Tomemos nota

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El Tratado de Versalles, que tuvo más de armisticio con caducidad que de acuerdo de paz, cerró en falso la I Guerra Mundial. Poco después, Adolf Hitler redefinió al Partido Obrero Alemán con el apellido de Nacionalsocialismo, una mezcla macabra en que convirtió el coraje obrero en supremacismo y flama patriótica, gasolina para la trágica reedición mundial de guerra, la segunda en la primera mitad de siglo. Un macabro período en que, además en España, tuvimos que añadir la contienda entre propios, como cuando dos hermanos se pegan por unas ideas o por una herencia. Infame. Todo ello pasó hace un siglo, en 1920, justo cuando la mayor pandemia de la historia, la conocida como Gripe Española, había quedado atrás, con números que nada tienen que ver con los de ahora: entre 60 i 100 millones de muertos (estimaciones, porque no hay datos oficiales), cifras que superaron al total de fallecidos la primera gran guerra de la centuria. Un tercio de la población mundial se contagió. Hoy, con 81 millones de contagios i 1,8 millones de muertos, ni por asomo, se asemeja, afortunadamente.

Pero ello no le resta ni gravedad ni preocupación a la actual pandemia. Al contrario, le da valor a lo logrado en un siglo, en el que la ciencia y la medicina (más extendida y universal que nunca) han cobrado más importancia, si cabe. Y ello ha permitido sin duda reducir la letalidad. Sin restar importancia, el control de la letalidad de la enfermedad (entre otras cosas, porque no ha afectado a los países más pobres, como sí aquella), hace que, junto a la recién estrenada vacunación, nos tengamos que felicitar de vivir esta era, por mucho que el ruido, las corruptelas que invaden todos los ámbitos, y la crispación nos lleven a pensar en la apocalipsis. Ni de lejos. La mayoría silenciosa sigue gobernando por mucho que la estridencia de los más ruidosos haga que parezca lo contrario.

Vacuna y distensión

Como decíamos, la incipiente vacunación debe marcar el camino de la normalidad. Pero además de paralizar el coronavirus, las vacunas han de poder neutralizar todo lo que nos ha venido con ella: el abandono (incluso oposición) de la idea de globalidad y mentes abiertas, la recuperación de fronteras como medida de protección, incluso para los más liberales del planeta. Si nos enrocamos en la idea de que primero América o Europa o España, etc, o sea, primero lo nuestro, pondremos un freno artificial a nuestra evolución como civilización, sin duda, como ya ha venido demostrando la historia, con las diferentes barreras al progreso que se han creado con el avance científico y tecnológico que, a la larga, es el mayor generador de equidad e igualdad.

La distancia social no puede derivar en un ombliguismo o mal de insularidad (como el Brexit inglés, de fuerte tradición británica, por cierto), sino todo lo contrario. La pandemia nos ha obligado a tomar soluciones globales a problemas colectivos con incidencia individual (el contagio nos hace depender de la actitud de los demás). La cinematografía de ciencia ficción está llena de películas y series en los que la Tierra es devastada, sin especificar quién es culpable y sí una realidad de quedar todo arrasado. La suma de muchos yo, por sí misma, no genera un beneficio colectivo, sino la suma coral de esos mismos yo, con la supervivencia como objetivo. Miedo me da que, superada las consecuencias pandémicas y la sociedad recupere su actividad, reeditemos viejas rencillas aparcadas, y con más tensión y virulencia, seamos incapaces de reescribir la historia de este siglo lejos de la barbarie del anterior.

La recuperación económica, la igualdad social, la garantía de todas libertades, la tolerancia, la empatía y la solidaridad deben ser parte de la dosis que introducimos en cada jeringa de las múltiples vacunas desarrolladas en nombre de la ciencia, la única que ha salido bien parada de todo este enredo. A pesar de ser relegada durante años de la agenda política, la ciencia y la investigación han subsistido y como leales soldados de la vida, nos han devuelto la esperanza. Y aunque la memoria es muy frágil y selectiva y pronto se nos olvidará lo vivido, no nos dejemos enredar por discursos emotivos y fáciles. Tomemos nota.

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Culpables

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Debo ser un raro (a veces lo pienso), pero no me gusta la culpa, ni la propia ni la ajena. Responsabilidad, sí. Culpa, no. Y en éstas, que la culpa es el principal arma arrojadiza en la esfera, no sólo política, sino personal. Pasa una cosa y el ‘presunto’ culpable se defiende: «no ha sido mi culpa». El problema de esto es cuando viene sobre hechos que pasan, que nos pasan, no que hacemos. El enfermo no puede sentirse culpable de enfermar, la mujer violada no debe avergonzarse de que un energúmeno con nula tolerancia a la culpa, se aproveche de ella y la humille, el agresor sobre su víctima, o el terrorista sobre inocentes, etc. Pero pasa. Suele el agresor generar duda en la víctima, para vencer una de las batallas más importante, la psicológica. La culpa es una arma, de defensa y ataque, un argumento perverso, en muchas ocasiones un justificante de autoridad, generalmente repartiendo pecados y no generando responsabilidades, que sería lo suyo. Y, por último, la culpa entraña miedo a ser juzgado y, por tanto, excede a la autogestión.

Que toda decisión tiene sus consecuencias, es irrefutable, al menos para mi. Que no hay peor culpa que la propia, que la que uno mismo se genera, sin duda que también. La culpa en tu piel duele más, porque te convierte a ti mismo en tu propio enemigo. En un hecho traumático (un accidente, por ejemplo) en el que tú eres responsable o sujeto activo, sobrevivir es ya en sí una condena; la muerte, sin duda, es la ejecución, pero sin culpa, por inconsciencia. La defensa de una culpa es un trabajo agónico, casi diría yo draconiano, y no suele desaparecer. Porque la tolerancia humana sobre la culpa es cero, nula, casi imposible. Trabajar en convertir la culpa en responsabilidad es un ejercicio excelente, yo lo aconsejo. Considerar la culpa como anomalía (algo pasajero) y no como dolencia es un primer paso. El siguiente es el de humildad: todos nos equivocamos, y muchas veces. Empecinarnos en disimular nuestro error y, por tanto, defendernos de nuestra hipotética culpa aún a sabiendas que no es así, nos genera más ansiedad que alivio. Y yo en mi vida le he declarado la guerra a la ansiedad, he naturalizado el error y he apuntalado mi sentido de responsabilidad. Toda acción tiene consecuencias, y asumirlo cuanto antes, la mejor terapia.

Trasladado a la vida público o a la clase política, el territorio de la culpa es casi una necesidad. Y probablemente, el del periodismo: casi la gran totalidad de causas generadoras de noticias son de culpa. Destacar lo positivo no suele ser noticia, más que en determinadas situaciones, casi siempre con carácter emocional (recuérdese los aplausos a los sanitarios a las ocho de la tarde durante el confinamiento). Si mi argumento (político) nace de tu culpa (error, voluntario o intencionado), poco podremos extraer para la causa de la solución. Y, en relación con la pandemia, hay una cosa clara: la culpa siempre es del otro, que no cumple las normas, pero mi causa (excusa o argumento), siempre justifica mi acción, por muy culpables que nos hagan sentir.

Confinamiento navideño

Acabo. Tal vez me equivoco, pero por lo que he pulsado (a veces entre líneas), la gran mayoría de la gente hubiera entendido un confinamiento total durante la Navidad, que no ha llegado porque nadie de los que gestionan se han atrevido a hacer lo que debían hacer: cuidarnos a todos. Las autoridades lo son, y para ello cobran, para tomar decisiones, las mejores para nuestra sociedad, por muy duras que sean. El cálculo electoral (coste en votos de algunas medidas) debe ser un motivo de repulsa social en futuras consultas. Lejos de ello, ese cálculo se produce por nuestra propia respuesta como ciudadanos, que castigamos al que decide algo que, aunque no nos guste, sabemos que es necesario.

Y una vez se ha decidido por recomendar y/o no prohibir, todos (o muchos) hemos encontrado la manera de superar la necesidad de auto-confinamiento para, al pie de la letra literal de la norma, celebrar la Navidad, por mucho que nuestra cabeza nos diga que hacerlo es una temeridad. Ni culpo, ni me culpo. Pero sé que si soy prudente, evitaré sentirme culpable o que alguien me haga sentirme culpable. El miedo es libre; la culpa, del diablo.

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