El conjuro

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Salió de la ducha envuelta en una toalla tapando aquella parte que la pasión deja suelta y libre, y que la vista enrojece bajo el manto de la timidez, como si el sexo y el deseo fuera con otra, no con ella. Despacio y con el pelo mojado y suelto, la mano en la toalla y la cara roja del sol, recoge su cazo mágico, lo levanta y lentamente va hacia el balcón. La persiana a media asta, como los días de duelo, tapando el sol que más tiempo nos ilumina. Sortea el muro de la persiana acuclillándose para evitar su impacto. A media vista, la observo. Se sienta, ladea sus rodillas desnudas sobre la silla, mantiene el velo de su toalla sobre su cuerpo desnudo, deja el brebaje. El conjuro llega. Comienza la Noche de San Juan.

Es mi primera noche sanjuanera, que la observo alerta, con la viveza de quien reza por dentro una pócima de contagio. Es la noche más mágica (dicen que la más corta no, pero en fin… a eso se llega o una mezcla de creencias y realidades). Es el solsticio de verano. En mi caso, el primer paso hacia un nuevo sabor de sensaciones: aquellas que provienen de quien te aporta alegría y magia y quien te ayuda a ver las cosas de una manera diferente. Quien te contagia de lo que emociona, emociona también. En un mundo tan polarizado, tan de hates y lovers, quiero creer que el conjuro es la simple presencia de aquello que nos ancla a la tierra, nos aleja de las estridencias, y nos recuerda que todavía hay esperanza en que la gente nos aceptemos con elegancia. Y en eso, el conjuro de una noche en la que me aportó su magia, es como un gran elixir. La vida. Seguimos.

Leía a Manuel Vicent escribir En la Noche de San Juan: A la caída de la tarde te preparas una copa, pones la música que te gusta, la que te recuerda los momentos más felicies, y si desde el fondo de la memoria, llegan lágrimas, te dices, no pasa nada, todo irá bien, todo va a ser como antes.

Todo irá bien es una frase que esconde deseo, dulzura y éxito. Todo irá bien es lo que has de guardar debajo del agua oscura de la mar, en cada una de las siete olas que, sin llegar a saber por qué, saltas con la esperanza de que pase algo que te vaya a asegurar que todo irá bien. Pero también, si alguien tiene que pronunciar esa frase es porque, tal vez, piensa que en algún momento alguna cosa no ha ido bien. Y como dice la mujer de el conjuro, no és precís (decirlo ni desearlo). Si es, es. Pero como la hoguera y el fuego y el agua, e incluso la luna llena abrazan la noche, nos permitimos hasta la licencia de desearnos con optimismo eso de que, si se cumplen nuestros deseos, todo irá bien. Aunque más nos valdría no tener que desearlo, sino caminar por la vía próxima, emotiva y empática, para tener que evitarla. Prefiero confiar en el conjuro.

La mujer del conjuro estira sus piernas, vuelve a sortear la persiana. Mantiene la mano en el pecho evitando que la toalla se descuelgue por su cuerpo. Me dirige una sonrisa y una mirada. No hace falta decir nada. Le observo, le sonrío. Y desaparece de mi presencia. Los espacios de los que acostumbramos a juntarnos, a sentirnos piel con piel, resultan tan enriquecedores… pienso en ese momento. El conjuro acalla al que siempre tiene una palabra, protege la tímida sonrisa del cuerpo desnudo cubierto, y nos pone en el camino de nuestra memoria para iniciar con el solsticio de verano un nuevo año o una nueva era o, simplemente, un nuevo día con el deseo de alargar lo máximo su influjo. No sé si la noche de San Juan es mágica o no. Lo que sí sé es que esta lo fue y que el conjuro tal vez haya hecho que juntar estas letras sea posible. Siempre bajo el influjo de aquella mujer que lo creó.

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El imprescindible coletero

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De la colección Amigas de baño, aparece ahora El Coletero, una versión estupendamente alegre de un complemento imprescindible en la logística de vida femenina, o eso creo. Sin coletero, no hay paraíso. Bueno, más bien, hay infierno. Y todo esto nace de una nueva aventura con mis amigas de #LaIndurain*

¿Dónde está mi coletero? Por Dios. Anoche lo dejé aquí y no lo encuentro. Yo no puedo salir así… (y eso que sólo tenemos que ir a desayunar al salón del hotel). «Mira cómo llevo el pelo», sigue exaltada. Yo miro con cara de susto y de sorpresa. Para un pelao como yo, la verdad, hay cosas que han pasado a la historia, a mi memoria infantil: uno es el champú y otro el cepillo. Pero claro, nunca caí en el coletero, ese gran complemento que ayuda, sobre todo, a salir de una apuro («y yo con estos pelos…») y que tiene un gran sentido de la utilidad (disimula un pelo sucio, un mal peinado o, simplemente, una noche movida, además de oxigenar la temperatura corporal en los días más calurosos).

Es tanto, que su ausencia crea coleteros improvisados, como un bolígrafo o un lápiz, haciendo las veces de utensilio para recoger el molesto cabello. Vamos, que se ha convertido en un imprescindible, pero no sabía hasta qué punto hasta que he podido convivir con ellas de una forma amigable. Insisto, cuando una mujer se mete en tu cama, en el fondo, deja de ser algo de ella misma (supongo que a nosotros nos pasa igual), y aparece en toda su extensión la auténtica mujer: es más ella, más genuina, más sincera y más intensa. Te ríes, y buscas el preciado coletero.

El coletero es otro elemento más de la divinidad femenina. Y, ojo, que me encanta, que la coleta es diversidad, casi siempre clase, libera el cuello, suele afinar la cara y, a mi entender, tiene un marcado punto excitante y sensual. Mucho, diría yo. Pero, como os decía al inicio, es un elemento imprescindible y casi excluyente de esa logística femenina que pasa por controlarlo todo, incluidos los pelos. Y me explico. Por ejemplo, yo puedo hacer un directo en televisión, improvisar acudir a una cena de trabajo a última hora o hacer una visita informal a alguien sin pensarlo mucho y sin ningún problema. Con el desodorante que tienes en el coche, y pasar la mano por la camisa para estirar las arrugas del suéter o la camisa, suficiente. Podríamos resumir así cuando, de forma improvisada, invitas a una amiga a un evento, cena o quedada:

-«No te había dicho nada, pero vamos a cenar. Si eso, luego, si te apetece, te pasas», le dices

– «No sé, será tarde… tal vez otro día», decía a modo de excusa.

-«Venga, va, no seas así… ¡Qué va! Vienes y te tomas una copa nosotros y nos echamos unas risas»

«Pero si no voy arreglada ni nada. Mira cómo voy vestida, además con estos pelos…», agrega para justificar su más que segura ausencia.

-Bueno, si te apetece, allí estaremos. Llámame», le dices, teniendo muy claro que no va a aparecer.

A ver: vas vestida -generalmente mucho mejor que nosotros, los hombres, sea cual sea el contexto-, puedes maquillarte en un momento y, lo último, puedes encontrar el aliado en tu coletero, si no te has lavado el pelo, si lo tienes un poco tirante o, si simplemente, no lo puedes domar. Además, una amiga mía siempre me cuenta: «como dice mi abuela, un poco de xoriset (rojo chorizo) en los labios, y todo arreglado». Esto es, que es más fácil que lo que parece desde dentro. Y que no deja tener su miga. El tapón abierto del gel y del champú es casi una anécdota en la delirante descripción humorística y crítica que las mujeres hacen de los hombres, si la comparamos con el coletero. Su ausencia (o pérdida) amenaza con amargarte el día -léase con una gran carcajada, por favor.

El coletero nació en los ochenta, se puso de moda en los noventa. Ilustres como Madonna o Hillary Clinton han sido abanderadas de la coleta en la batalla por defender que el glamour no sólo exige melena suelta al viento. De hecho, los recogidos de celebraciones (las famosas BBC -bodas, bautizos y comuniones), responden a eso. Bien entendido, el coletero ya es un elemento snob y de distinción. Benditos coleteros.

Eso sí, hay historias que desmitifican la estética y ponen atención en la utilidad. Así surgió, el coletero en espiral el 2011. Producto de una noche de fiesta y, como siempre, una metáfora del llamado recurso de la nevera vacía de los cocineros. El mejor cocinero no es el que planifica y elabora el menú más suculento, sino el que hace el mejor plato con los ingredientes que tiene en la nevera. Pues con el coletero en espiral pasó igual. Una noche de fiesta, un olvido (el coletero), y un gadget en desuso como un teléfono fijo. De ahí surgió, el improvisado coletero en espiral, que se convirtió en un gran negocio, por su patente. La protagonista, Sophie Trelles-Tvede, una estudiante universitaria que acudió a una fiesta, se hizo un coletero con el cable de un viejo teléfono de pared, y cuando despertó sintió un dolor de cabeza, pero no de sus cabellos alborotados o recogidos, sino de una resaca de gintonic. Es más, su pelo, amaneció perfecto. Y como todas las grandes ideas, nacen de errores, olvidos o ausencias. La necesidad fomenta la creatividad y el ingenio.

En el origen (también la pianista que improvisó un coletero de tela antes de una actuación, y que motivó que las grandes marcas se lanzaran también a crear diseños top de coleteros para todo tipo de contextos: más serio, más elegante, más casual, etc), fue la utilidad la que sacó el coletero del anonimato. Luego llegó el glamour.

Coletas de padre…

Ahondando un poco en mi memoria, yo también he pecado con los coleteros. También era un imprescindible cuando tenía que peinar a mi hija, hasta que ella aprendió a hacerlo. Era una aventura diaria: primero que saliera recto, después que todo estuviera en el sitio, que no hubiera pelos entre las vueltas que le das a la goma hasta que aprieta. Si te pasas de apretar, duele. Y lo peor de todo: «siempre, siempre, siempre… tenías que escuchar a la mamá de turno decir: ¿esa coleta se la has hecho tu, no? Pregunta que no respondía a una sorpresa positiva («¡mira qué padre más apañao!, si sabe a hacer coletas), sino más bien todo lo contrario («cómo se nota que esa coleta se la ha hecho el padre…») Y así era. Hicieras lo que hicieras, o eras peluquero o tenías un gusto y una maña especial por los coleteros (que hombres, por supuesto, haberlos, lógicamente, también los había) o quedabas señalado por tu torpeza a la hora de hacer la coleta (si hablamos de trenzas, ya ni contamos). Si, años después, vives la tragedia de no encontrar tu coletero, entiendes bastantes más cosas de cómo se ven las cosas desde fuera y cómo se ven y, sobre todo, se viven, desde dentro. Bendito e imprescindible coletero.

*Gracias a Ruth y a Helen, por admitir pulpo como animal de compañía, y por compartir esos momentos tan divertidos conmigo en el Campus Women Bike Costa Blanca. Un placer, como siempre. 
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Ellas solas

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Virginia Nicholson escribió* sobre una generación de mujeres a las que la Primera Guerra Mundial les había dejado solas ante una vida destinada a la familia. Las bajas masculinas de la guerra dejó huérfanos, pero también a las dos millones de mujeres que tuvieron que mirar hacia adelante sin un hombre cerca, porque no había. «Pobre si no quiso casarse, mala si no quiso», era el alegato no escrito pero sí real de la época, que ha sido el caldo de cultivo para la actual, tal y como se relata en Acprensa

Nuestra generación ha cambiando la noche por el tardeo, entre otros muchos logros. Ahora, las mujeres salen de fiesta en grupo o viajan solas o con amigas… o incluso amigos. Observo que las mujeres se han quitado (afortunada y definitivamente) algunos de sus muchos complejos, algunos que han tenido y otros que les han venido inducidos a lo largo de la historia: a viajar solas, a salir de fiesta, a no renunciar a su entorno… sea cual sea su condición o estado civil. Eso sí, hablo desde la heterosexualidad. No tengo ni idea de estos roles en la forma de relacionarse en otros casos de condición sexual.

Seguramente, ahora mismo, observo más ese concepto de necesidad de pareja en nosotros, los hombres. La mayoría siguen equilibrando lo propio con lo familiar. Aquello de que, aunque la policía de casa te de permiso para llegar tarde, para salir con amigotes, para viajar, para practicar tu deporte/hobby favorito aún a costa de la vida familiar, has de estar. Y quieres estar. «Me compensa». Es como si el hombre necesitara la estabilidad emocional para construir su vida. Observo que en los hombres, nuestro rol de hombre, se nos ha quedado obsoleto. Las mujeres progresan. Sin tregua. Y, también afortunadamente, lo hacen mucho más allá del formato cerrado del feminismo oficial.

Mujer en grupo

Este verano coincido de viaje con un grupo de mujeres. Desconozco la situación sentimental de todas y cada una de ellas (ni me importa). Sí sé que viajan solas y que se juntan. En algunos casos, como yo, en destino. Sin más ligazón que la referencia de alguien que te comentó: «Vienes a…?). Y no es la única vez. Mi entorno cercano de amigos es ahora menos grupal, contrariamente a lo que había sucedido históricamente. El timing del ocio masculino es en pareja. Hay situaciones concretas grupales. Pero, en general, observo que el hombre se mueve peor en la soltería. Y la mujer ha aprendido a huir de los apetitosos machos alfa pero con un peaje afectivo que, a la larga, las penaliza. Parece que la mujer se ha quitado la careta y ha tomado para sí el rol grupal hasta la fecha ligado a los hombres. Al final, las cuadrillas (fiestas y demás grupos) siempre habían sido masculinas. Y ahora, veo más grupos de mujeres que comparten el día día de su ocio, que de hombres, que somos más solitarios.

Viajar solas

Tacones viajeros es una red social digital para mujeres que, desde la soledad, quieren viajar pero no se atreven. «Viajes en los que dedicamos tiempo para nosotras, sin las prisas de nuestra vida cotidiana, desafiando nuestros límites y miedos y desconectando lo máximo posible», dice en su web. Desde mujeres casadas que no viajan en familia, como de cualquier tipo de soltería. Las quedadas de mujeres para hacer el deporte que te gusta también están muy en boga. Dicen en Mundokos que el 85% de los viajeros solitarios son mujeres, citando a Overseas Adventure Travel, un portal de viajes con un aparado para experiencia de mujeres en solitario (The Solo Women Experience). El perfil no es sólo el de mujeres sin pareja que quieran viajar, sino de mujeres que quieren mantener su propia hoja de ruta, independientemente de su estado civil, o similares.

Los datos ahí están. La observación, el análisis y el intercambio de ideas me llevan a reflexionar y pensar que la mujer ha tomado el testigo de parte de la vida grupal. Ahora no sólo la potencian, sino que la sienten como suya. Antes, muchas mujeres renunciaban a su entorno y se instalaban en el del hombre, a veces por necesidad ya que solían elegir al sitio de origen del hombre. Eran ellas las que se adaptaban, las que desligaban su pasado para construir su futuro. Y ahora es una delicia poder encontrar mujeres con su propio discurso vital, sin necesidad de renunciar a lo más importante de lo que les gusta y también sin renunciar a compartir su vida con alguien.

El nuevo discurso vital femenino provoca inseguridad masculina, otrora el número uno de los objetivos de una mujer en pareja. Las mujeres siguen teniendo la misma presión social para vivir en pareja. Aquello tan rancio de: Y tú no tienes pareja? Pero se van soltando. Ahora (y vuelve a ser una percepción personal), somos los hombres los que, tal vez, vivimos con esa etiqueta, pero no externa sino interna. Somos nosotros los que nos autoimponemos ese objetivo. Al argumento sexual de necesidad masculina por vivir en pareja, está el resto. Los hombres nos desordenamos más y dejamos salir nuestro instinto. El hombre en soltería es sinónimo de ligón, admirado, idolatrado y envidiado por todos su amigotes, Haces lo que te da la gana. No deja de ser una eterna y equivocada creencia utópica, propia del éxito tribal. Una figura (ligona) que también empieza a cuajar en el entorno social y grupal de las mujeres. Ellas solas, consigo mismas.

*Ellas solas. Un mundo sin hombres tras la gran guerra

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