Decisiones

Decisiones, Reflexiones en confinamiento. De Perfil
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«Lo que puede parecer resistencia suele ser falta de claridad» (Switch, 2011/ Dan Heath y Chip Heat)

A mi hija, de 17 años, le digo siempre: lo más difícil en la vida es tomar una decisión, sea la que sea. Pero, la que tomes, has de ser consciente de una máxima: ‘toda decisión tiene unas consecuencias que has de asumir’. Y en esas estamos, la mejor decisión. ¿Cuál es? ¿Qué ha de tener una decisión, más allá de ser buena o mala? El proceso influye en la toma de decisiones, sin lugar a dudas. La información, también. Y el análisis de la misma, también. Ahora bien, el exceso de análisis nos puede llevar a tomar decisiones ‘no buenas’. Casi siempre, el resultado del análisis nos lleva sólo a intentar resolver los problemas (los niños no salen) y no nos deja fijarnos en lo que sí funciona (los niños se han adaptado bien al confinamiento y piden más estar con sus amigos que salir). A veces, las excepciones (pequeñas soluciones) permiten tomar decisiones a grandes problemas. Trataré, brevemente, de responder y responderme a mí mismo sobre ésto en esta sexta entrega de Reflexiones en confinamiento. Estamos en un momento en que todo el mundo decide, pero a posteriori (más bien juzga las decisiones de otros) Ahora, ya os avanzo: no habrá juicio. El ‘ya te lo dije…’ no me sirve. El análisis de la decisión y el contexto de la misma es el objeto de esta reflexión.

Vuelvo a la frase de inicio. Los cambios (y los generados por el Covid-19 lo son y de qué manera) siempre tienen un elemento disruptivo, algo se rompe en relación con la anterior. Los gobiernos (en general) están tomando decisiones en función de escenarios nuevos y desconocidos. Están improvisando. Todos lo están haciendo. Nadie tiene la fórmula. El escenario de equilibrio es absoluto: salud, supervivencia, resistencia en situación difícil, miedo, realidad económica, futuro, etc. No cabe duda: es un problema de grandes dimensiones. Todo ello se conjuga en la toma de decisiones. Pero lo que no puede tener quien toma una decisión es miedo. La decisión ha de ser clara y concisa. Por ejemplo, cuando nos dijeron que no podíamos salir a la calle, más que ir a comprar o a la farmacia, todos la entendimos. Nadie se engañó, con excepciones, cumplimos todos. Cuando nos recomendaron que teníamos que reducir los contactos, casi nadie hizo caso, en espera de la prohibición.

«Lo que puede parecer resistencia, suele ser falta de claridad». Y en la decisión (sobre todo a gran escala y que afecta a una parte o toda la población), la mayor falta de claridad es la recomendación. Hay que acotar el cambio. Y lo que es más importante: la gente agradece la ‘no duda’. Una orden, publicada en un boletín oficial que sugiera muchas dudas (y, por tanto, aclaraciones), no es una buena orden. Y eso es algo que está pasando de forma habitual.

Lo que puede parecer resistencia, suele ser falta de claridad. Y en la decisión sobre un gran problema, la mayor falta de claridad es la recomendación. Hay que acotar el cambio. Y lo que es más importante: la gente agradece la ‘no duda’. Una norma que sugiera muchas preguntas, es una mala norma. Para eso, casi es mejor la ‘no norma’

La ambigüedad es el enemigo

Primero fue ‘acompañar a los adultos a comprar’. Después, salidas controladas geográficamente (1 kilómetro) y en el tiempo (1 hora). Sin más. Tres niños por adulto, casos particulares a las familias numerosas, centros de menores, etc… La idea de inicio (decisión), salidas controladas. Ese es el objetivo. La recomendación: ‘cumplir las normas»: ‘apelamos a la responsabilidad de los padres’. Y eso está muy bien, en teoría. No sólo gestionamos, sino que lo hacemos con pretensión de educar. Y eso se puede (y se debe hacer) en laboratorios como pueden ser los colegios, con talleres dirigidos a lograr un objetivo, esto es, en pruebas piloto. Pero la realidad exige otra cosa. «Cualquier cambio exitoso requiere la traducción de objetivos ambiguos en comportamientos concretos», destacan los autores de la versión en castellano de Switch (‘Cambia el chip‘). Da seguridad a la medida, que a priori puede parecer buena (los niños necesitan oxigenarse). Establece turnos, ordena (va a ser importantísimo en el desconfinamiento), modula. De 9 de la mañana a 9 de la noche, un kilómetro. Demasiado laxa. No abres los columpios, pero sí los parques, lugares para que el personal se concentre (foto de un parque de una ciudad de España). Los niños no han pedido salir. Han sido más los padres los que han pedido que sus hijos salgan. Los niños, algunos, sentirán cierto miedo. Los niños verán cómo salir no es tan divertido y, además, verán cómo después deberán pasar un protocolo de desinfección e higiene molesto. ¿Los niños deben salir? Sí, pero tal vez más agradezcan una visita controlada a un amigo, en casa, reduciendo el contacto a un vis-a-vis. Es un ejemplo. Socialización, sí; algarabía, como se ha montado en las primeras horas de la norma, no. Lo hacen de forma natural cuando se encuentran en un contexto conocido, como por ejemplo es el colegio (y ahí, incluso, les cuesta). Nosotros, lo complicamos más. ¿Que no es fácil fijar un reglamento de salidas para niños? Claro que no. Mi opinión (y es intrascendente en el análisis) es que, llegados a este punto, mejor esperar al final del estado de alarma y tomar esta decisión dentro de un escenario diferente. A la gente, que los niños puedan salir, le suena a que la cosa va mejor pero nos mantienen encerrados en casa. Y se entiende menos y cuesta más de digerir. Pero cuando se quiere contentar a tantos sectores (oposición, padres, niños, personal sanitario, expertos epidemiólogos, etc), la solución suele pecar de eso: de indefinición (¿qué se pretende?) Y, aunque esperemos que no, esta decisión nos hace temer a muchos dudas sobre si podremos alcanzar el objetivo que nos ha dejado en casa ya más de 40 días: contener la pandemia y su rápida progresión. Veremos.

Con la salida de los niños a la calle, el mensaje del confinamiento se ha transformado sin abandonar el estado de alarma. Y ésa es una muy mala noticia

Cierto es que la crítica (ya lo he repetido muchas veces) se mueve por canales que caminan en paralelo, nunca se juntan, no hay consenso. Como tampoco hay ninguna norma que tenga el beneplácito de todos. Pero eso no es lo que se pretende. El objetivo de una norma es cambiar algo con el menor número de efectos secundarios. Lo veremos en las cifras. Lo que sí está claro es que, con la salida de los niños, la imagen y el mensaje del confinamiento se ha transformado sin abandonar el estado de alarma. Y ésa es una muy mala noticia.

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Bulos

Bulos. Reflexiones en confinamiento. Fake News
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Reflexiones del confinamiento. Semana 5

Reconozco que es algo muy personal. Mi relación con la mentira es traumática, no la soporto. Ni la piadosa ni la obstinada, ni la malintencionada. Ninguna. Probablemente, porque no se me da nada bien mentir, porque voy corto de preparación para interpretar. O, simplemente porque, culturalmente, la mentira siempre ha estado en la punta de la pirámide de mi comportamiento como persona, mi ética vital. Y a veces, me toca pagar un precio excesivo: o entras en el juego o te quedas fuera. Ingenuidad.

Pero, en fin, como está ahora de moda decir: tolerancia cero con la mentira. ¿Por qué? Pues porque, la ‘mentira’, sea de la clase que sea, crea inseguridad: no sabes a qué atenerte. Las hay de todos los tipos, la mentiras piadosas, las medias mentiras, en sentido positivo, las medias verdades. Cierto es que, cuando estudiaba en periodismo, ya nos decían: la verdad absoluta no existe. De ahí que mi relación con la mentira sea, si cabe, mucho más agónica todavía. Por eso, ahora digo: es mi verdad, la que trato de argumentar. La deontología y la ética personal, nos deben llevar siempre a buscarla. La verdad es reputación, credibilidad. La mentira es engaño, farsa, bulo… esos que unos y otros se encargan de combatir y que unos y otros practican como equilibristas ideológicos.

El confinamiento, el estado de alarma y la dolorosa sangría provocada por una pandemia letal y que provoca tanto sufrimiento presente y futuro, con un incierto porvenir vital, ha potenciado la proliferación de las llamadas fake news o bulos, todos ellos interesados y propagados a través de ese gran ente contagioso como son las redes sociales. Nada nuevo, más allá de la propia pérdida de credibilidad de aquél que las usaba (como yo) para informar y estar informado. Empiezo a perder interés, y como yo, muchos, en alimentar a estas plataformas, de cuya utilidad no dudo, pero sí de su uso: probablemente, tendrán que exigir que quien escriba o las utilice, salga del anonimato, sino están destinadas a desparecer o, perder protagonismo. Es por ello que las compañías propietarias de las redes sociales se intentan proteger, aún a riesgo de que las acusen de censura. Al final, la mentira y quien hace de ella su modo de actuación, lo acaba infectando todo. En la comunicación, el Covid-19 de este tiempo de incertidumbre y de odio permanente que vemos en las redes, se llama bulo. Eliminarlo es imposible, está en la misma esencia del ser humano. Todo vale para conseguir tu objetivo. Para mí, no. El nuevo cometido del periodismo, en mi opinión, tiene que estar en filtrar, depurar, jerarquizar y trasladar la información y la opinión más veraz. Para ello (y esto es lo difícil), el periodismo debe aislarse de los elementos que lo distorsionan, como son los lobbies que alientan estos bulos con determinados objetivos. Y muchos usuarios que, utilizados y decantados, se dejan llevar por los likes.

Los bulos no tienen padrinos ni autores, pero todos los censuran -cuando son los de los otros. El bulo es un elemento distorsionador siempre, y en momentos de crisis, más. La mal llamada transparencia es, como la objetividad periodística, un deseo, una pretensión. Cuando uno presume o habla de garantizar la transparencia es porque sabe que no la tiene. Todo el mundo (y más el estado, los gobiernos que los regentan y toda la sociedad) considera que hay cosas ‘que no se debe saber’. Y, seguramente, será así. Pero, mientras eso sea así y no exijamos tener la máxima información, no podremos exigir a nadie (ni siquiera a nuestros gobernantes) que no mientan o que no falseen la realidad con medias, piadosas o benignas mentiras con las que, dicen, nos endulzan nuestra existencia. El bulo hace que la gente desconecte, se desinterese, no escuche a aquellos (otra vez los bandos) que, a uno y otro lado, se tiran sus mentiras a la cabeza, con el ‘y tú más…». Ha dicho el presidente de Extremadura, Guillermo Fernández Vara, que esta crisis del ‘coronavirus’ se va a llevar por delante a toda la clase política de España, que tendrá que tomar decisiones bravas y duras. El bulo es el Covid-19 de la clase política, porque provoca el confinamiento voluntario de la sociedad respecto de quienes gobiernan. Y esa desconexión siempre es grave porque puede aparecer alguien que se aproveche del desaguisado para lograr su objetivo: poder. Y ahí, en esa batalla, vamos a perder todos. No dejemos que los que más ladran se lleven ese botín.

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Fotogramas del confinamiento

Fotogramas del confinamiento. Covid_19
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«Pasé varios días sumergido en ese silencio espeso, que no me resultó en absoluto desagradable. Era una calma pura que no conectaba con nada, y tuve la impresión de que ponía fin a toda una serie de acontecimientos. Eso es. Era el tipo de silencio que se hacía cuando algo importante finalizaba» (Haruki Murakami, La muerte del comendador 2)

Reflexiones del confinamiento. Semana 4

«Quietud frente a lo frenético», parte del titular de un magnífico artículo de Mar Abad en Yorokobu. Muy recomendable. La inmediatez, el pánico a la rutina. Todo muy de usar y tirar, todo hay que hacerlo ya, todo es salir, estar con…, todo es conexión. Pero curiosamente y muchas veces para no decir nada, para mirar cada uno nuestro smartphone, para convertirnos en la multipantalla del silencio. Somos parte de las generaciones más conectadas, más activas, más sociales y que menos nos comunicamos. Leed el artículo.

Al otro lado del frenesí, de la tensión, del dolor de las UCI y del enorme trabajo en silencio de nuestros sanitarios, está la soledad o, en otros casos, el aislamiento social del confinamiento. Ese #QuédateEnCasa, al que muchos se resisten (los menos), de forma nada solidaria e imprudente. Pero, hay que recordar siempre que el gran dolor, la dureza de este virus no está en no salir de casa, por supuesto. La dureza está en todos los que ya no están y los que no estarán. Ese siempre será el principal drama, el fotograma esencial de esta crónica. La llegada del virus y del confinamiento, ha sido, en muchos casos, un golpe duro y moralmente demoledor, por novedoso e inesperado: silencio de los que han perdido a alguien, y silencio de los que nos confinamos solidariamente para que no haya más ausencias. Y en todas las situaciones, hemos pasado de vivir al día a tener tiempo, aprender a pensar, a reflexionar. Cuánta gente ha dicho estos días haber tenido tiempo para reencontrarse con otras cosas, con ellos mismos, con sus cosas.

La inmediatez, el pánico a la rutina. Todo muy de usar y tirar, todo hay que hacerlo ya, todo es salir, estar con…, todo es conexión. Pero curiosamente y muchas veces para no decir nada, para mirar cada uno nuestro smartphone, para convertirnos en la multipantalla del silencio. Somos parte de las generaciones más conectadas, más activas, más sociales y que menos nos comunicamos.

Leo a Murakami desde hace tiempo. No sé si todos su libros, pero sí muchos ya los he leído (con ganas de hacer una segunda lectura, algo que, por cierto, no suelo hacer). Una literatura ágil, de historias bien contadas, descripciones con mucha profundidad, pero sobre todo, una capacidad enorme de decir cómo y qué sienten los personajes al segundo. Sus novelas suelen venir plagadas de personajes enigmáticos, muy reflexivos, no convencionales… Sus historias suelen ser de suspense, ligando lo real y lo fantástico. Puede describir hasta el más mínimo detalle de realismo -recrearse en cómo una persona se levanta, desayuna y se va a trabajar, y qué piensa y por qué decide hacer algo, en definitiva qué se le pasa por la cabeza- y justo después, narrar con emoción una escena increíble, plagada de imaginación. Personajes, muchos de ellos con alguna tara (física o social…), son los que protagonizan sus historias. Y otra circunstancia que me ha impactado desde que le sigo: siempre un agujero, un sitio cerrado que aparece como un refugio o un castigo, un accidente o, simplemente, un sitio por donde ver el mundo, por donde observar de una manera calmada, hasta desesperante diría yo, la imposibilidad de cambiar de sitio y de observar las cosas desde otro prisma. La suya es casi una necesidad de aislarse de todo, para dar cuenta de lo mejor que tiene uno mismo: su capacidad de reflexionar a través de un fotograma, el que se ve desde un pozo, un agujero en el suelo, la oscuridad de una cueva con un hilo de luz al final, o por la rendija de una puerta. En ‘El Comendador’ hay un poco de todo eso. Al final, ese era una calma pura que no conectaba con nada… es el que da sentido a todo. Precisamente, nuestra vida en confinamiento es, en muchos casos, una calma pura sin conexión. Sobre todo, para aquellos que han montado su vida conectada con los demás, y que no entienden (o no saben o no han vivido) y no quieren saber más de una vida propia, que por supuesto tiene lazos de unión con lo que nos rodea. De ahí, la enorme dificultad que a todos nos supone el confinamiento.

Informar en tiempos de crisis…

Esa calma confinados se vuelve histrionismo en cuanto te conectas, en cuanto te pones a ver aquello de qué pasa por el mundo. Los medios de comunicación -los malos de esta película- pertenecemos a aquella parte ‘esencial’ de la actividad, que nadie entiende por qué es esencial, pero que todo el mundo consume (y más en confinamiento) y censura. Porque no hay un sólo medio que no haya pasado por el filtro de la crítica. Algo lógico, por supuesto, y hasta necesario. Pero cierto es que esa crítica es, en estos tiempos de incertidumbre y de crisis, absolutamente feroz. Hay dos realidades: la de los míos y la de los otros. Y todo se mira por esos prismáticos. Siempre he pensado que esto de situarse en bandos, viene por dos razones fundamentales: la necesidad de pertenencia a un grupo (o subgrupo en este caso) y la incapacidad que tienen muchos de no aceptar ni la derrota ni, por supuesto, la opinión contraria. Todo ello, en tiempos de crisis como el actual, se riega con un vino -muy avinagrado- de teorías conspiratorias, a uno y otro lado, que no suelen tener ningún tipo de rigor. Entre otras cosas, porque la historia (y los investigadores y expertos que la escriben) ya han demostrado que se necesita tiempo (y perspectiva, diría yo) para interpretar los sucedido. Eso sí, para los historiadores también hay estopa. Si la cuentas de una manera, eres gubernamental o pagado por el gobierno de turno y está manipulada, si la cuentas de otra, lo mismo, pero al revés.

Pero nada, en la era de la inmediatez, todo tuit es noticia, y toda opinión, sentencia. Yo, en tiempos de crisis, me cuido muy mucho de dar veracidad ni siquiera a mis propios argumentos. Son sólo eso, argumentos. Al lado dejamos a los del insulto. No merece la pena. Esta falacia de ruido e histrionismo, aumenta y alimenta mi necesidad de silencio. El confinamiento me tranquiliza, es como uno de esos agujeros murakanianos en los que ves pasar el tiempo, cambiar el color del cielo, repasar tus pensamientos, poner distancia a tus ideas y recrearte con tu propia soledad. Para mirar lo que hay fuera… Son muchos (yo no lo he hecho, pero he estado tentado de hacerlo) los que conozco que han dejado de visitar Twitter o cualquier otra red social, o escaparse del estrés ocioso de los grupos de WhatsApp. Se le llama, oxigenar y sanar la mente. Lo entiendo.

En la era de la inmediatez, todo tuit es noticia, y toda opinión, sentencia. Yo, en tiempos de crisis, me cuido muy mucho de dar veracidad ni siquiera a mis propios argumentos. Son sólo eso, argumentos.

El periodismo que molesta es esencial

Librémonos de tener la razón, muchas veces el gran defecto de los periodistas, e intentemos trabajar por algo que llevo diciendo algún tiempo que será parte de nuestro nuevo cometido. Las noticias y la información ya no es sólo nuestra labor principal, no. Cualquiera con acceso a fuentes de información puede (y debe) dar una noticia. De hecho así es, los periodistas se han trasladado de las redacciones a los departamentos de comunicación y prensa. Hay más informadores en el origen de la noticia que en los que trasladan la noticia a los ciudadanos (oyentes, lectores, telespectadores) Por eso, nuestro nuevo cometido sería el ordenar y filtrar sobre todo lo que se informa. Comprobar, saber leer y utilizar los datos, en donde nos solemos mostrar torpes (no nos han enseñado),al menos yo. El periodismo de investigación está en el dato, en saber comunicar el resultado de un informe, con el rigor científico y la habilidad para traducir eso al gran público, sin sesgos. La vieja escuela murió, y entre unos y otros la hemos enterrado. Uno de los enterradores, el periodismo de bufanda, que tiene el mismo rigor que el de los bandos de opinadores en redes sociales -para otro día dejaremos lo de los bots y las fake news- y que desprestigia y aniquila la profesión. Pero también es cierto que una gran parte de la ciudadanía busca y lee su prensa, no informarse. Esta semana, se ha dado un caso curioso al observar como un partido político ha llegado a censurar a un medio que muchos de sus simpatizantes y votantes leen. Ceguera, pero también protección. La censura es como el arancel, da sensación de protección, pero te empobrece y, a la larga, falsea tu realidad. El periodismo sin confrontación, sin análisis, es marketing. El periodismo que molesta es esencial; el periodismo que dice lo que otros quieren escuchar es propaganda.

Jornaleros de la política

Para el final, quiero dejar a los jornaleros de la política. No digo la política, no. Digo, los que en estos momentos la ejercen. El Pleno del Congreso por la prolongación (la tercera) del estado de alarma fue un deplorable ejemplo de mala praxis, un motivo más de cabreo para los ciudadanos de a pie y una enorme decepción (una más también) en la clase política de este país. Sólo aguanté la primera media hora, luego preferí saber a través de fragmentos. Discursos preparados, poca reciprocidad, nada de escuchar lo que dice el otro, simple reprobación, seguidismo, teorías conspiratorias, datos falsos o precocinados, falta de un mensaje claro a la ciudadanía… No hay elecciones a la vista (por tanto el rédito electoral no tiene urgencia) y no hay -por ahora- posibilidades legítimas de cambiar a los que nos gobiernan.

La censura es como el arancel, da sensación de protección, pero te empobrece y, a la larga, falsea tu realidad. El periodismo sin confrontación, sin análisis, es marketing. El periodismo que molesta es esencial; el periodismo que dice lo que otros quieren escuchar es propaganda.

En democracia, hay un concepto claro: legitimidad. Y si algo tiene bueno la democracia es que da permiso y legitimidad incluso a aquellos que no la quieren. Esa es su mayor grandeza. Pero no, este ahora no es el problema. Lo único que quieren los ciudadanos es saber cómo y cuándo vamos a salir de ésta, establecer consensos, hablar con todos (con luz y taquígrafos), escuchar a los que saben y a los que trabajan a pie de UCI y, juntos, decidirnos por un camino sin mirar atrás. Y reconstruir lo destruido. Utopía. Y ya lo he dicho otras veces en esta misma tribuna: no sólo ellos son los culpables, sino también muchos de los que les siguen y jalean: El (corona)virus social que nos retrata.

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Cuidados intensivos y emotivos

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Reflexiones del confinamiento. Semana 3

Imagino las caras de esos médicos, de esas enfermeras, de los celadores, de los conductores de ambulancia, de los médicos de ambulatorio, de los residentes, de los estudiantes de medicina, de los encargados de la limpieza, de los técnicos, de los operarios, de los que se encargan del mantenimiento del hospital… Imagino sus días largos, sus noches, las toses, el miedo, el arrojo, los aplausos, los lloros. Están acostumbrados a lidiar con la muerte. De hecho, es una de sus lógicas. Su principal batalla: evitarlas todas, un imposible. Y eso lo saben. Lo llevan. Se acostumbran. Pero en este mal trago del Covid-19, la muerte deja de ser algo más para ser la parte fundamental. Los enfermos de esta pandemia llegan a un punto sin retorno, como el soldado en la batalla, y se mueren y se acepta y casi no da tiempo ni a llorarlos. Hasta para los médicos, las muertes (más de 800 cada día en la última semana) son una puñalada al ánimo, una enorme losa para el cansancio. Enfermos que se van solos, sin más compañía que un médico o una enfermera… Es muy duro. Esta enfermedad es muy dura. Más allá de la incomodidad de no poder relacionarnos, el Covid-19 nos está enseñando a convivir con la muerte, aunque algunos como yo, no le pongamos cara.

Hace poco más de un año estuve con mi hija en Nueva York, curiosamente otro de los epicentros de la enfermedad. Visitamos el museo del derruido World Trade Center, las torres gemelas, aquellos dos rascacielos que se vinieron abajo como en un película de acción, arrastrados por la ira de unos descerebrados que pusieron cara al horror. El nuevo museo rinde homenaje a los miles de muertos de aquella tragedia. Incluso han habilitado unas salas en las que están expuestas las fotografías, con nombres y apellidos e incluso su profesión, para poner cara al número. Cuando estás allí, te quedas pensando. ¿Cómo vivieron aquello? ¿Que gestos, qué caras tendrían en medio de aquel desastre? Habían salido de casa sin saber lo que les esperaba. Y la barbarie se los llevó por delante. Ahora, años después, en España más de 12.000 muertes por el coronavirus. Más allá de la exactitud de las cifras y recuentos, me parece una barbaridad. Una cifra difícil de asimilar, de hacérsela entender a mi cabeza. No quiero extenderme en las cifras, porque habría muchos matices. Quiero reflexionar sobre la muerte, más allá de creencias y otras situaciones. Estás bien, sano. De repente te encuentras mal: fiebre, tos seca, dolor muscular. Primero, llamas. Te recluyes en tu habitación, te aislas, no contagias. Te vas encontrando mal, pero… no puedes ocupar el sitio de otra persona que está peor que tu. El primer filtro (tu médico ambulatorio) te dice que vayas al hospital. Entras por urgencias. Uno más. Silla y a esperar ser atendido. Te vas encontrando peor. Al final, te atienden. No hace falta que confirmen tu diagnóstico: positivo. Pero te sigues encontrando mal. Te falta el aire. Después de hacer unas radiografías, el bicho no ha afectado tus pulmones, pero estás en ese momento crítico. Al final, no puedes respirar por ti mismo. Necesitas ayuda. A partir de ahí, la batalla final: o vuelves o no la cuentas. En diez días puedes dejarlo todo atrás… Y te vas sólo. Desapareces. Si eres creyente, tendrás el consuelo de que te fuiste con la paz de tu dios. Si no lo eres, habrás pasado de tener una vida llena, a quedarte sin ella. Y son, en el momento de escribir este artículo, casi 70.000 muertes en todo el mundo. Más de 12.000 aquí, en nuestra casa. Se hace duro. Me resisto a hablar de porcentaje, mientras haya una sola persona que se va sin hacer ruido, después de haber pasado en pocas horas de una vida plena a una muerte rápida.

Y vuelvo a los médicos, a los que están a pie de UCI, batiéndose el cobre con todo lo que se les viene encima. A ellos, que no pueden investigar, que hacen del prueba y error su vacuna, que buscan por todos lados la receta que les permita a los pacientes emprender el camino de vuelta de la UCI. Porque sí, las unidades de máxima vigilancia médica son zonas en donde la respiración de todos es contenida y dificultosa. En medio de esa tensión, presión, el médico piensa, investiga, valora y decide. Todo con urgencia, con la necesidad de dar una solución a un momento de dificultad extrema.


«En medio de esa tensión, presión, el médico piensa, investiga, valora y decide. Todo con urgencia, con la necesidad de dar una solución a un momento de dificultad extrema»


El personal médico es la sonrisa de este coronavirus. Los demás, somos meros espectadores. Más bien diría, feligreses. Sí, seguidores de la fe (en ellos), aquella que nos va a permitir ir más allá. A los que nos falta esa fe, nos queda la aceptación de que ellos son los que, una vez más, nos van a sacar de ésta. Exhaustos, al límite del buen ánimo, desaliñados, muchas veces tristes, impotentes de no poder hacer más. Pero felices todos ellos de trabajar con la salud de todos, poniendo en juego la suya. En esta ocasión, al cuidado sanitario intensivo se une el emotivo. Chepeau.

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