe hacer, esto no) y también porque las informaciones no llegan al fondo, son superficiales. Estamos informando de lo que nos informan, como en tiempos de guerra «Lo siento, pero yo ya no me fío de la prensa, sólo de la ciencia», me decían el otro día. Y la ciencia tiene su propia forma y estrategia comunicativa, y sus propios medios de difusión y de control, lejos de los códigos de la información generalista de la que soy consumidor y partícipe.

Por ejemplo, ahora no se habla de control del virus como durante el confinamiento. Todo lo contrario: se pretende hacer llegar el mensaje de que ‘el virús no se ha ido, está aquí’, de que dudemos incluso de si tiene cura (vacuna) como ha sugerido la OMS, y de que el grado de contagio continúa siendo elevado, cosa que siendo cierto no se aleja mucho de otros virus. Pero ahora, sin confinamiento masivo, y cuidándonos muchos de evitar que haya otro porque, de haberlo, la palmamos todos, pero de hambre. Para reactivar la economía, abrimos la mano; para parar la pandemia, recortamos. Desde el inicio el mensaje es contradictorio y poco fiable. Consecuencia: ni paramos el virus ni reactivamos la economía.

DÓNDE PONER EL FOCO

Si le pides opinión sobre la pandemia a un médico, a un epidemiólogo, a un estadista, a un urgenciólogo o una enfermera, la realidad que te dibujará será diferente. Y ninguna de ellas totalmente cierta, ni totalmente equivocada. Los profesionales de la medicina viven a diario con la muerte. Están acostumbrados a lidiar con ella. Por eso, sorprende alguna de sus reacciones en relación con el Covid19, en una doble vertiente: su miedo alerta de que es algo más grave de lo normal pero, también, sus códigos les lleva a ‘salvar vidas’ y no hacerlo, les deja un poso de frustración como si no hubieran hecho bien su trabajo. Y de ahí su lógica denuncia de cansancio físico y psicológico en esta pandemia, en la que, además, han sido el foco de atención, los receptores del aplauso y foco de la esperanza. Nunca tuvieron tanta presión. Y por eso sus alertas y denuncias rozan la desesperación.

«Desde el inicio el mensaje ha sido contradictorio y poco fiable. Consecuencia: ni paramos el virus ni reactivamos la economía»

Queremos que la gente salga, consuma, se atreva… pero al mismo tiempo le damos el mensaje contrario. Prudencia, ¡ojo con la excesiva interacción!, nos dicen. Traducido quiere decir: si fuera sólo por la salud, confinamiento; si fuera sólo por la economía, vida normal. Pero no es ni una cosa ni otra. Nos tomamos una cerveza como si nada hubiera cambiado y, cuando nos levantamos, nos topamos con el bicho: cuidado que no se ha ido, y nos va a acompañar un tiempo.

En el fondo, está el miedo al colapso sanitario que ya nos llevó al confinamiento (en mi caso, lo hice de forma anticipada y voluntaria). Obvio. Lejos de la realidad, los hospitales (siempre, según esos mismos datos oficiales) viven con cierta calma, a pesar de que los que están a pie de cama y de UCI no quieren pasar por lo vivido en marzo (nadie lo quiere). Ahora, se extiende que esa tensión sanitaria está en la atención primaria, y los desajustes de los rastreadores. Lo que es cierto es que ahora somos proactivos, vamos ‘a buscar casos’, y encontramos más, y la gran mayoría, leves.

El objetivo (y no digo que no sea necesario) es decir: no se puede volver a tiempos de confinamiento, ni por cifras de ingresados y UCIs, ni por número de fallecimiento. Los datos, por sí solos y en general, no reseñan nada. Han de elegirse con criterio neutro, no con la intención de servir a nadie. Elegir difundir un dato (brotes y positivos con prueba PCR), y no otros (ingresados, hospitalizados, en UCI) tiene su razón e intención. Incluso, la semántica de brote y rebrote tiene su aquél. El primero (que es el que se da, fundamentalmente) es un nuevo grupo de casos positivos; el segundo es cuando se producen positivos después de haber erradicado anteriormente los casos en un mismo lugar o zona, y vuelven a producirse positivos. Es más, según la nomenclatura oficial, se considera brote cuando se localizan a tres o más infectados en un mismo grupo social (trabajo, ocio, familia…), algo absolutamente habitual en caso de epidemia. Insisto: lo normal es que, a más interacción, haya más casos. Si lo llamamos brote es más gordo, asusta más. No es un caso aislado (a mi no me toca) y, por tanto, aumenta la conciencia sobre la situación. Pero, colateralmente, también, por lógica, a la actividad económica: ‘no salgo’ o porque tengo miedo o porque así no merece la pena.

Se trataría, por tanto, de resolver con equilibrio, mesura y no buscando únicos culpables (ahora los jóvenes descerebrados que salen por ahí…). Lógico y, la mayoría, lo hace bien, pero como pasa con esa edad, sienten menos miedo que el resto. Resolver la ecuación salud, economía, vida, no es fácil en un contexto de pandemia. Nadie está libre de un contagio que derive en fatal, por supuesto. Pero aunque el anhelo de toda sociedad sería la de una gestión unánime para todos (algo casi imposible), el objetivo, por tanto, es alcanzar altos grados de bienestar para amplios sectores. Y, por tanto, los recursos (limitados) y los esfuerzos han de centrarse en gestionar para la mayoría y para la defensa y protección de una minoría más expuesta y más dispuesta al sacrificio. Y destinar recursos para ellos. Lo mismo, por sectores económicos. Se hizo bien: teletrabajar o parar para aquellos sectores que hacen de la interacción su razón de ser. El resto, vida normal, con precaución pero sin obsesión que haga de freno a la actividad. Es como querer que vengan turistas, pero que no salgan. O lo uno o lo otro.

Para un asmático con alergia al ácaro como yo, exponerme a lugares cerrados mucho tiempo, es una temeridad. Lo único que puedo hacer es evitarlos. Pero no puedo exigir que nadie los visite por si acaso yo sufro un ataque de asma con el pretexto que afecta a mi libertad personal. Si soy personal de riesgo, reduzco mi círculo, prevengo posibles complicaciones. Y el resto, a seguir. Lo hacen todos los enfermos, y por desgracia, enfermedades hay muchas más el coronavirus. El bicho no ha parado el tiempo. Sigue. La globalización (y su forma de vida: viajes continuos, ciudades muy pobladas y virus planetarios nos ha traído una pandemia, sanitaria, económica y social) lo ha extendido y lo hace más difícil de parar. Seamos conscientes y congruentes. Cuidado con lo que comunicamos porque puede causar el efecto contrario

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Imponer el miedo

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Sigo duchándome cada día después de llegar de trabajar. Sigo lavando la ropa a 60º (no toda). Sigo lavándome las manos con empeño. Sigo dejando los zapatos en el exterior. Sigo utilizando el gel hidroalcohólico cada vez que hago un movimiento en el exterior, en el trabajo. Sigo poniéndome la mascarilla de forma responsable, allí donde no se puede guardar la distancia de seguridad. Sigo viendo a la gente que mira triste, ahora más detrás de una mascarilla. Sigo viendo a la gente con miedo, unos más y otros menos, pero con miedo. Sigo escuchando a la gente no mirar el futuro, ser esclavo del presente. No programar vacaciones, ni viajes…

El talento está congelado, el atrevimiento reducido a los más resilientes. La sociedad no puede avanzar porque todo tiene una sensación de provisional. En tiempos de confinamiento se decía: «como sigamos así, nos vuelven a confinar». Algunos parece que lo deseen para culpar a los otros, los incívicos, del desaguisado. Y lo cierto es que todo indica que, en su momento y seguramente antes de que todo acabara con un brutal confinamiento, ya vivimos mucho tiempo con el virus sin hacerle el más mínimo caso y que, ahora, el virus, igual de contagioso que en enero o febrero, se controla con rastreos y medidas de distancia localizadas. Confiemos en lo aprendido. Vamos, lo lógico.

Confinamiento y recomendación…

La época más dura de la pandemia, era un tiempo de mascarilla recomendada, y no prohibida. De prohibición lógica (no salir de casa), pero dura (la libertad en standby la economía en colapso). Pero era tiempo de mayor certidumbre (se sabía lo poco que hacer y lo mucho que guardar), de menor tensión social entre aquellos, los más aprehensivos y sensibilizados con la enfermedad (muchos de ellos con una relación directa o cercana con la misma) y aquellos que -como es mi caso- vemos en el virus un especie de reto: ser pasivos o proactivos, plantarle cara al virus o combatirlo con angustia. En caso de ser proactivos, ¿qué hacer? ¿Cómo hacerlo? ¿De qué se trataría? El ex ministro, Miguel Sebastián, escribía sobre ésto hace poco en El Español: ‘Convivir con el virus no es la solución. Hay pocas certezas, y ninguna apuesta ha resultado claramente ganadora, se trata más bien de tener una actitud responsable. Los contagios y los brotes se producen a medida que volvemos a situaciones parecidas a lo vivido antes, a lo vivido desde siempre (en nuestra corta vida) Y cada contagio es un susto, un argumento para los obedientes responsables y de recriminación, para los que no sacralizamos la presencia y la virulencia del virus, que por otra parte, ha provocado mucho dolor y muerte, eso sin duda. A mi, este debate, me pilla con muchas dudas porque ni me acabo de creer el mantra de que no habrá normalidad hasta la vacuna (creo que hay un conocimiento médico del virus pero tomado con las lógicas reservas sobre su eficacia), ni me creo, por supuesto, a los negacionistas, donaldtrumps y jairbolsonaros de turno que han convertido sus países en orgías para el virus y cementerios para sus víctimas.

Los más confinados, más miedo

Por mi trabajo, no dejé de salir de casa en toda la pandemia. Y reconozco que los que fuimos ‘esenciales’ tenemos una mayor tolerancia con el ‘virus’ (no sé si de una forma demasiado confiada o desenfadada) que los que tuvieron un confinamiento de sesenta días con sus sesenta noches. A éstos, les ha dado miedo salir (a nosotros, más pereza que miedo). Insisto en que parto de la base de que no tengo del todo claro cuál es la actitud para con esta pandemia (por falta de evidencias). Y más en esta etapa intermedia, como de prueba. Y más, en este trayecto más incierto, el que va desde el colapso sanitario a la nueva realidad (cuando tenga más ánimo hablaré de la chorrada esa de la nueva normalidad), salpicado de brotes aquí y allí, con los policías de mascarilla y alardeadores de la buena conducta cumpliendo a rajatabla las medidas de prevención, cosa que, todo sea ducho, con mesura y respeto, creo cumplir debidamente aunque no viva constantemente detrás de una mascarilla.

La imposición del miedo es la peor de las pandemias porque atañe a lo más preciado que tenemos: la autoconfianza. La equidistancia (no ideológica) me permite comprender a los que se sienten amenazados por el virus y a los que, como es mi caso, cree que se ha de añadir el sentido común y el respeto al repertorio de manuales y normas. A aquellos les pido respeto por los que queremos vivir sin miedo, siendo realistas, reconociendo que ‘el virus está ahí, no se ha ido’, pero personalizando con mimo todas las medidas para no convertir nuestra vida en otra pandemia, la de la parálisis. Y la mayoría, que conste, tiene ese respeto y limita sus miedos a su ámbito personal. Como yo los míos.

«La imposición del miedo es la peor de las pandemias porque atañe a lo más preciado que tenemos: la autoconfianza»

Seré yo quien decida si me place salir a tomar una copa o tomármela en mi casa. Si me obligan a tener miedo, me confinaré voluntariamente, si antes no lo hacen los gobiernos, presionados por aquellos que en cada brote ven una apocalipsis. Pero no me pidan que ayude a la sociedad a no hundirse (economía) y al mismo tiempo me censuren cómo lo hago, siempre con mesura y precaución. Porque esa elección es mía. Y no es insolidaria. Brotes hubo, hay y habrá. El contagio cero es una quimera. Saber convivir con ellos, con serenidad, responsabilidad y sin miedo, es también necesario. Al menos para mí.

De la policía de balcón a la de mascarilla, aquellos que se autoproclaman superiores por pretender ser más precavidos, no tienen mi apoyo. Quienes, con los mismos síntomas, muestran ese miedo, mantienen al máximo su prevención, respetan los miedos de los demás siempre que no les perjudiquen y tratan de vivir lo mejor posible dentro de las limitaciones que impone la situación, no sólo tienen mi máximo respeto, sino también mi admiración. No soy nadie para juzgarlos. Ni tampoco quiero que nadie me juzgue.

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Equidistancia

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Decimosegundo y último capítulo de Reflexiones en confinamiento. Cierro el círculo: Equidistancia (subtítulo de este blog)

Sobre el concepto de hoy, he de reconocer que cada vez me encuentro más cómodo cuando me acusan de equidistante, a pesar de que los que la utilizan, lo suelen hacer como arma arrojadiza, acentuando su concepto negativo: el equidistante es el que no quiere mojarse (después volveré sobre el tema). Y como casi todo, en esta crisis sanitaria del coronavirus, en donde curiosamente la distancia es un elemento esencial para detener la pandemia, uno de los términos que se ha puesto de moda es éste. Su uso se ha generalizado en la batalla dialéctica sobre la gestión de la crisis, pero también de otros temas con gran impacto social: manifestaciones, protestas, etc. A los que lideran las campañas y acusan de equidistancia los que no entran o entramos en el carril de los bandos, no les interesa analizar, sino el enfrentamiento y la acusación que se deriva de ella. El clásico, y tú más.

Según la RAE, equidistancia es ‘la igualdad o distancia entre dos puntos u objetos’. Si a los puntos, les llamamos partidos (no ideologías), si los puntos nacen de posiciones firmes en cuanto a cuestiones cambiantes… Soy y me considero equidistante. Incluso me podéis acusar de ello. Lo acepto con gusto.Si nos referimos a valores, a opciones éticas, a situaciones concretas, a filosofía, a pensamiento político, a exigencias de gestión de lo público, a derechos sociales, a talento personal y empresarial, a iniciativas privadas que mejoren lo público, a sanidad universal, no soy equidistante. Todo me representa. El feminismo, el ecologismo, las luchas contra cualquier tipo de racismo, contra la pobreza, contra la desigualdad en todas sus acepciones, contra el cambio climático, contra cualquier abuso de poder y autoridad, contra etc. todos ellos con un matiz no militante, estarán siempre en mi diccionario.

¿Que tenemos que partir de grupos de presión y que mi posición no es muy solidaria ni útil socialmente? Entiendo la crítica, la respeto. Pero tras muchos años de reflexión he llegado a la conclusión que la militancia, como me pasa con la mentira, no va conmigo. Me siento mal vociferando algo en lo que no estoy cien por cien convencido. Y, además, no me gustan las acciones y políticas de gestos’ ni las’poses’, sí las acciones y los hechos. Lo siento. La militancia exige fidelidad en el fondo y, sobre todo, en las formas. Y yo ni soy ni quiero ser fiel. Priorizo mi libertad de pensar lo que quiera en cada momento y opinar en consecuencia. La no-militancia me permite ser crítico con los que he votado y con los fieles seguidores y defensores que les siguen. Incluso me auto-excluyo de la opinión cuando la fuerza dominante exige determinación, fidelidad como forma de cerrar filas. No me interesa. Eso sí, mi más absoluto respeto a todos los que militáis. Nada que reprochar, al contrario. Valoro vuestra entrega desinteresada a una causa. Y, lógicamente, como parte, no sois equidistantes.

Cada vez me atraen más aquellas personas que exponen para que luego, la gente disponga. Que tratan al seguidor de forma inteligente. Si no te declaras feminista, eres machista. Si no te pones la bandera española, eres separatista; si te la pones, eres facha y si eres abortista, te importa un pimiento la vida. Son los mismos que no pueden entender a un trabajador de derechas, un empresario de izquierdas, o un párroco defensor de la decisión de la mujer para decir cuándo y con quién quiere tener un hijo. Nos encanta clasificarnos porque nos ayuda a ordenarnos, a situarnos en un ente global como es el pensamiento. Como cuando nos poníamos en fila en el cole: cada clase en una fila, y uno detrás de otro. Pa’dentro y cada uno a su clase. Ese es el orden. Es fácil de entender y de seguir. Marco mis seguidores y señalo mis adversarios, muchas veces, enemigos.

 «Un «equidistante» no es el que se sitúa exactamente en un punto intermedio, sino el que elude constantemente ser situado», comienza diciendo Miguel Pasquau en su Brevario sobre equidistancia. Y no le falta razón. Lo eludo, pero lo hago voluntariamente. Ese es mi sentido de libertad: de pensamiento y de opinión (entre ellas mi negativa a hablar de partidos, sólo hablo de ideas). Pero también dice que no toda equidistancia debe sonar a cobardía. Y, para situar esta acepción, elijo una frase de su perfil que me ha encantado y que suscribo totalmente cuando habla sobre qué le ocupa: dice tener «un cierto compromiso con ideas políticas reacias a las simplificaciones sesgadas de los bandos». ¿No tiene ideas políticas? Las tiene, por supuesto. Como yo y como todo el mundo. Pero nadie le debe ni le puede exigir definirse en cada uno de las posiciones que el día a día de la agenda política nos marca.

Turnismo - Wikipedia, la enciclopedia libre
Turnismo frente a pactismo. Caricatura de Sagasta y Cánovas del Castilo, el turnismo español del XIX

Respeto y entiendo a los que detestan las mayorías silenciosas. Incluso, hay cierta superioridad intelectual de los que militan sobre los que no. Dicen los que militan: «yo por lo menos, estoy dentro y lucho, me posiciono, me dejo ver, me pongo frente a…tú no, y por tanto luego no tienes derecho a la queja«. Surge entonces lo que ellos señalan como el equidistante, el apolítico (algo que no existe, porque la simple elección de no elegir ningun partido ya es una opción) En la mercadotecnia electoral se llaman los indecisos que son lo que, además, suelen decidir las batallas de los votos. ¿Por qué la política actual tiene tan bajo nivel? Seguramente (y como hemos visto en las deserciones de numerosos partidos), porque como la militancia no tiene que ver con la ideología, sino con el reparto del poder, todos los que llegan para cambiar algo se suelen ir escocidos, incrédulos y disgustados del sistema de partidos y de bandos. Algunos, incluso, ya ni llegan. Renuncian. Y yo nunca me posicionaré en un bando, sí en una opción ideológica y de pensamiento, que son las que permiten el debate, el análisis, el acuerdo y el avance. Este país avanza, más por necesidad que por gusto o opción preferente, hacia la cultura de acercamiento y de pacto, producto del fin del bipartidimo. Pero, desgraciadamente, seguimos más instalados en el decimonónico turnismo (foto) que en el pactismo. A medida que aumenten los pactos (y más si son transversales, como ha pasado en Alemania, por ejemplo), se reducirán los voceros que claman contra los acusados y condenados equidistantes.

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Mascarillas

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«La ausencia de certezas no nos libera de la responsabilidad de cuidar el mundo que compartimos», Hanna Harendt.

Decimoprimera entrega de Reflexiones en confinamiento. Mascarillas

Es una de las muchas e interesantes reflexiones de un excelente artículo sobre la filósofa y pensadora cosmopolita Hanna Harendt (Babelia, El Pais). Si tenéis ocasión, acercaros a esta maravilla, excelentemente tratada y contada. Es como un soplo de aire puro en medio de tanta banalidad y mediocridad que nos trae la actualidad últimamente. Es como meterse en la máquina del tiempo, aunque su tiempo, el de principios del siglo XX no fuera un remanso de paz, ni mucho menos. Es lo que me ha apasionado de la historia: cuenta, analiza y reflexiona la realidad con la suficiente pausa como para deleitarse en el pensamiento. Y es lo que, cada vez, más me hastía de mi profesión y mi pasión, el periodismo: todo se queda en el ‘momento’, en la ‘anécdota’, en la ‘reflexión rápida’, sea una información -difícilmente contrastada porque la crisis de fuentes es otro mal del periodismo moderno, muy burocratizado-, o sea una historia. En esa dialéctica paso los días, tratando de dar pausa al análisis y juicio diario. Lo sé, difícil, por no decir imposible. Eso sí, estas historias, bien contadas, son una delicia (al menos para mi), como supone este maravilloso artículo sobre Harendt, que dan ganas de salir corriendo hacia el Museo de Historia de Berlín, otro de los lugares que me intriga y me apetece visitar para cuando esta maldita pandemia nos deje cierta normalidad, no nueva sino renovada.

Y sí. Creo también que si hay algo que caracteriza a esta época es la falta de certezas, a todos los niveles. Desconocemos el alcance de los cambios que la mayor pandemia de la historia (por global, profunda y planetaria) nos va a proporcionar, o si todo se va a quedar como está cuando el virus, o se esfume, o sea controlado por la ciencia y el ser humano, controlado por nuestro sistema inmunológico. Pero eso no nos excluye de buscar soluciones a nuestros problemas comunes, el primero y principal el modo y estilo de vida que nos vamos a encontrar a la vuelta de la esquina. Y ésa es la responsabilidad que, como colectivo, nos ha de dar lugar a obtener un objetivo de mínimos: la supervivencia como especie. Y no sólo hablo de salud, sino de economía. Porque se puede morir por enfermedad o por hambre. Y en esas, da lo mismo como lo hagas, el final es el mismo. La realidad siempre la intento analizar desde el lugar desde donde ha de ser observada. Y, en las sociedades donde el ocio tiene una buena agenda, la salud es lo primero. En aquellas sociedades donde la luz solar representa la supervivencia, el dinero (como modo de supervivencia) es lo más importante.

Mascarillas, juicio en confinamiento

La no-normalidad

Dentro de esa no-normalidad, está la mascarilla o, como le llaman, en latinoamérica, el tapabocas, prenda que, colocada en la cara, sirve para que ni contagies ni te contagien. Que más allá del debate sobre su utilidad (o no) en el freno de los contagios, ésta es uno de los grandes chivatos de esta pase desencadenante de la pandemia. Llevarla o no llevarla dibuja (de cara al prójimo) mucho de lo que piensas o eres: más precavido, más solidario con los demás, más concienciado, más bohemio… Una prueba más del juicio sumario al que hoy, en tiempos revueltos, nos somete la sociedad, influida por la inmediatez y la agresividad en la opinión. De lo que no hay duda es que, en época de vacas flacas, nos va lo de juzgar, lo de decir a los demás lo que no hacemos bien, lo de poner la máquina de la intransigencia a producir, y a generar tensión.

Llevar (la mascarilla) o no llevarla dibuja (de cara al prójimo) mucho de lo que piensas o eres: más precavido, más solidario con los demás, más concienciado, más bohemio… Una prueba más del juicio sumario al que hoy, en tiempos revueltos, nos sometemos en la sociedad, influida por la inmediatez y la agresividad en la opinión

Trampantojo
Excelente viñeta de Max, en Babelia (EL PAÍS), en que se expresa ese ‘modo agresivo’ en el que nos hemos instalado. El arte de saber callarse a tiempo y de pensar lo que se dice.

Bocazas o bocachanclas

Tapaboca para tapar la boca, pero desgraciadamente, no para evitar el improperio, que no sería mordaza, sino educación. Un tapaboca para acallar al bocachanclas y no sólo para evitar el contagio del virus que está tanto en el aire como en la agenda de muchos de nuestros gestores públicos, más empeñados en dialécticas banales que en la solución de los múltiples problemas que nos está generando esta pandemia y las consecuencias de la parálisis de la actividad económica. El objetivo del tapabocas dialéctico es el de acallar a todos los que no saben cerrar la boca. No hay que callarse -que sería censura, siempre reprobable por contraproducente e indigna-, sino que hay que saber callarse, que es signo de inteligencia, de respeto (a uno mismo y a los demás) y sinónimo de humildad intelectual: si te callas, puedes incluso escuchar. Un pequeño paseo por la prensa generalista de las últimas semanas, nos da un poco ejemplo de esa necesaria mascarilla para parte de nuestra clase dirigente y cientos de miles de soldados y seguidores que los jalean y los ensalzan.

Los bocazas han hecho que aumente el número de los que dudamos entre generar un debate más sano de todo los que nos rodea o abandonar el barco y dejar ese debate de pandereta para los que sólo se sienten cómodos en el enfretamiento face to face o los que quieren hacer de ésto un circo para lograr sus metas personales. Quizás, el objetivo de algunos sea ese: el hartazgo de la gente. Que haya más deserciones de la política tradicional no les genera ningún tipo de batalla ética por saber si cuentan con apoyo o no para su causa. Siempre habrá quien vote y les legitime. Aislarse y no participar supone ‘no estar interesado’. Y, a mi, la verdad, el teatrillo político, además de indignarme, cada vez me aburre más. Pero no podemos abandonar: sin ese puntualizado debate, las manos cerradas y los nudillos pueden ser los próximos lápices con los que escribir la historia que está llena de ejemplos.

«A la política tradicional le han saltado todas las costuras porque, en vez de cosida, estaba hilbanada. No había necesidad de hacerlo: el juego político es más un pulso de poderes y contra-poderes que de ideas y gestión»

Caricaturas

Las mascarillas en la política dibujan caricaturas. Más que tapabocas anti-virus son máscaras, pero no de anonimato. Al contrario. El político utiliza la máscara para resaltar su lado más interpretativo, más actor. Toma parte de un circo en el que, a veces, la realidad supera la ficción. A veces, el personaje se traga al actor, dicen. Y la crítica no recuerda a quién lo interpreta, sino al personaje en sí, tanto en la vida real como en la ficción. Cada vez más, el personaje al que representa fulmina al político que lo encarna. Como decía Margarita Robles en una entrevista, tal vez los políticos no hemos estado a la altura y pedimos perdón. Que nadie lo dude: aún conscientes de la urgencia y la complejidad del problema generado por la pandemia , a la política tradicional le han saltado todas las costuras porque, en vez de cosida, estaba hilvanada. No había necesidad de coser: el juego político es más un pulso de poderes y contra-poderes que de ideas y gestión. La gran política y los grandes políticos hace tiempo que abandonaron la primera linea. Seguramente, por hartazgo intelectual. Pero también porque, como pasa ahora con la mascarilla y la expresividad. La política moderna ha borrado de un plumazo cualquier atisbo de realidad. Se han tomado al pie de la letra lo que, en concepto de opinión pública de masas se sabe: lo que no se publica, no existe. En la nueva política igual: los únicos problemas que existen son los que están en la agenda política, los que saltas a los mass media , los que generan polémica (audiencia) y rentabilidad (dan votos).

Y acabo también con Hanna Harendt: «Nunca he amado ninguna nacionalidad. Ni la alemana, la francesa, la americana, ni a la clase trabajadora. Sólo amo a mis amigos, y soy incapaz de cualquier otro amor». Ella, alemana de nacimiento, a la que el nacionalsocialismo le arrebató su condición germana y que murió como norteamericana, encuentra en el ‘amigo’ el único reducto del sentimiento. Humanicemos, por tanto, nuestra realidad y amemos sin etiquetas. Cuánto nos perdemos enseñándonos con el diferente, el que no piensa como tú. Hagamos que la mascarilla tape la boca, pero no nos deje sin expresión.

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Calles

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«Como quien viaja a bordo de un barco enloquecido» (Calle Melancolía, Joaquín Sabina)

Reflexiones en confinamiento. Capítulo 10. Calles

El desconfinamiento nos ha devuelto a la calle, un lugar hasta ahora familiar, reconocido, en el que casi nos desenvolvíamos por intuición, sin pensarlo. Salíamos, entrábamos, no importaba la hora, volvíamos, veníamos. Cada uno eligía su manera, su hora, su momento. Hay ciudades que nunca duermen, como le pasa a las grandes urbes. De ellas, Nueva York es probablemente la más sonámbula. Curiosamente, una de las más silenciada por esto del Covid_19, que nos ha quitado la calle y nos las ha devuelto distintas, capadas, amordazadas, nunca mejor dicho, pero también tensadas, histéricas y, como casi toda la sociedad, muy divididas en bandos antagónicos. Le llaman la nueva realidad. Pero yo diría que, de nueva nada, al contrario. Es vieja, y mucho. Lo único que ha hecho este virus es avanzar el proceso, lejos de las previsiones optimistas de aquellos que pensaban allá por el mes de marzo que, de ésta y ante un enemigo exterior tan duro, iba a salir una sociedad nueva, distinta, más humana, más cercana a la realidad, más ecológica, más preocupada por los problemas globales. Pero de eso nada.

La calle post-covid, más allá de las mascarillas, está llena de gentes asustadas y tristes, pero también de los de siempre, aquellas personas que las ocuparon con intrepidez y sin ningún miramiento, o sea responsabilidad. No podemos culpar de incívicos a aquellos que nunca ocuparon las calles con una mentalidad global, pero nunca nos dimos cuenta porque no molestaban. Es más, nunca nos importó nada más allá de que nos afectara (no puedo dormir, lo ponen todo perdido, la suciedad de los botellones o, en su momento, las jeringuillas de los heroinómanos. Ahora, nos percatamos que estaban -hacen lo mismo, pero ahora, nos va la cosa a todos-, justo cuando la sociedad se ha puesto ante el espejo y ha visto que va más allá de un ente y sí la suma de todos. Sin que todos sumen, no avanzamos.

Bandos en la calle

De ahí que ya os haya hablado de empatía o de una sociedad retratada en el final o en el inicio de esta sección. Y en vez de disminuir, ha acelerado de forma peligrosa, inconscientemente peligrosa. Se sanciona al mediador al que, como este blog, se pone de perfil, no para no mojarse, sino para situarse a distancia para que, en caso de que la situación se radicalice y surja algún acontecimiento (esperemos que no) sin punto de retorno, haya alguien que pueda llamar a ambas puertas sin miedo a ser tildado de rojo, azul o traidor. Y creo (desafortunadamente) que no soy el único que teme cómo le va a estas calles modernas, aquellas que han tomado los policías de balcón, los sectarios con y sin mascarilla, aquellos que van de justicieros de la igualdad en favor de la mayoría o los que se auto-proclaman salvadores de la patria, sin ver más allá de una bandera. Al final, el intermediario, a derecha e izquierda, se lleva el tesoro gracias a la gran capacidad de atracción que tiene el poder. La corrupción, entendida como arte de aprovechar una situación de superioridad en beneficio propio, tampoco tiene, como el Covid_19, ni fronteras, ni ideologías, ni cultos, ni nada. Contagia a todos. Las caceroladas, las siglas, la política de gestos y las banderas firman esa combinación también violenta. Nos identifica como grupo y, lo más importante señalan al diferente, sea antagónico o, simplemente, se sitúe en el espacio intermedio.

«La moderación, la concordia transversal y el propio ejercicio del diálogo se baten en retirada en las dos laderas, a cada vez menos metros del abismo, mientras prosigue el avance devastador de las llamaradas del odio de las minorías radicales que van calcinando nuestra morada vital», dice Pedro J. Ramírez en su Carta del Director en El Español. Y nos acercamos irremediablemente a una situación de no vuelta atrás, próxima al enfrentamiento. Pero nadie (de los dos bandos) os va a decir nada de ésto. «Es exagerado», os dirán los que, día a día, van tirando a la lumbre la panocha que puede encender la hoguera. La ceguera del día a día nos lleva a esa escalada de enfrentamiento que da miedo, preocupa. La apuesta por los caladeros de votos desdibujan el mapa. Y eso no es alarmismo, es realidad. Si al exaltado que sale a la calle en una bandera o al justiciero que participa en escraches en defensa del pueblo, coincide un día y salta la chispa, la lumbre se puede encender con virulencia. Y los bomberos igual no llegan a tiempo.

No necesitamos un pacto de reconstrucción, sino de concordia. No necesitamos una transición, sino una declaración de intenciones de lo que queremos ser como sociedad. Europa conoce mucho de enfrentamientos. Vivió y sufrió dos guerras, con seguidores ciegos de ideologías con apariencia de justas (unas) y de proclamas patrióticas (otras) que quedaron para pegarse y lo hicieron durante más de 6 años. Necesitamos escuchar a lo que dice el otro, necesitamos que se acabe el ‘y tu más…’, la acusación emotiva. Necesitamos pensar lo que decimos para decir lo pensado, no sólo lo sentido.

Vemos con preocupación la paradoja de una maestra de escuela que, en virtud de su preparación y siendo responsable de la transmisión de conocimiento, pone en duda la letalidad del virus, que ha matado a tantas personas en favor de una teoría conspiratoria que suena más a capricho y a cabreo adolescente que a la raciocinio de alguien que está encargada de la educación futura. O escuchamos a una persona del gobierno acusar a quien pide empatía, sacar el látigo cuando la calculadora de votos y adheridos a la causa mengua, sin más argumento que la adhesión por razones ideolígicas. Todo muy lógico. Es la paradoja que resume la confusión en la que vivimos, y la tensión con la que convivimos. Dejemos (y arrinconemos) a los que nos separan y los que enfrentan, los que nos envían a las barricadas y se esconden en su sillón sobre el que mover las piezas del tablero resulta fácil.

Exijamos trabajo, gestión y empatía. Que la mayoría silenciosa, no chillona e histriónica inunde las calles, imponga la cordura y coherencia, trate al no igual con respeto y, sobre todo, mantenga alta la exigencia de quienes dirigen la nave. Pidamos la dimisión de los alboratadores y los calculadores, los líderes de pacotilla, los obreros con bombín que proclaman en nombre de la clase , o los que defienden la libertad que niegan a otros llegando a la emoción a través de la siempre rentable adhesión a una causa patria. Los extremos se excluyen, pero se necesitan. No caigamos en su trampa. Hablemos y escuchemos. No nos tiremos los trastos a la cabeza para que ellos cambien su sillón.

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Transparencia

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Reflexiones en confinamiento. 8ª entrega. La transparencia.

En una crisis como la que estamos viviendo tiene lógica que se produzca mucho ruido que, como vengo diciendo desde el principio, todo el mundo (y me incluyo) nos hace que quedemos en evidencia en algún momento -es casi imposible mantener la coherencia intelectual en todas las ocasiones- El error es otro compañero de una pandemia. La actitud ante el mismo (perdón o negación), también. De una vida marcada por la globalidad hemos pasado a un vida en ‘alarma’ (estado de…), que nos ha encerrado primero en nuestra casa, después en nuestro municipio, luego en nuestra provincia, región, país… a la espera de que se pueda recuperar la vida tal como la habíamos dejado antes de la vista del Covid_19. Porque sí creo (más bien espero, como acto de fe) que va a ser así: bien por la vía de la extinción del virus (como ya pasó con otros similares) como por la vía del control de la enfermedad (tratamientos y, posteriormente vacunas). Es cuestión de tiempo.

El estado de alarma, figura en España para poder recortar las libertades (confinamiento con fines de reducción de la pandemia) que, hasta ahora, teníamos como verdad absoluta, ha venido acompañada de una dialéctica que, como reflexión, ‘nos viene bien a todos’ porque nos sitúa en una situación paradójica y poco habitual: protestan algunos de los que en otros momentos abogaban por defender ‘la mano dura’, y se defienden aquellos que se mostraron siempre contrarios a que, ante situaciones de excepcionalidad, sean habilitados mecanismos anti-democráticos. El estado de alarma ha cambiado los papeles con las víctimas de entonces en el poder y los verdugos en la calle. Curiosa situación que, tal vez, nos permite conocer exactamente aquello de ‘vernos en los zapatos del otro‘. Por ponerle color, rojos defendiendo a las fuerzas de seguridad y la pérdida de libertades; azules acusándolas de estar al servicio del gobierno y reclamando la libertad que otrora negaron. Ver para creer. Los bandos

Otra consecuencia (y en el mismo sentido), llega de la información y la comunicación, también con los papeles cambiados. Acusan -a quienes antes les acusaron a ellos de lo mismo- de eliminar la crítica y la opinión, de falsear la realidad, de ocultar cifras, de menoscabar la comunicación entre los distintos actores políticos. En tiempos de alarma, cocluyamos, todo se bunkeriza porque hay mucho ruido y, como en el caso de España, si se viene de una época convulsa, con una gran cantidad de procesos electorales y la prórroga consecutiva de un gobierno provisional, la cosa todavía es mayor. Es por eso, que las protestas han cambiado su perfil y, al menos sociológicamente, nos presenta esa misma situación curiosa, por paradigmática: suéter de pico en la calle versus camisa de cuadros o chaqueta de Zara en Palacio. Tribus urbanas que, en el momento de la pandemia, les ha pillado en situaciones contrarias a las vividas en recientes tiempo de oscurantismo. Lo que a mi me hace reflexionar todo esto que estamos viviendo es que, en ningún caso, me gusta ‘la alarma’ como situación de gestión de la vida en los países democráticos (y considero no democráticos los que no cumplen, sea Venezuela o Irán). Y no haría falta decretarlo si, en aras a la salud de la mayoría, los gestores (gobierno/s) tuvieran la potestad para limitar movimientos, a través del máximo consenso. Porque lo que no se le puede exigir a la vieja constitución del 78, que rompe costuras por todos los lados -como no puede ser de otra manera, ya que refleja la realdad de una sociedad española como la de entonces-, que más de cuarenta años después, prevea situaciones como la de esta pandemia. Igual que esta situación nos ha exigido a todos un plus de originalidad, capacidad de adaptación al cambio y paciencia, la clase dirigente también debía de caer en la cuenta de que la situación requiere nuevas formas. Y ya lo he dicho en anteriores reflexiones: quien gestiona ha de abrir la mano para que quien vigila, la tome. Pero abrir la mano, no sólo ponerla. Y el que vigila no ha de darle un manotazo.

Pero no quería ahondar el tema en la parte política sino más bien en la información y la comunicación en tiempos de alarma. La discrecionalidad de la interpretación del dato desconocido nos lleva al agravio y a la protesta. Y en esa situación, el ‘y tú más’ y el ‘por qué nosotros sí o por qué nosotros no’ aparecen como argumentos detallados de forma matemática por cada uno de los bandos, los putos bandos -y perdóneseme el taco producto del hastío que me produce ver a batallones de seguidores en un lugar o otro atacándose mutuamente casi por las mismas taras, porque no pueden ser llamadas de otra manera.

Alarma y comunicación…

Ya os hablé de los bulos, dejando para más adelante (ahora) el tema de la transparencia, la comunicación, también fiada a la estrategia. También os he hablado de la falta de ‘empatía’ y de dificultades en la comunicación de determinados gestores (esta semana, turno para la portavoz del gobierno, o para el ministro de Consumo o para -una vez más- o la presidenta de la Comunidad de Madrid). Hoy -como prometí la semana pasada- os hablo de comunicación, es decir, de qué se informa y de la manera de hacer llegar la información al gran público. Siempre defendí mi profesión más como una técnica y una capacidad, la de comunicar más que por un afán puramente informativo. Porque la palabra clave es comunicar. Nos informan las fuentes de lo que no sabemos y nosotros preguntamos y contamos. Así de sencillo. Siempre se nos reprocha que hablamos (demasiado) de lo que no sabemos. Durante esta pandemia, ha habido gente que se han ido directamente a las fuentes originales a documentarse. Se han informado de lo que nosotros llamamos ‘los brutos’ y que es lo que después transformamos en noticia. Es cierto que hay cierta malversación en la confección de los titulares, también producto de ese marketing periodístico que busca la atención como por ejemplo es el clickbait, o cebo para pinchar (en medios informativos, contraproducente). La capacidad de extraer información, valorarla, diseccionarla y jerarquizarla nos corresponde todavía a los periodistas (y creo que por ahí va nuestro futuro). Pero en este tiempo de pandemia, hay mucho ‘bruto’ que no da tiempo a ser analizado, y mucho análisis que no llega, porque simplemente se acumula. Y, como ocurre con los estudios científicos, hay mucha precipitación a la hora de informar y, por qué no decirlo, mucha falta de formación (lógica): los temas sanitarios y científicos son complejos, requieren tener mucho conocimiento, bagaje y del funcionamiento del mundo de la ciencia y de los científicos. Quedarse en la anécdota, ser imprecisos, desconocer los tiempos de la ciencias son algunos de los elementos de esta falta de información. El periodismo científico pide paso y reclama salir del anonimato por no llegar al gran público, pero al periodismo generalista, con pocos actores (periodistas en redacción) y muchos informantes (gabinetes, jefes de comunicación, generadores de contenidos, etc), cada vez más se pone en evidencia: ha tenido que informar sobre temas a los que no estaba acostumbrado (siempre hablo en general) pasando la habitual acción política a segundo plano. Es más, me sigue chirriando cuando, en medio de todo lo que pasamos, los medios gastan recursos y esfuerzos en explicar y contar, por ejemplo, la algarabía política, las acusaciones y las críticas mientras la sociedad lucha por sobrevivir a un situación de salud, económica y social sin precedentes. Es cierto que esa sociedad busca respuestas, pero (creo) le molesta mucho el ruido. Y esa actitud, nos separa mucho más del gran público, y nos acerca al alborotador de las redes que hace tiempo dejó de seguirnos y consumirnos. Información hay mucha. Lo difícil es valorarla y saber transmitirla. Pero es cierto que algunos expertos y médicos con vocación divulgativa, están también realizando una labor muy cercana, como el canal Youtube del médico internista Iván Moreno, con unos videos divulgativos muy interesantes (no sólo en el fondo sino también en la forma) sobre la enfermedad, los datos, y la pedagogía en las decisiones y valoración como experto, un oasis de claridad en medio de tanto bulo o información corta. Y la base es la enorme cantidad de datos que sustenta su información, el conocimiento y la capacidad para transmitirla, y eso es lo más importante.

Informes, datos…

Estoy ya preparando la próxima entrega, en la que hablaré de datos, de Inteligencia Artificial, de automatización, del avance tecnológico, de la transformación digital de la sociedad … toda esa gran cantidad de nuevas disciplinas que ahora nos pillan por sorpresa (yo llevo tiempo siguiéndolas y tratando de comprenderlas), pero que llevan ya tiempo entre nosotros, aunque silenciadas por la agenda de los mass media. Y pueden ser de gran ayuda para la pandemia y el proceso de desescalada, tanto desde el punto de vista médico como de gestión política. Pero hoy sólo reflexionaré sobre la importancia de la transparencia en la transmisión del dato, y más cuando de éste dependen decisiones importantes. En el siglo XXI no es de recibo que cuando una decisión (desescalada) depende de ‘parámetros’ cuantificables (como ellos mismo dicen), la comunidad (los que sufrimos y cumplimos esta desescalada) no conozcamos ese ‘bruto’ de datos que nos permitiría entender mejor las decisiones. Y sobre todo la comunidad científica (a toda y no sólo a los que asesoran las decisiones de las autoridades), para poder sacar sus conclusiones y aportar (palabra clave por aquello de que cuatro ojos ven mucho más que dos) sus propios argumentos, enriqueciendo el debate y dotándo esa futura toma de decisiones de un mayor rigor.

En el siglo XXI no es de recibo que cuando una decisión (desescalada) depende de ‘parámetros’ cuantificables (como ellos mismo dicen), la comunidad (los que sufrimos y cumplimos esta desescalada) no conozcamos ese ‘bruto’ de datos que nos permitiría entender mejor las decisiones. Y sobre todo a la comunidad científica

«Podrían ponerse de acuerdo el Gobierno y las CCAA y publicar los informes técnicos (tanto los de las CCAA como los del Gobierno) en la página del Ministerio de Sanidad para que la población este informada y para que expert@s en salud pública podamos analizarlos y compararlos?», pedía en un tuit en relación a la desescalada,la doctora Helena Legido-Quigley, profesora asociada en la Saw Swee Hock School Of Public Health de Sigapur y una de las expertas a las que han acudido algunos medios de comunicación. Algo tan sencillo y lógico como esto para el gran público y, al parecer, tan complicado y obtuso para los que nos gestionan. Al final, todos los datos se conocerán, y hacer lecturas interesadas es pan para hoy y hambre para el mañana del responsable que ordena el sesgo en la información, aparte de una enorme inutilidad (dato que tengo, dato que comparto). Mucho peor que no darlos, hacerlos públicos, es filtrar esos datos porque, además de restar credibilidad a los mismos, se puede producir el mismo sesgo (te los doy si…). Los gabinetes de comunicación hace tiempo que pienso que son más barreras que caminos para que discurra la información, al contrario que la causa que los originó: regular la relación entre los medios y las entidades, públicas o privadas para facilitar el acceso a la información habida cuenta de la gran cantidad de nuevos medios que se han creado, afortunadamente. Funciona más el ‘yo te digo lo que debes saber porque, o es eso o no es nada’. La torpeza del censor (parcial o total), sea quien sea, está en que, salvo en contadas ocasiones, al final todo se conoce, se sabe y se pone en conocimiento del gran público, como muchas veces se ha demostrado, quedando así retratado su responsable. Bajo el oscurantismo de negar los datos, siempre está el fácil argumento del que busca en la desinformación una excusa para justificar su gestión. Vale aquí, como conclusión, acudir al refranero: dime de que presumes y te diré de qué careces. Pues eso. Comunicación en (estado de…) alarma.

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