El conjuro

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Salió de la ducha envuelta en una toalla tapando aquella parte que la pasión deja suelta y libre, y que la vista enrojece bajo el manto de la timidez, como si el sexo y el deseo fuera con otra, no con ella. Despacio y con el pelo mojado y suelto, la mano en la toalla y la cara roja del sol, recoge su cazo mágico, lo levanta y lentamente va hacia el balcón. La persiana a media asta, como los días de duelo, tapando el sol que más tiempo nos ilumina. Sortea el muro de la persiana acuclillándose para evitar su impacto. A media vista, la observo. Se sienta, ladea sus rodillas desnudas sobre la silla, mantiene el velo de su toalla sobre su cuerpo desnudo, deja el brebaje. El conjuro llega. Comienza la Noche de San Juan.

Es mi primera noche sanjuanera, que la observo alerta, con la viveza de quien reza por dentro una pócima de contagio. Es la noche más mágica (dicen que la más corta no, pero en fin… a eso se llega o una mezcla de creencias y realidades). Es el solsticio de verano. En mi caso, el primer paso hacia un nuevo sabor de sensaciones: aquellas que provienen de quien te aporta alegría y magia y quien te ayuda a ver las cosas de una manera diferente. Quien te contagia de lo que emociona, emociona también. En un mundo tan polarizado, tan de hates y lovers, quiero creer que el conjuro es la simple presencia de aquello que nos ancla a la tierra, nos aleja de las estridencias, y nos recuerda que todavía hay esperanza en que la gente nos aceptemos con elegancia. Y en eso, el conjuro de una noche en la que me aportó su magia, es como un gran elixir. La vida. Seguimos.

Leía a Manuel Vicent escribir En la Noche de San Juan: A la caída de la tarde te preparas una copa, pones la música que te gusta, la que te recuerda los momentos más felicies, y si desde el fondo de la memoria, llegan lágrimas, te dices, no pasa nada, todo irá bien, todo va a ser como antes.

Todo irá bien es una frase que esconde deseo, dulzura y éxito. Todo irá bien es lo que has de guardar debajo del agua oscura de la mar, en cada una de las siete olas que, sin llegar a saber por qué, saltas con la esperanza de que pase algo que te vaya a asegurar que todo irá bien. Pero también, si alguien tiene que pronunciar esa frase es porque, tal vez, piensa que en algún momento alguna cosa no ha ido bien. Y como dice la mujer de el conjuro, no és precís (decirlo ni desearlo). Si es, es. Pero como la hoguera y el fuego y el agua, e incluso la luna llena abrazan la noche, nos permitimos hasta la licencia de desearnos con optimismo eso de que, si se cumplen nuestros deseos, todo irá bien. Aunque más nos valdría no tener que desearlo, sino caminar por la vía próxima, emotiva y empática, para tener que evitarla. Prefiero confiar en el conjuro.

La mujer del conjuro estira sus piernas, vuelve a sortear la persiana. Mantiene la mano en el pecho evitando que la toalla se descuelgue por su cuerpo. Me dirige una sonrisa y una mirada. No hace falta decir nada. Le observo, le sonrío. Y desaparece de mi presencia. Los espacios de los que acostumbramos a juntarnos, a sentirnos piel con piel, resultan tan enriquecedores… pienso en ese momento. El conjuro acalla al que siempre tiene una palabra, protege la tímida sonrisa del cuerpo desnudo cubierto, y nos pone en el camino de nuestra memoria para iniciar con el solsticio de verano un nuevo año o una nueva era o, simplemente, un nuevo día con el deseo de alargar lo máximo su influjo. No sé si la noche de San Juan es mágica o no. Lo que sí sé es que esta lo fue y que el conjuro tal vez haya hecho que juntar estas letras sea posible. Siempre bajo el influjo de aquella mujer que lo creó.

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Atrévete

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No sé por qué, últimamente, todo tiene a mi alrededor cierto poso de desasosiego, de coformismo. «A estas alturas, me conformo con no sufrir», me decía una persona el otro día. Observo mucha vida liviana, como si todo fuera relativo, por miedo a que lo absoluto nos envuelva en melancolía, en definitiva miedo a que el daño sea mayor que la satisfacción. Ni se sabe estar sólo, ni se apuesta por alguien. Simplemente, se bordea la soledad con una tenue presencia. Es como elegir colores de gama media, observar un arcoiris mate o escuchar músicas de ambiente sin letra.

Y sin embargo yo me encuentro en el proceso contrario. Me atrae decir claro lo que creo, pienso o siento. Vivo según mi propia voluntad (a excepción de los imponderables que no puedes elegir) porque siempre que hice cálculos, las matemáticas me enseñaron que la exactitud es poco aplicable a la vida, al menos a la mía. Si calculas, dudas, y si dudas, no actúas, te paras. Si te paras, tal vez vivas más tranquilo, sin contratiempos. Pero, si de vez en cuando, no agitas tus deseos, te mueres, aunque tu cuerpo siga en movimiento.

Vivamos intensamente porque no sabemos cuánto tiempo tendremos para elegir ir por el camino de los colores vivos o por el de la noche oscura. Dicen los que saben que han de tomar el camino del adiós que si hubieran sabido, hubieran vivido de otra manera. Claro, a final definido, insatisfacción por lo que has dejado de hacer y lo que te queda pendiente que a buen seguro no te dará tiempo a satisfacer. Y entonces te frustras porque el adiós no tiene elección. Y lo que pudiste elegir (vivir urgente) pasa a ser exprés. ¿De qué nos sirve vivir en colores de gama media, sin brillo?. Pongamos todo en la cazuela y el caldo saldrá rico. Y eso que nos llevaremos.

La vida de colores de baja gama es un manual del vivir sin grandes alardes pero también sin grandes emociones, como si nuestro miedo nos lleve, por experiencia, a concluir que no merece la pena arriesgarse. La base actual de los sentimientos nace de la racionalización de las emociones. Expresarlos es voluntario y se pueden exigir y dar. «Me has hecho pensar», me decía entre lágrimas una persona que acababa de conocer hace poco. Las lágrimas responden al momento que vivimos y el tiempo que nos queda. Insatisfacción porque muchas veces nos abandonamos para reflejarnos en otro. Confundimos compañía con sentimiento. Y claro nace algo que ni acompaña ni siente.

Porque, como dijo una vez un amigo mío, a la muerte, vamos solos, tanto si alguien está a nuestro lado, como si no. Decía mi abuelo a los 102 años que no hacía nada en esta vida. Pero yo sabía que, por su condición cristiana, no podía elegir el momento de irse. Ahora bien, sí aceleró para marchar porque tanto es no tener el tiempo suficiente para acabar tu libro, como haber escrito el final y esperar a que se publique. Vivió sus últimos días acompañado por la gente que le quería, pero a la muerte llegó sólo. Como todos.

Atreverse a vivir

La soledad asusta, y manejarse en ella es algo que se trabaja, se aprende y se construye con constancia. Pero la soledad, para no ser nociva, no puede nacer de la renuncia sino de la convicción. Si nace de la primera, provoca frustración. Si viene de la voluntad de querer y saber estar sólo, provoca sosiego y paz interna. La soledad urbana, por olvido, deprime. La soledad aceptada, reconforta. A mi no me da miedo estar solo sino sentirme solo porque no hay peor soledad que la que se vive en compañía. Y por eso es necesario atreverse a vivir, no con lo que nos aparta de la soledad pero nos llena de melancolía, sino con lo que nos emociona, lo que nos permite ponerle letra a nuestra canción.

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Emociones

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Corrió así, como un escalofrío que atravesaba todo su cuerpo. La piel erizada, con esa sensación que se va a desquebrajar, a cuartear. El frío se mezcla con el sofoco de una andanada de aire cálido, pero no de los que acarician la piel sino de los que la atraviesan hasta mezclarse con el escalofrío…

Llega un momento en la vida que la emoción pasa a estar en la parte alta de la pirámide de irrenunciables. La emoción lo mueve todo. Incontrolable, caprichosa, lo emotivo salva la aduana del cerebro y campa a sus anchas por nuestro cuerpo. Es fuente de energía, y creadora de todos los sentimientos que nos llegan, ya racionalizados. El amor, el temor, el dolor, el miedo… son todo emociones, que tratamos de controlar, casi por supervivencia.

Organizamos nuestra vida para que estas emociones se diluyan. Están, las buscamos como objetivo pero, cuando llegan, nos asustan, no podemos controlarlas, por temor a que nos dañen, por la desilusión tras la euforia. Es como la abstinencia tras el chute, ese excitador de emociones, enmascarador de miedos y vergüenzas y amigo del éxito de la sociabilidad. Cuando llegamos al amor, elegimos una de esas emociones que circulan por nuestra vida, todo está mucho más dirigido, conducido, controlado. El amor siempre lo delimitamos, lo encauzamos a través de la persona elegida, del momento y del trayecto a realizar.

Cada vez más, dejamos la emoción para algo externo a nosotros mismos. Cualquier pasión y deseo nos genera emociones, casi siempre no controladas; una peli, tu equipo /actor/peli favorito, una canción, un éxito, un libro, un poema… Ni siquiera las propias, ni incluso los sentimientos, los dejamos salir según nos llegan. Dicen que el amor que te genera un hijo es lo más próximo a la emoción más pura, a ese estado interno de sentimiento sin límites. Y creo que así es. De todas, la emoción del sentimiento hacia nuestros descendientes, a nuestros hijos, es el más fuerte, seguramente por instinto y porque no tenemos posibilidad de elegirlos. En cuanto podemos escoger, racionalizamos la emoción en forma de sentimiento controlado, en más o menos grado.

Recogemos el texto donde empezó, en el escalofrío, en la emoción que eriza la piel, que nos da vida, que nos permite sonreír sin querer, que nos endulza el carácter y nos eleva el ánimo. Cada vez mas, nos movemos menos por emociones y más por temores. No somos más infelices, sino que rebajamos la expectativa para generar una felicidad de gama media. Pero la tenemos. Aspiramos a la alta, pero como explicaba en Detalles, la gama media es válida si la conducción es suave y segura.

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Ombligos

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Lo digital nos ha traído formas de relacionarnos diferentes, con más información propia y, por tanto, subjetiva y, por tanto, poco fiable. Son los perfiles, aquellos textos en los que nos definimos profesional, personal o relacionalmente (páginas de citas de las que yo he participado, por cierto. Y seguro que muchos de vosotros aunque no lo digáis). En fin, seguimos: ¿Habéis hecho el ejercicio de leer perfiles? Si no lo habéis hecho, hacedlo. Es una lectura entretenida y una fuente inagotable de conocimiento léase co fina ironía, por favor) En muchas ocasiones (bueno, casi siempre), nos vemos como nos gustaría ser y no como somos. Antes de entrar en asuntos tinderianos u otros, me encanta la enorme capacidad de Linkedin de fabricar nuevos puestos de trabajo.. Por ejemplo, un gestor de desperdicios, que en la práctica no deja de ser un basurero, pero sólo que suena mejor (lo de oler…). Por poner un ejemplo de ombliguismo cargado de mercadotecnia (y si le ponemos un piercing ya ni te cuento), no por lograr un trabajo o un puesto mejor, sino por alimentar nuestro ego. «Si no lo conseguimos, que no quede por nosotros, que somos buenos», decimos.

En estos perfiles o en una cena de Navidad con cuñados o en cualquier quedada nos encontramos con el clásico yo ésto, yo lo otro, mi casa…, mi trabajo… mi coche… mi hándicap… o mis mil kilómetros de bici (para que no me acuséis de excluirme del mal del ombligo de oro.)… Y si ya salen los hijos, apaga y vámonos: tenemos Messis, Einsteins o Stevejobs a porrillo. Casi siempre, sacamos una versión casi angelical de nosotros (con los famosos correctores de tengo mis defectos, a pesar de mi carácter soy buena persona o eso dicen mis amigos) Y claro, pasa como en los anuncios. El detergente que saca la ropa más blanca, el perfume con que seducirás a quien te propongas, o la versión moderna de mercadotecnia vendiendo un estilo de vida, un momento único, una experiencia de cliente como el clásico anuncio de la cerveza Damm de cada verano. El primero fue con el paraíso de Formentera como reclamo de fiesta, paz, amor y lo que se os ocurra. Vamos, que te has pasado el mejor verano, has encontrado el amor de tu vida, o has ligado como siempre que viajas (fuera de casa es más fácil de contar)

«Me gusta viajar», dicen muchos/as cuando definen sus gustos. Claro, como a todos. ¿Cómo no? ¿O no?. Aquí pasa como en las ofertas de trabajo y el currículum: no me pongas lo que eres sino lo que has hecho. Y claro, no me pongas que te gusta viajar sino adónde has viajado. Porque igual puedo pensar que quieres viajar a partir de conocerme y, claro, puedo interpretar, que quieres viajar y que te invite. Vale también para ir de cena o tomar unas cervezas. «A mi me gusta que me inviten», me han llegado a decir. Y claro, insisto: como a todos. Pero ya te he dejado claro que, si quedamos, tu invitas. Aceptemos pulpo… O no. Pasemos al tema siguiente.

La ONS (y no es una ONG)…

Todo es a futuro. Quiero salir a bailar y si no bailas… Hago running, uno de los deportes de moda, y si no te gusta correr… Estamos al tanto de exigir al otro sin ponernos a pensar en lo que no exigimos a nosotros. Nos miramos el ombligo propio con poca autocrítica y mucha vehemencia. Al mismo tiempo, nos quejamos de que nadie quiere comprometerse y nadie quiere prometer ni prometerse nada. El día a día, nos hace cómodos. Y a la vez nos hace perder oportunidades. Yo, el primero, que conste. Por no hablar de los ONS -para los no iniciados… One Night Stand– Para entendernos, cita con sexo, pero sólo una. Aquí pasa como con los errores y su paternidad. Nadie las quiere (abstenerse ONS), pero todo el mundo acaba apuntándose. Por cierto, que la monogamia también queda muy bien en un perfil, y satanizar el poliamor ni te cuento.

Relaciones públicas…

Trata de estirar de la gente. Trata de organizar algo para un grupo. O para dos personas. Trata de ocuparte de algo que no sólo depende de ti -y eso que partimos de una principio claro: cuando alguien organiza algo, lo hace porque le apetece, quiere o, simplemente, le interesa- Al final, sale (o no) Y si sale, la rehostia. Nos damos cuenta q¡ue tras un convoy siempre existe la euforia del buen momento, de ese momento Damm en que, por unas horas, nos olvidamos de nuestros ombligos, de nuestros perfiles, de lo que hacemos o decimos, y nos dejamos llevar por el camino de la distracción y la desconexión al final feliz en que nos sentimos dichosos. «Hay que repetir», es la frase del millón. Por la mañana, con las rutinas, nos dejamos llevar por el mismo ombligo que tenemos desde la desconexión maternal, para alimentar nuestros hábitos, aquellos que nos dicen todos los días lo afortunados o desgraciados que somos. Y si no lo conseguimos, siempre podemos esperar a la cena de empresa de Navidad. Con un poco de suerte, hasta te la paga el jefe (cada vez menos)

No veáis en esto nada serio (por riguroso). Busco un espejo (sobre todo propio) en el que verme, pero con humor. Una especie de monólogo (ni de coña tengo capacidad para el chiste o el humor, pero lo intento), con el que pasar un rato entretenido y, por lo menos, echarse unas risas, que también hace menear nuestro ombligo, aunque de forma literal.

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Detalles

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Dice el diccionario que el detalle no es algo indispensable, no es algo que forme parte esencial de un objeto, de un concepto. Simplemente lo completa. Detalle en sentido de accesorio, como en los coches. Pero en la industria del automóvil lo indispensable marca el precio base, y los accesorios (los detalles), la calidad y, por tanto, las gama y el mayor precio. En la vida, el confort está en el estilo, en el pormenor, e el detalle. Está claro que podemos conducir con un coche pelado, sin demasiadas pijadas, pero también lo está el hecho de que hay pijadas que colman tu conducción, empezando por las más básicas (seguridad, frenos) y acabando por las que acomodan la experiencia de uso (wifi, navegador, cámaras de aparcamiento, pantallas táctiles, localizador, sistema de velocidad crucero, etc.). El placer de… conducir, en este caso. El placer de lo bien hecho.

En las relaciones interpersonales pasa lo mismo, y a todos los niveles. Leí el éxito de un buen jefe, además de su aptitud y valía, está en el hecho que sea buena persona. El buen jefe, la buena pareja, el buen hermano, la buena amiga, como pasa en la parábola del buen Samaritano. La importancia está en las obras que no dejen las acciones en simples palabras. Y, al contrario, los buenos detalles que pueden cobijar a obras, aunque estas no sean del todo buenas. Podemos entender las decisiones, buenas o malas de acuerdo a nuestros intereses, de acuerdo a una lógica de ponernos en el zapato del otro. Pero lo que nunca entenderemos es que a la razón lógica de la decisión, se le añada el enseñamiento de quien no cuida el detalle, por temor, por riesgo o, simplemente, porque tal vez entiende la injusticia o inoportunidad de sus decisiones. Es decir, que causa un daño no deseado pero también mal gestionado. Y pasa más de lo que creemos, y a todos los niveles.

Con el paso del tiempo, he dejado de discutir los hechos, las cosas, las decisiones. No sirve de nada. Y más ahora, en una situación de tanta polaridad ideológica y social. Ahora trato de entenderlas y, sobre todo, reclamar que la puesta en marcha de las mismas tengan, al menos, la humildad, la delicadeza y la diligencia del empoderado, de quien las toma, de quien tiene la capacidad de decidir en tu nombre (y en el suyo). Y ahí, creo, por naturaleza, los humanos nos perdemos en juicios y, sobre todo, prejuicios. Los primeros, cuando nos vemos en la lógica de la superioridad moral de tener la razón, y los segundos, cuando nos hacemos a la idea de aquello tan viejo de que cree el ladrón que todos son de su condición.

Si todos pensamos que sólo la razón (decisión, relación, etc) nos legitima para la toma de decisiones, independientemente de los pormenores que llevan a la misma, podemos reducir nuestra razón y, por consiguiente, tener muchas probabilidades de eliminar nuestra ventaja ética. Lo más importante de los detalles está en la bondad del que cree que hacer el bien cuesta muy poco y, como se definía el poeta Antonio Machado en su Retrato: «…y, más que un hombre al uso que sabe su doctrina, soy, en el buen sentido de la palabra, bueno» Y el detalle edulcora, reviste y hace la vida, como el coche, más placentera y confortable.

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El imprescindible coletero

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De la colección Amigas de baño, aparece ahora El Coletero, una versión estupendamente alegre de un complemento imprescindible en la logística de vida femenina, o eso creo. Sin coletero, no hay paraíso. Bueno, más bien, hay infierno. Y todo esto nace de una nueva aventura con mis amigas de #LaIndurain*

¿Dónde está mi coletero? Por Dios. Anoche lo dejé aquí y no lo encuentro. Yo no puedo salir así… (y eso que sólo tenemos que ir a desayunar al salón del hotel). «Mira cómo llevo el pelo», sigue exaltada. Yo miro con cara de susto y de sorpresa. Para un pelao como yo, la verdad, hay cosas que han pasado a la historia, a mi memoria infantil: uno es el champú y otro el cepillo. Pero claro, nunca caí en el coletero, ese gran complemento que ayuda, sobre todo, a salir de una apuro («y yo con estos pelos…») y que tiene un gran sentido de la utilidad (disimula un pelo sucio, un mal peinado o, simplemente, una noche movida, además de oxigenar la temperatura corporal en los días más calurosos).

Es tanto, que su ausencia crea coleteros improvisados, como un bolígrafo o un lápiz, haciendo las veces de utensilio para recoger el molesto cabello. Vamos, que se ha convertido en un imprescindible, pero no sabía hasta qué punto hasta que he podido convivir con ellas de una forma amigable. Insisto, cuando una mujer se mete en tu cama, en el fondo, deja de ser algo de ella misma (supongo que a nosotros nos pasa igual), y aparece en toda su extensión la auténtica mujer: es más ella, más genuina, más sincera y más intensa. Te ríes, y buscas el preciado coletero.

El coletero es otro elemento más de la divinidad femenina. Y, ojo, que me encanta, que la coleta es diversidad, casi siempre clase, libera el cuello, suele afinar la cara y, a mi entender, tiene un marcado punto excitante y sensual. Mucho, diría yo. Pero, como os decía al inicio, es un elemento imprescindible y casi excluyente de esa logística femenina que pasa por controlarlo todo, incluidos los pelos. Y me explico. Por ejemplo, yo puedo hacer un directo en televisión, improvisar acudir a una cena de trabajo a última hora o hacer una visita informal a alguien sin pensarlo mucho y sin ningún problema. Con el desodorante que tienes en el coche, y pasar la mano por la camisa para estirar las arrugas del suéter o la camisa, suficiente. Podríamos resumir así cuando, de forma improvisada, invitas a una amiga a un evento, cena o quedada:

-«No te había dicho nada, pero vamos a cenar. Si eso, luego, si te apetece, te pasas», le dices

– «No sé, será tarde… tal vez otro día», decía a modo de excusa.

-«Venga, va, no seas así… ¡Qué va! Vienes y te tomas una copa nosotros y nos echamos unas risas»

«Pero si no voy arreglada ni nada. Mira cómo voy vestida, además con estos pelos…», agrega para justificar su más que segura ausencia.

-Bueno, si te apetece, allí estaremos. Llámame», le dices, teniendo muy claro que no va a aparecer.

A ver: vas vestida -generalmente mucho mejor que nosotros, los hombres, sea cual sea el contexto-, puedes maquillarte en un momento y, lo último, puedes encontrar el aliado en tu coletero, si no te has lavado el pelo, si lo tienes un poco tirante o, si simplemente, no lo puedes domar. Además, una amiga mía siempre me cuenta: «como dice mi abuela, un poco de xoriset (rojo chorizo) en los labios, y todo arreglado». Esto es, que es más fácil que lo que parece desde dentro. Y que no deja tener su miga. El tapón abierto del gel y del champú es casi una anécdota en la delirante descripción humorística y crítica que las mujeres hacen de los hombres, si la comparamos con el coletero. Su ausencia (o pérdida) amenaza con amargarte el día -léase con una gran carcajada, por favor.

El coletero nació en los ochenta, se puso de moda en los noventa. Ilustres como Madonna o Hillary Clinton han sido abanderadas de la coleta en la batalla por defender que el glamour no sólo exige melena suelta al viento. De hecho, los recogidos de celebraciones (las famosas BBC -bodas, bautizos y comuniones), responden a eso. Bien entendido, el coletero ya es un elemento snob y de distinción. Benditos coleteros.

Eso sí, hay historias que desmitifican la estética y ponen atención en la utilidad. Así surgió, el coletero en espiral el 2011. Producto de una noche de fiesta y, como siempre, una metáfora del llamado recurso de la nevera vacía de los cocineros. El mejor cocinero no es el que planifica y elabora el menú más suculento, sino el que hace el mejor plato con los ingredientes que tiene en la nevera. Pues con el coletero en espiral pasó igual. Una noche de fiesta, un olvido (el coletero), y un gadget en desuso como un teléfono fijo. De ahí surgió, el improvisado coletero en espiral, que se convirtió en un gran negocio, por su patente. La protagonista, Sophie Trelles-Tvede, una estudiante universitaria que acudió a una fiesta, se hizo un coletero con el cable de un viejo teléfono de pared, y cuando despertó sintió un dolor de cabeza, pero no de sus cabellos alborotados o recogidos, sino de una resaca de gintonic. Es más, su pelo, amaneció perfecto. Y como todas las grandes ideas, nacen de errores, olvidos o ausencias. La necesidad fomenta la creatividad y el ingenio.

En el origen (también la pianista que improvisó un coletero de tela antes de una actuación, y que motivó que las grandes marcas se lanzaran también a crear diseños top de coleteros para todo tipo de contextos: más serio, más elegante, más casual, etc), fue la utilidad la que sacó el coletero del anonimato. Luego llegó el glamour.

Coletas de padre…

Ahondando un poco en mi memoria, yo también he pecado con los coleteros. También era un imprescindible cuando tenía que peinar a mi hija, hasta que ella aprendió a hacerlo. Era una aventura diaria: primero que saliera recto, después que todo estuviera en el sitio, que no hubiera pelos entre las vueltas que le das a la goma hasta que aprieta. Si te pasas de apretar, duele. Y lo peor de todo: «siempre, siempre, siempre… tenías que escuchar a la mamá de turno decir: ¿esa coleta se la has hecho tu, no? Pregunta que no respondía a una sorpresa positiva («¡mira qué padre más apañao!, si sabe a hacer coletas), sino más bien todo lo contrario («cómo se nota que esa coleta se la ha hecho el padre…») Y así era. Hicieras lo que hicieras, o eras peluquero o tenías un gusto y una maña especial por los coleteros (que hombres, por supuesto, haberlos, lógicamente, también los había) o quedabas señalado por tu torpeza a la hora de hacer la coleta (si hablamos de trenzas, ya ni contamos). Si, años después, vives la tragedia de no encontrar tu coletero, entiendes bastantes más cosas de cómo se ven las cosas desde fuera y cómo se ven y, sobre todo, se viven, desde dentro. Bendito e imprescindible coletero.

*Gracias a Ruth y a Helen, por admitir pulpo como animal de compañía, y por compartir esos momentos tan divertidos conmigo en el Campus Women Bike Costa Blanca. Un placer, como siempre. 
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El hechizo de (La) Induráin

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Pamplona es una ciudad de contrastes: tranquila, limpia y educada durante todo el año; bulliciosa, anárquica y festiva durante una semana. El influjo de San Fermín hace diferente la ciudad. Orson Welles decidió que la Pamplona de pañuelo rojo y pantalón blanco pasara a ser parte de su legado, inmenso en la historia de Hollywood. Su Ciudadano Kane fue su punto más alto. Campanadas a medianoche, el referente a una ciudad transformada, que hace de una plaza pequeña, un escenario multitudinario y de una calle estrecha, el mito: Estafeta.

En 1985, año en el que nos dejó Wells, Miguel Indurain fue líder de la Vuelta a España durante cuatro etapas, el más joven en la historia de la ronda, que es la única grande que curiosamente no ganó. Miguelón es de Villaba, pegada a Pamplona, ciudad que respira ciclismo porque La Indurain recoge el legado de uno de sus más ilustres nombres. Desde que llegas a la capital navarra, respiras esa emoción que te lleva a soñar. Por estas carreteras, Miguel Indurain fabricó con fortaleza sus cinco Tour de Francia y sus dos Giro di Italia, trofeos que engalanan la Feria del Corredor de Villaba, donde los Indurain dan nombre al Pabellón municipal, centro de operaciones de la prueba.

Women bike…

Mi estreno en La Indurain fue además especial. Profesionalmente he podido comprobar la potencia y capacidad del deporte femenino. Pero esta vez, lo he vivido desde dentro. Y os digo: es mucho más de lo que se ve desde fuera. Lejos de las etiquetas, las women bike son de otra pasta. No sólo luchan por hacerse hueco a codazos en el pelotón de ciclistas y cicloturistas sino que lo hacen con una voluntad, ambición y competitividad imperturbables. Ha sido un experiencia magnífica compartir carretera con ellas. Y en lo personal. Ruth, Helen i Belén me ha hecho sentirme como en casa, como si nos conociéramos de toda la vida. La carretera nos ha unido para siempre, y Pamplona ha sido la quedada que ha forjado una amistad a prueba de pedaladas… Gracias

Navarra en bici

Salimos pronto de la residencia en que dormimos. Eran las 7. A las 8 era la salida a 4 kilómetros, en Villaba. Decidimos no arriesgar. Llegando a la salida, desayunamos. Alli encontramos otro aventurero, un valenciano curiosamente. Nosotros, llegados cada uno de un lugar, presumimos de grupo. Somos amigas (ellas eran tres, y la democracia lingüística me lleva a integrarme en su género), y así llegamos a la salida. Nervios. Sabíamos la hoja de ruta: yo era la rueda a seguir de Elena; Ruth iba por libre con el estopaniano «conociendo a la peña, invitando a cañas» y dejando que su dorsal (1206) luciera desde el anonimato hasta el señuelo de una empatía que batió el anonimato que a los ciclistas nos provoca el casco y las gafas. Y me falta Belén, mi compañera de viaje, quien convertió la Indurain en un pequeño thriller de su vida: superar con una voluntad de hierro cualquier adversidad. Una vez más. Tremenda. Su cabeza pasó de asumir sesenta kilómetros a querer recorrer cien, sin riesgo a acabar disuelta en la carretera. Brutal. Llegó y, como siempre, con una enorme sonrisa en la cara. La Jelen fue otra cosa: aguantó mi impulsiva forma de pedalear y me permitió disfrutar la ruta. En ciclismo es básico guardar. Y ella me ayudó a enseñar y salvar mi rueda trasera y, de paso, disfrutar de mi alma gregaria.

Mi Indurain

Nada más salir mis piernas me hablaban y me decían: haz lo que quieras. Aguantamos. En mi vida, el compromiso es incuestionable. Y ser la rueda de Helen fue mi Indurain. Como os decía, tengo gen de gregario, rodador. Mi forma de ir en bici es también una alegoría de mi vida: disfrutar dándolo todo y disfrutar llevando al límite mis fuerzas. No quiero ganar a nadie, sinó vencerme a mi mismo. Subidas, descensos, llanos… siempre disfrutando de esos valles, de esos parajes verdes, coquetos pueblos del norte de Pamplona, de la Navarra que se confunde con sus vecinos vascos, la hoja que completa el lauburu. El paraje te envuelve, las gentes de los pueblos miman tus oídos con sus ánimos, y la carretera dicta tu propia lucha: una parte de tu afición al ciclismo es el culto a ti mismo, el silencio con tu propio esfuerzo, el diván de reflexión de tus debilidades. Cada una de nosotras llevó a Pamplona sus problemas, sus miedos y sus imperfecciones. Pamplona, la bici, la amistad, que arrancaba en la ciudad de uno de los grandes de la historia del ciclismo, hicieron el resto. La magia de Wells llevando a San Fermín del altar divino al de la gran pantalla, la transformamos gracias a Miguelón, corriendo por donde preparó su gran palmarés, y paseando por la ciudad del pantalón blanco y el pañuelo rojo que nos llevó a cantar, celebrar y bailar hasta bien entrada la madrugada. La Indurain nos ha hechizado. Volveremos.

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Como niños

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Son las tres de la madrugada, no ha sonado el despertador. Calor, pero menos. A las 3.50, arriba. Vueltas y repaso de todo. Vuelo, viaje, documentación… Siempre se olvida algo (pantalón corto, que se sepa) Es raro pensar en salir sin tu cabra. Sensación extraña. Es como una infidelidad. «Lo has preparado conmigo, y no me llevas», parece decir. Nervioso como un niño….

Cuatro y cuarto, puntual como un reloj llegan los Jerez, padre e hijo, avanzadilla de un ECM que se parte para dejar su sello en los Alpes, como antes lo había dejado en Pirineos. El sueño de la cara y de la felicidad. Camino del aeropuerto, Valencia duerme. Algún que otro repartidor y poco más… Cuando el día empiece a desperezarse, nos veremos en Bérgamo, a dos horas del paraíso, a dos horas del Stelvio, el Gavia y el Mortitolo, colosos en donde los más grandes ciclistas de la historia han escrito sus historias más heroicas. Indurain, Pantani, Chiapucci… Con Fausto Coppi a la cabeza, el italiano que da nombre a la cima más alta del Giro.

Vuelo limpio y rápido, nos saluda Milán nublado, como queriendo llorar. El paisaje ha cambiado. El norte de Italia es como un trocito de Asturias o de Euskadi. Fina lluvia, para viajar de Lecco a Tirano, camino de Bormio. El Lago, inmenso, nos hace de anfitrión. Los trenes, últimos obstáculos. Lo que has esperado tiempo, toma forma. En Bellano, la parada más larga. En Tirano nos espera un bus hasta Bormio. Llueve más y mejor. Los Dolomitas se van erigiendo majestuosos. Todo es excitante. Quienes conocéis el elixir del pedaleo sabéis a lo que me refiero. El vicio toma forma de cabra, tu cabra, la que te acompaña con lealtad…

SUENA EL TREN

Suena el tren, las vías se dejan llevar hacia el infinito. El humano ha humanizado las zonas de montaña con largos túneles pegados al Lago. Es tan inmensa su forma de uve que casi no se acaba nunca. La vida en blanco y negro. El blanco calizo de las vistas al lago, el negro de la oscuridad de las guaridas por donde el tren se deja llevar. Estamos impacientes por llegar, coger las bicis y rodar. Pero tocará esperae. Primero, esperar a que la lluvia adelgace. Después, disfrutar de lo que nos ofrece la versión alpina italiana, llamada Dolomita. Su tamaño, en el cara a cara, ya impresiona. Qué ganas!!! «Tú escrius, jo pense en la cervessa que s’anem a fer»… Hay tiempo, Roque, hay tiempo. Risas.

Llegada a Bormio. Empieza la aventura. Hay mono de bici. Pero no hay tregua… Hasta que salga el sol, descanso activo. Y muchas ganas. Primera etapa. El mítico Gavia, pero eso será el próximo episodio

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Ellas solas

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Virginia Nicholson escribió* sobre una generación de mujeres a las que la Primera Guerra Mundial les había dejado solas ante una vida destinada a la familia. Las bajas masculinas de la guerra dejó huérfanos, pero también a las dos millones de mujeres que tuvieron que mirar hacia adelante sin un hombre cerca, porque no había. «Pobre si no quiso casarse, mala si no quiso», era el alegato no escrito pero sí real de la época, que ha sido el caldo de cultivo para la actual, tal y como se relata en Acprensa

Nuestra generación ha cambiando la noche por el tardeo, entre otros muchos logros. Ahora, las mujeres salen de fiesta en grupo o viajan solas o con amigas… o incluso amigos. Observo que las mujeres se han quitado (afortunada y definitivamente) algunos de sus muchos complejos, algunos que han tenido y otros que les han venido inducidos a lo largo de la historia: a viajar solas, a salir de fiesta, a no renunciar a su entorno… sea cual sea su condición o estado civil. Eso sí, hablo desde la heterosexualidad. No tengo ni idea de estos roles en la forma de relacionarse en otros casos de condición sexual.

Seguramente, ahora mismo, observo más ese concepto de necesidad de pareja en nosotros, los hombres. La mayoría siguen equilibrando lo propio con lo familiar. Aquello de que, aunque la policía de casa te de permiso para llegar tarde, para salir con amigotes, para viajar, para practicar tu deporte/hobby favorito aún a costa de la vida familiar, has de estar. Y quieres estar. «Me compensa». Es como si el hombre necesitara la estabilidad emocional para construir su vida. Observo que en los hombres, nuestro rol de hombre, se nos ha quedado obsoleto. Las mujeres progresan. Sin tregua. Y, también afortunadamente, lo hacen mucho más allá del formato cerrado del feminismo oficial.

Mujer en grupo

Este verano coincido de viaje con un grupo de mujeres. Desconozco la situación sentimental de todas y cada una de ellas (ni me importa). Sí sé que viajan solas y que se juntan. En algunos casos, como yo, en destino. Sin más ligazón que la referencia de alguien que te comentó: «Vienes a…?). Y no es la única vez. Mi entorno cercano de amigos es ahora menos grupal, contrariamente a lo que había sucedido históricamente. El timing del ocio masculino es en pareja. Hay situaciones concretas grupales. Pero, en general, observo que el hombre se mueve peor en la soltería. Y la mujer ha aprendido a huir de los apetitosos machos alfa pero con un peaje afectivo que, a la larga, las penaliza. Parece que la mujer se ha quitado la careta y ha tomado para sí el rol grupal hasta la fecha ligado a los hombres. Al final, las cuadrillas (fiestas y demás grupos) siempre habían sido masculinas. Y ahora, veo más grupos de mujeres que comparten el día día de su ocio, que de hombres, que somos más solitarios.

Viajar solas

Tacones viajeros es una red social digital para mujeres que, desde la soledad, quieren viajar pero no se atreven. «Viajes en los que dedicamos tiempo para nosotras, sin las prisas de nuestra vida cotidiana, desafiando nuestros límites y miedos y desconectando lo máximo posible», dice en su web. Desde mujeres casadas que no viajan en familia, como de cualquier tipo de soltería. Las quedadas de mujeres para hacer el deporte que te gusta también están muy en boga. Dicen en Mundokos que el 85% de los viajeros solitarios son mujeres, citando a Overseas Adventure Travel, un portal de viajes con un aparado para experiencia de mujeres en solitario (The Solo Women Experience). El perfil no es sólo el de mujeres sin pareja que quieran viajar, sino de mujeres que quieren mantener su propia hoja de ruta, independientemente de su estado civil, o similares.

Los datos ahí están. La observación, el análisis y el intercambio de ideas me llevan a reflexionar y pensar que la mujer ha tomado el testigo de parte de la vida grupal. Ahora no sólo la potencian, sino que la sienten como suya. Antes, muchas mujeres renunciaban a su entorno y se instalaban en el del hombre, a veces por necesidad ya que solían elegir al sitio de origen del hombre. Eran ellas las que se adaptaban, las que desligaban su pasado para construir su futuro. Y ahora es una delicia poder encontrar mujeres con su propio discurso vital, sin necesidad de renunciar a lo más importante de lo que les gusta y también sin renunciar a compartir su vida con alguien.

El nuevo discurso vital femenino provoca inseguridad masculina, otrora el número uno de los objetivos de una mujer en pareja. Las mujeres siguen teniendo la misma presión social para vivir en pareja. Aquello tan rancio de: Y tú no tienes pareja? Pero se van soltando. Ahora (y vuelve a ser una percepción personal), somos los hombres los que, tal vez, vivimos con esa etiqueta, pero no externa sino interna. Somos nosotros los que nos autoimponemos ese objetivo. Al argumento sexual de necesidad masculina por vivir en pareja, está el resto. Los hombres nos desordenamos más y dejamos salir nuestro instinto. El hombre en soltería es sinónimo de ligón, admirado, idolatrado y envidiado por todos su amigotes, Haces lo que te da la gana. No deja de ser una eterna y equivocada creencia utópica, propia del éxito tribal. Una figura (ligona) que también empieza a cuajar en el entorno social y grupal de las mujeres. Ellas solas, consigo mismas.

*Ellas solas. Un mundo sin hombres tras la gran guerra

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