De la colección Amigas de baño, aparece ahora El Coletero, una versión estupendamente alegre de un complemento imprescindible en la logística de vida femenina, o eso creo. Sin coletero, no hay paraíso. Bueno, más bien, hay infierno. Y todo esto nace de una nueva aventura con mis amigas de #LaIndurain*

¿Dónde está mi coletero? Por Dios. Anoche lo dejé aquí y no lo encuentro. Yo no puedo salir así… (y eso que sólo tenemos que ir a desayunar al salón del hotel). «Mira cómo llevo el pelo», sigue exaltada. Yo miro con cara de susto y de sorpresa. Para un pelao como yo, la verdad, hay cosas que han pasado a la historia, a mi memoria infantil: uno es el champú y otro el cepillo. Pero claro, nunca caí en el coletero, ese gran complemento que ayuda, sobre todo, a salir de una apuro («y yo con estos pelos…») y que tiene un gran sentido de la utilidad (disimula un pelo sucio, un mal peinado o, simplemente, una noche movida, además de oxigenar la temperatura corporal en los días más calurosos).

Es tanto, que su ausencia crea coleteros improvisados, como un bolígrafo o un lápiz, haciendo las veces de utensilio para recoger el molesto cabello. Vamos, que se ha convertido en un imprescindible, pero no sabía hasta qué punto hasta que he podido convivir con ellas de una forma amigable. Insisto, cuando una mujer se mete en tu cama, en el fondo, deja de ser algo de ella misma (supongo que a nosotros nos pasa igual), y aparece en toda su extensión la auténtica mujer: es más ella, más genuina, más sincera y más intensa. Te ríes, y buscas el preciado coletero.

El coletero es otro elemento más de la divinidad femenina. Y, ojo, que me encanta, que la coleta es diversidad, casi siempre clase, libera el cuello, suele afinar la cara y, a mi entender, tiene un marcado punto excitante y sensual. Mucho, diría yo. Pero, como os decía al inicio, es un elemento imprescindible y casi excluyente de esa logística femenina que pasa por controlarlo todo, incluidos los pelos. Y me explico. Por ejemplo, yo puedo hacer un directo en televisión, improvisar acudir a una cena de trabajo a última hora o hacer una visita informal a alguien sin pensarlo mucho y sin ningún problema. Con el desodorante que tienes en el coche, y pasar la mano por la camisa para estirar las arrugas del suéter o la camisa, suficiente. Podríamos resumir así cuando, de forma improvisada, invitas a una amiga a un evento, cena o quedada:

-«No te había dicho nada, pero vamos a cenar. Si eso, luego, si te apetece, te pasas», le dices

– «No sé, será tarde… tal vez otro día», decía a modo de excusa.

-«Venga, va, no seas así… ¡Qué va! Vienes y te tomas una copa nosotros y nos echamos unas risas»

«Pero si no voy arreglada ni nada. Mira cómo voy vestida, además con estos pelos…», agrega para justificar su más que segura ausencia.

-Bueno, si te apetece, allí estaremos. Llámame», le dices, teniendo muy claro que no va a aparecer.

A ver: vas vestida -generalmente mucho mejor que nosotros, los hombres, sea cual sea el contexto-, puedes maquillarte en un momento y, lo último, puedes encontrar el aliado en tu coletero, si no te has lavado el pelo, si lo tienes un poco tirante o, si simplemente, no lo puedes domar. Además, una amiga mía siempre me cuenta: «como dice mi abuela, un poco de xoriset (rojo chorizo) en los labios, y todo arreglado». Esto es, que es más fácil que lo que parece desde dentro. Y que no deja tener su miga. El tapón abierto del gel y del champú es casi una anécdota en la delirante descripción humorística y crítica que las mujeres hacen de los hombres, si la comparamos con el coletero. Su ausencia (o pérdida) amenaza con amargarte el día -léase con una gran carcajada, por favor.

El coletero nació en los ochenta, se puso de moda en los noventa. Ilustres como Madonna o Hillary Clinton han sido abanderadas de la coleta en la batalla por defender que el glamour no sólo exige melena suelta al viento. De hecho, los recogidos de celebraciones (las famosas BBC -bodas, bautizos y comuniones), responden a eso. Bien entendido, el coletero ya es un elemento snob y de distinción. Benditos coleteros.

Eso sí, hay historias que desmitifican la estética y ponen atención en la utilidad. Así surgió, el coletero en espiral el 2011. Producto de una noche de fiesta y, como siempre, una metáfora del llamado recurso de la nevera vacía de los cocineros. El mejor cocinero no es el que planifica y elabora el menú más suculento, sino el que hace el mejor plato con los ingredientes que tiene en la nevera. Pues con el coletero en espiral pasó igual. Una noche de fiesta, un olvido (el coletero), y un gadget en desuso como un teléfono fijo. De ahí surgió, el improvisado coletero en espiral, que se convirtió en un gran negocio, por su patente. La protagonista, Sophie Trelles-Tvede, una estudiante universitaria que acudió a una fiesta, se hizo un coletero con el cable de un viejo teléfono de pared, y cuando despertó sintió un dolor de cabeza, pero no de sus cabellos alborotados o recogidos, sino de una resaca de gintonic. Es más, su pelo, amaneció perfecto. Y como todas las grandes ideas, nacen de errores, olvidos o ausencias. La necesidad fomenta la creatividad y el ingenio.

En el origen (también la pianista que improvisó un coletero de tela antes de una actuación, y que motivó que las grandes marcas se lanzaran también a crear diseños top de coleteros para todo tipo de contextos: más serio, más elegante, más casual, etc), fue la utilidad la que sacó el coletero del anonimato. Luego llegó el glamour.

Coletas de padre…

Ahondando un poco en mi memoria, yo también he pecado con los coleteros. También era un imprescindible cuando tenía que peinar a mi hija, hasta que ella aprendió a hacerlo. Era una aventura diaria: primero que saliera recto, después que todo estuviera en el sitio, que no hubiera pelos entre las vueltas que le das a la goma hasta que aprieta. Si te pasas de apretar, duele. Y lo peor de todo: «siempre, siempre, siempre… tenías que escuchar a la mamá de turno decir: ¿esa coleta se la has hecho tu, no? Pregunta que no respondía a una sorpresa positiva («¡mira qué padre más apañao!, si sabe a hacer coletas), sino más bien todo lo contrario («cómo se nota que esa coleta se la ha hecho el padre…») Y así era. Hicieras lo que hicieras, o eras peluquero o tenías un gusto y una maña especial por los coleteros (que hombres, por supuesto, haberlos, lógicamente, también los había) o quedabas señalado por tu torpeza a la hora de hacer la coleta (si hablamos de trenzas, ya ni contamos). Si, años después, vives la tragedia de no encontrar tu coletero, entiendes bastantes más cosas de cómo se ven las cosas desde fuera y cómo se ven y, sobre todo, se viven, desde dentro. Bendito e imprescindible coletero.

*Gracias a Ruth y a Helen, por admitir pulpo como animal de compañía, y por compartir esos momentos tan divertidos conmigo en el Campus Women Bike Costa Blanca. Un placer, como siempre. 

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