La complacencia es enemiga de la autocrítica y, por extensión de la autoestima. La complacencia nos deja inertes en el juego de cualquier situación. Sin opinión. Como dice el refranero popular… sin oficio ni beneficio. La complacencia suele marcar actitudes corporativas y corporativista, de defensa de lo de dentro en contra de lo que nos viene de fuera. Como el más vale malo conocido… No deja de ser una actitud pasiva, no-proactiva, que deja nuestra voluntad al servicio de los demás.
Y creo que, en parte, eso nos pasa un poco a todos con el ocio. Tengo la impresión -y el confinamiento me lo hizo ver con claridad- que lo tenemos sobrevalorado. Es más, que el ocio, entendido como hay que salir, hay que hacer cosas, hay que visitar, hay que viajar… en nuestro tiempo libre, no deja de ser un segundo trabajo, un estrés sobrevenido y voluntario. Y ya dicen… sarna con gusto no pica. Error. Pica, pero lo soportamos porque hay -en apariencia- un beneficio mayor, aunque perdamos sueño, lleguemos cansados, nos levantemos groguies, y con la cartera temblando.
Mi última tarde de sábado me quise retar a mí mismo y por eso me propuse y me dije: voy a aburrirme. Pero voy a hacerlo soberanamente. Voy a perrear por casa. Los utensilios modernos de entretenimiento moderno (tablet, móvil, etc.), acabaron a un lado. Desquiciado de tanta pantalla, llegó un momento que, como me pasó en la Ruta de los Faros este verano -en aquel caso, de silencio-, encontré mi umbral de aburrimiento. Mirada sin ver, una especie de meditación por aburrimiento.
Y me reencontré en mi memoria con aquellos laaaargos días de cama, cuando de pequeño me quedaba enfermo en casa, sin nadie a mi alrededor, y el silencio. Y cómo mirar al techo era descubrir todos los agujeros y mentiras de la habitación. Me fijaba en los dibujos de las cortinas, escuchaba la radio de la vecina, las puertas que se abrían y cerraban, el ascensor. Hasta que uno de tantos ruidos, llegaba mi madre después de sentir la llave en la cerradura. Y ya por entonces, aunque lógicamente me alegraba de verla, siempre le encontré cierto gusto al aburrirme. No hacer nada enseña, y más en esta época de tanta actividad.
Me aburro
«Me aburrooo…» Es la queja moderna del niño actual. La presencia constante y la agenda repleta hace que los niños de hoy no sepan entretenerse solos -y yo el primero que me acuso. Llamamos compartir tiempo con tus hijos jugando con ellos -y oye, eso está bien, es muy de papis guais– pero con ello y con todo, invadimos el espacio de su propia creatividad para aprender a entretenerse. Depende también de la voluntad y carácter del niño y de la situación del momento. Yo, de pequeño, me pasaba horas y horas escuchando la radio. Incluso los domingos, la radio deportiva. Nunca me aburrí, pero nunca tuve reparos en estar (que no sentirme) sólo.
«En casa, me sumergía en un mundo de dramas e intrigas y elaboraba una interminable telenovela de muñecas. Había nacimientos, enemistades y traiciones. Había esperanza, odio y a veces sexo. Mi pasatiempo preferido entre la escuela y la cena era ir a la zona común situada entre mi dormitorio y el de Craig*, esparcir las Barbies por el suelo e idear escenarios que me parecían tan reales como la vida misma». Es un fragmento del libro de Michelle, la mujer de Barack Obama. Con excepciones, es una tarea infantil casi inimaginable en la chiquillada de hoy.
Michelle, en el libro, reconoce que empezó a salir y a renunciar a sus juegos, porque empezó a aburrirse. La sociabilidad es buenísima, recomendable y necesaria. Pero la esclavitud de tener una actitud rozando la dolencia de hiperactividad cada fin de semana no deja de ser otra forma de aburrirse porque es lo excepcional lo que hace atractivo el ocio, y la reiteración lleva el ocio a la rutina. Y de éstas, ya tenemos bastantes. Así que tardes de manta, peli y sofá están al alza. Y no te quedes con la sensación de haber perdido el fin de semana.
*Craig es el hermano mayor de Michelle Obama