Certezas

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La RAE habla de la certeza como «un conocimiento claro y seguro de algo«. Con la disputa polarizada, la certeza es casi un imposible. Diríamos que es un anhelo, desde la objetividad, desde la mayoría silenciosa que no observa el mundo desde bandos irreconciliables. Tenemos tan interiorizado lo de posicionarnos, que no concebimos lo  contrario. Hay que mojarse. Las etiquetas, la militancia. Del facha al comunista, los adversarios se convierten en enemigos. Y todos caemos en ese rojo y azul tan característico. Michelle Obama avisa en su libro autobiográfico1 sobre su renuncia a entrar en política tras los ocho años de presidencia de Estados Unidos, y por tanto descarta emular a otra ex-primera dama, como Hilary Clinton. «En esa arena, no sé moverme», razona. Ni sabe ni quiere. Y cuenta esa experiencia casi agónica de su paso por la Casa Blanca. Poco debate de ideas, mucho pactismo y mucho clientelismo.

He llegado a la conclusión que, para la política actual, la polarización es necesaria. Las líneas rojas se crean, más que existen, por seguridad, por simplicidad, por sencillez. Adscribir es ordenar, poner en la columna correspondiente, como en una tabla de excel. Una forma de delimitar contenidos, una sencilla manera de organizar un relato. Lo ideal sería que fuéramos los ciudadanos los que trazáramos ese relato de nuestras opiniones e ideas. Pero no, es la opinión publicada y su versión moderna de las redes sociales, reflejo de la práctica política, la que la ha impuesto. Es la sociedad la que no sólo permite la adscripción incondicional a una causa, sino que la fomenta. Bandera, bufanda, colores, líderes. Y no sólo es ruido. Las encuestas lo dicen.

Ciencia polarizada

La ciencia también se ha visto afectada por este cáncer de la polarización. La pandemia ha hecho del habitual y necesario debate científico (la controversia razonada es parte del método), un motivo más de enfrentamiento. La polémica ha topado con miedos, inseguridades y una práctica mental en la que parece que todo se mueva desde el interés. El contubernio y, por ende, la conspiración asola todo lo que toca. De ahí, la sospecha y la trampa. La sensación de cobaya humana, de ser víctimas de los intereses ocultos de las farmacéuticas o del miedo por la falta de garantías (cuando nadie se plantea la garantía de un medicamento que el médico le receta para una dolencia común), están detrás del argumentario antivacunas que, por supuesto, tiene su reflejo en los bandos irreconciliables de la política, aunque éste sea, tal vez, más transversal.

La palabra libertad está de moda y se utiliza a conveniencia, según tu propia certeza. En nombre de ella se postulan antivacunas y pro-abortistas, por ejemplo. Casos extremos con un mismo modelo de argumentación: reivindico mi libertad en aquello en lo que tengo convicción y lo defiendo alegando un bien superior y global. La vida y la salud pública, respectivamente. Libertad individual en los dos casos, vista desde ópticas ideológicas contrarias pero con una lógica similar. Es un tema de prioridades y convicciones. El debate es, no sólo bueno, sino necesario. La confrontación es más cosa de partidos. La política debería ser otra cosa muy diferente a la que nos cuentan. Y lo peor es que ese virus político macarra, alejado de los consensos, infecta a todo lo que rodea a la política, la vuelve ineficaz, la banaliza y, a mi criterio, aumenta su desprestigio y descrédito.

1 «Jamás he sido aficionada a la política, y mi experiencia de los últimos diez años no ha contribuido a cambiar eso. Siguen desanimándome todos sus aspectos desagradables, la división tribal entre rojos y azules, la idea de que debemos elegir un bando y apoyarlo hasta el final, incapaces de escuchar a los demás, de llegar a un acuerdo (…) En el mejor de los casos, la política puede ser un medio para conseguir cambios positivos, pero sencillamente no estoy hecha para luchar en esa arena» Del libro Mi Historia, de Michelle Obama.

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¿Y quién crea?

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«Escucha la pregunta que te hagan, da una respuesta rápida para parecer que has contestado… y luego háblales de lo que tú quieras».

Barack Obama en su libro Tierra Prometida

Esta fue la contestación del exasesor David Axelrod al entonces candidato Barack Obama tras uno de los primeros debates televisivos previos a su acceso a la Casa Blanca. Es el juego del lenguaje político respecto el mundo del periodismo, totalmente ligados. Estrategias de ver las cosas desde un lado o el otro. La comunicación hoy gana a la información. Las redacciones se vacían, y los gabinetes viven su gran boom. El resultado es un empobrecimiento de nuestra profesión, seguramente por falta de calidad en el producto final.

Desafección

Una pérdida de calidad también provocada por nuestra propia praxis, a veces muy alejada de la sociedad, o al menos esa impresión tengo yo. Observo en mi entorno cierta desafección sobre los medios y su forma de hacer. Informar y comunicar deberían ser caras de la misma moneda, pero cada vez se informa más sobre las cosas que otros quieren difundir. Ellos hacen la agenda, y la gente sigue la directriz marcada por los grandes creadores de información y opinión, que ya no siempre son los grandes medios de comunicación. Y, cuando lo son, cojean. Nos salen informadores por doquier. Fin al monopolio periodístico de informar. Admitámoslo.

Lo contrario al análisis oportunista del momento, es la reflexión. Algo que en el periodismo escasea, las más por falta de tiempo, otras muchas veces por mala práctica. Cualquier contenido caduca (eso es de ayer), y no es así. Cualquier situación está sujeta al rigor del tiempo y a la premura de lo que, dicen, ha pasado. Cierto que un amigo y colega me dijo hace tiempo que un periódico en papel es como un iogurt caducado. Y no le falta razón, si hablamos de una información. En mi formación como periodista de agencia aprendí que las noticias no han de tener más tres párrafos. La información caduca, el análisis (entrelazar y jerarquizar temas), no. Se enriquece con el tiempo. Y tiempo es el que muchas veces no tenemos y otras muchas vamos al recurso fácil de ir por el carril. Llenamos plataformas multimedia y nos olvidamos de la esencia: la calidad de esa información.

El cuándo de las 5W de la pirámide invertida del relato informativo-, se prostituye para elaborar contenidos sesgados por la premura del tiempo y el oportunismo de una noticia bien construida pero mal analizada. Nos ha pasado en la última pandemia (sobre todo con los datos), pero ésta ha sido sólo la constatación pública y generalizada de una práctica, en mi opinión, a revisar.

Aunque ya escribí sobre esto en plena pandemia, quiero volver a incidir: la notoriedad es noticia, pero no es la única. Sólo una clase de colegio cerrada por Covid no puede dejar sin noticia a las otras 1.998 de otros miles de colegios que abrieron sin incidencia. Pero está en la esencia periodística hacer caso a la excepción. La anécdota es un punto en la línea de análisis de cualquier hecho o acontecimiento de actualidad, pero no el único. Y vamos a la puerta de ese colegio a grabar esa excepción/noticia. ¿Correcto? Técnicamente, sí. Pero creo que eso nos aleja del gran público, cada vez más formado e informado. Se cansan. O eso percibo.

El otro día leía a una colega periodista decir que la gente ha demandado información durante la pandemia. Mi percepción es que ha sido justo la contraria. Sobre todo en el confinamiento, los medios fueron un gran centro de interés como servicio al público. No había otra posibilidad de contacto con el exterior y casi de ocio. Fuimos esenciales en las formas y prescindibles en el fondo. Todos consumieron mass media, y muchos, que ya nos habían abandonado como manera de informarse, se alejaron definitivamente.

«Durante el confinamiento, los periodistas fuimos esenciales en las formas y prescindibles en el fondo. Todos consumieron mass media, y muchos, que ya nos habían abandonado como manera de informarse, se han alejado definitivamente»

Abrir cada informativo y portada de periódico con datos de contagios, focos y excepciones graves varias, ha sido casi como un mantra. Todo, más el conocido clickbating (obsesión porque se haga click en cualquier enlace con el fin de mejorar tus datos de audiencia y publicidad) se ha convertido en ese veneno de pan para hoy y hambre para mañana. Pero, sobre todo, creo que nuestro concepto de lo que es y no es noticia nos debe llevar a los periodistas a la reflexión (al menos, a mi me ha llevado). El hecho de que hoy todo el mundo pueda ofrecer información (redes sociales) y, en paralelo, que los medios especializados (científicos, por ejemplo), estén al alcance de todos, ha llevado a que nuestro papel como transmisores de información general quede en entredicho. Tal vez, recuperar la agenda y jerarquizar la información (llegar a pocos temas bien, y no a muchos o todos, mal) sea un buen inicio de cambio.

El dato raquítico, el titular fácil, el análisis poco elaborado, y la desafección de la gente son partes del mismo problema, y eso es lo que me llega a mi, de mi gente que dice: «he dejado de ver las noticias». Y, en defensa de los medios diré que, más que esos medios que lo difunden, son las autoridades (gabinetes) los que lo utilizan como semáforo. Y los demás, a rueda, como cuando vas en bici en fila de uno. Sólo ves una rueda a la que vas con el gancho para no quedarte. En periodismo, nos pasa lo mismo: todos a rueda. ¿Y quién crea?

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Piénsenlo

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Hablando con mi madre, me doy cuenta cuán de daño ha hecho la pandemia. No creáis, mi madre es, además de las formadas e informadas, de las que no se cree una verdad por mucho que se la repitan en la tele. Pero está confusa y, sobre todo, tiene miedo todavía. Y va para largo. Ahora vivo en Serra, en la Serra Calderona, un pueblo de poco más de 3.000 habitantes. Desde hace tiempo, las cifras del covid aquí son casi inexistentes. Y la gente, en su mayoría de edad avanzada, sigue mayoritariamente llevando la mascarilla por la calle. Tienen miedo. Y el cambio de obligación a recomendación ha surtido efecto. Excepto los que ya estábamos convencidos que el uso generalizado de la mascarilla ha sido más una medida disuasoria que de protección real, el resto sigue igual. El miedo sigue teniendo muchos adeptos, pero genera desconfianza. Y no confiar no es la mejor manera de crecer. Sin caer en la euforia, necesitamos mirarnos las caras ya.

Y es que el gobierno ya ha anunciado que quiere retirar las mascarillas (en espacios cerrados) en la primavera de 2022. O sea que lo de vida normal se retrasa. Lo de la nueva normalidad se quedó en un eslogan . Se había especulado con este mes de octubre cuando la vida volviera a ser la que tuvimos. Pero parece que no va a ser así. La medida afecta casi a la totalidad de la población porque la gran mayoría compartimos espacios cerrados (oficinas, clases, almacenes, hoteles, restaurantes…) en nuestro lugar de trabajo. O sea, que no desparecerán y que seguiremos utilizándolas sin que haya una relación causa/efecto ahora realmente justificada. El virus (como casi todos los virus en la historia de la humanidad) está desapareciendo y, cuando lo hace, se ha quedado en poca cosa. Y eso no son opiniones, son datos.

Mi octogenario tío se contagió hace poco de Covid. Unos días aislado, y vida normal. El virus no va a desaparecer (seguimos sumando contagios). Será endémico, y lo tendremos, cual gripe, entre nosotros. Hace unos días me encontré a un amigo mío, uno de los primeros que se contagió de covid. Estuvo ingresado. Ha sido activo en redes sociales, exigiendo precaución y denunciando toda imprudencia. Eso de cara al exterior. En el cara a cara me reconoció que la enfermedad ha afectado a los que, como es su caso, tenían patologías previas.

Sí hay excepciones, seguro; pero son eso, excepciones. Por mucho que la consigna haya sido que el virus nos afecta a todos por igual, tomar la anécdota por el global es una vieja táctica intimidatoria. Si decimos que los jóvenes también enferman de gravedad, y nos vamos a buscar sólo a la excepción, estamos informando de forma correcta (porque es cierto), pero también estamos incurriendo en una mentira comunicativa: la excepción nunca puede generar un argumento para una situación global. Con la transparencia y la verdad, como le digo a mi hija, se llega antes a cualquier sitio. Vacunación y nuevas terapias están haciendo descender los números. El certificado covid en las empresas, la tercera dosis de la vacuna y el control y seguimiento de los más vulnerables deberían ser ya el nuevo escenario. Pelillos a la mar y a recuperar el tiempo perdido, que falta nos hace.

Prueba-error en la desescalada

Y no es necesario tomar medidas absolutas. O todos, o ninguno. Vamos con una consigna empresarial que podemos aplicar casi a cualquier aspecto de la vida: el prueba-error. Comiencen, como prueba-piloto, por algunas aulas de distintos colegios (eso sí, de alumnos y profesores vacunados), empresas pequeñas o medianas. Recuperen la normalidad con los viajes para mayores y hagan excepciones con los más vulnerables. Tomen nota, analicen y, si encuentran alguna incidencia desconocida o no esperada, ya rectificamos. Y si no es así (como se preve), avancen en la apertura. Hasta primavera mirándonos sólo a los ojos, quitándonos la máscara en cualquier salón de bar, besándonos y abrazándonos en casa, viendo el fútbol al aire libre con mascarilla, llegando a la salida de una prueba ciclista con mascarilla y mientras los ciclistas pasando por pasillos de gentes en un puerto, sin control y sin mascarilla. Y, lo que es más grave, viendo como muchos de nuestros mayores, de forma generalizada, y otros conciudadanos siguen espantados, confundidos por el mensaje: desaparece la obligación de llevar la mascarilla por la calle pero se mantiene la recomendación. Hay peligro, piensan. Y por si acaso, se la ponen, aunque no haya nadie a su alrededor. Desconfían del poder.

Nada de conspiraciones, por favor

Comprendo que se ha de ser cauto, pero el erre que erre con la mascarilla, me suena a aquella famosa receta de austeridad en la salida de la crisis económica de las subprime y la burbuja inmobiliaria.que ahogó el consumo y la economía, agravando la situación social y económica de muchos ciudadanos. Anunciar todos los días los contagios (y la tasa de contagio) responde al mismo patrón. Y no es que haya una actitud maléfica en el mantenimiento de esa estrategia, como negacionistas y conspiratorios defienden. Para nada. Es, simplemente, el miedo propio de cualquier gestor a volver a dar la cara con la gestión de una nueva ola, poco probable con los resultados de vacunación en la mano. Si seguimos igual, ¿para qué nos hemos vacunado?, se pregunta mucha gente.

El gobierno acaba de aprobar un plan para reducir el efecto de las enfermedades mentales y suicidios, cifra agravada durante la pandemia. Desde hace tiempo, hay un dominio epidemiológico en la gestión de la crisis, que mantiene el perfil bajo en las medidas de desescalada. Pero antes de aprobar un plan así, habría que empezar por atajar el virus de esta nueva pandemia que no es otro que la cantidad de afectados por el miedo al contagio y a la muerte, propia o de los más próximos. De nada sirve pagar un psicólogo si se mantiene viva la llama de la pandemia a través de su símbolo mundialmente reconocido, la mascarilla. Mientras veamos tapabocas, no podremos ver sonrisas y nos recordará, no que el virus sigue entre nosotros (nunca se va a ir del todo), sino que nos va a matar o nos va a dejar secuelas de por vida, y que morir es algo generalizado, cosa que no ha pasado ni siquiera en la fase más dura de la crisis. Mientras sigamos con la mascarilla obligatoria (otra cosa es, después, lo que la gente haga o decida personalmente), no nos sentiremos libres y no podremos empezar a pasar página. Piénsenlo.

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Exceso de símbolos

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Un símbolo es un signo que establece una relación de identidad con una realidad, generalmente abstracta, a la que evoca o representa.

WIKIPEDIA

La esvástica significa buena fortuna en origen, pero en el pensamiento colectivo es intolerancia, violencia, agresividad, la representación de uno de los episodios más infames de la historia universal. Su uso está prohibido en Alemania, y sancionado en el resto del planeta. El arcoiris representa la lucha contra todas las fobias e intolerancias relacionadas con el género. La cruz representa a los cristianos, y los colores a los equipos de fútbol y así hasta el infinito. Simbología, sin más. En política, los símbolos se transforman en campañas, simétricamente compartimentadas entre partidarios y detractores, sea cual sea tu color. En definitiva, los ciudadanos de a pie hemos de convivir con esta tendencia maniquea que tantas veces padecemos, por exceso o por defecto.

La representación sensorial de una idea, sería otra acepción del símbolo, que es el objeto de estudio de la simbología. Cuando nos quedamos en la representación y nos olvidamos de la realidad, ésta nos deja en evidencia. Los símbolos son, históricamente, algo más que decir que una bandera es un trapo, una cruz un trozo de madera, o una mascarilla, el símbolo de la sensatez de la pandemia, el que ha servido para evaluar a los buenos y los malos ciudadanos durante uno de los peores periodos que, como colectivo, vamos a vivir en nuestra vida.

El debate de la mascarilla (y la libertad, que daría para unos cuantos posts más) va mucho más allá de la evidencia científica que establece que, en espacios cerrados y mal ventilados, su uso previene de contagios. Pero no sólo de mascarilla vivimos en la sociedad actual, aunque su uso nos ha dejado huérfanos de caras, ha perjudicado nuestra expresión y comunicación y aumentado nuestra distancia interpersonal. Nadie puede dudar de que la mascarilla es el elemento psicológico de la pandemia que más ha modificado nuestra vidas, lo que llamé hace un tiempo Sonrisas ocultas. Y seguramente sólo por eso se mantiene. El mensaje es: cuidado, esto no ha cambiado. Y lo que percibe la sociedad es ojo, esto está cambiando. En la toma de decisiones no sólo hay que tomar buenas decisiones, sino elegir el momento de tomarlas.

Los que hoy reniegan del símbolo de la mascarilla (negacionistas) son los primeros que se aúpan al carro de la simbología patriótica, por ejemplo, la bandera. La simbología suele excederse en su uso y eficacia en situaciones tensas o complejas. Una guerra, una situación social de protesta, un momento de debilidad ética, de dominio político. Los símbolos, como las etiquetas, merecen su uso identificativo, incluso reivindicativo, pero no como juez de lo bueno y lo malo. Ese maniqueísmo siempre es interesado y tiene un objetivo: incidir en la conducta y el pensamiento de los que anidan con su doctrina. O sea, adoctrinan.

Los símbolos, como las etiquetas, merecen su uso identificativo, incluso reivindicativo, pero no como juez de lo bueno y lo malo.

Ya escribí algo parecido cuando hablé de las militancias, y una de las herramientas de toda militancia es la simbología, con una agravante: seas o no sea de esta tendencia o incluso secta, su parecer (ejercicio de imponer un criterio particular a todo un colectivo), será de obligado cumplimiento para todos. Es el caso del aborto, cuya prohibición coarta mi libertad de decidir si quiero tener un hijo o no…. por la superioridad moral de los que hablan de algo que no les pertenece, la libertad individual a decidir cómo quieres vivir dentro de un mínimo rigor ético. «La mascarilla es el símbolo de esta pandemia», le escuché decir a un político en pleno debate sobre si es necesario su uso, o no. Un símbolo que señala culpables, al incumplidor, al no-normativo, vigila, pero también previene y sana, quizás lo menos conocido y valorado de todo, tal vez porque el carácter excesivamente estricto de su normativa, provoca antipatía y reduce su aceptación. Mantener un símbolo, con consecuencias sociales, para recordar lo mal que lo hemos pasado, me parece un doble error: primero de eficacia y posteriormente de desafección. El primero, porque ya no cumple con su precepto principal: evitar contagios, siempre al aire libre y en espacios no ventilados (en realidad, en estos espacios, es probable que nunca fuera eficaz y sí símbolo de advertencia y temor). Al mismo tiempo que nos la quitamos en una terraza rodeados de gente, nos la ponemos cuando nos levantamos y estamos en medio de la montaña. De locos. Y el segundo porque su uso obligatorio y generalizado afecta anímicamente y pierde rigor (cuando excedes en una norma restrictiva, el efecto que se logra es el contrario). Consecuencia de ello, la desconexión y la desafección, el peor de los escenarios para obtener resultados adecuados en momentos de gran tensión. Las campañas de símbolos son eso, campañas. Y sólo afectan a los que se las creen.

Valga esta reflexión a todo uso excesivo del símbolo, que se queda en la superficie de las cosas y que aleja a sus mentores de quienes la perciben. Y pasa con todo lo que se aborda desde el marketing, una actividad esencial para llamar la atención y promover el engagement , pero que no puede ser utilizado en términos de gestión y norma. Algo así percibo e intuyo que nos está pasando a los periodistas con esta pandemia. El exceso (y orientación casi siempre negativa) de información está provocando un hastío y una desafección de los medios con su público objetivo, como también le pasa a la política por la misma razón (y otras muchas más). Pero de eso, hablaré en otro momento. El uso excesivo de la simbología como una estrategia de gestión se suele percibir en la ciudadanía como un abuso. Por supuesto que ese abuso también se convierte en símbolo de los que militan en el otro polo defendiendo una mal entendida libertad.

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Sonrisas ocultas

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«Las mascarillas borran las sonrisas y sólo dejan ver las lágrimas», leía en un tuit de no recuerdo bien quién. Pero se me quedó esa frase, pegada a mi mente como una lapa. Cosida a mi ánimo. Una frase llena de simbolismo. Modernidad (en forma de contactos infinitos) aderezada de miedo. El del contagio, el del dolor más que el de la muerte. La soledad del adiós. La soledad y el dolor. La soledad ya es dolor. Y muchos de los que se han ido ya estaban solos antes de marcharse, con dolores iguales o peores, con agujeros en el alma, con la conciencia tranquila del que ha hecho su legado con una vida plena y que acepta su final con calma. Siempre pensé que ese relato de calma, sin la prisa de la mañana ni la dictadura de la agenda, es la felicidad más madura. Una felicidad que transmite tranquilidad, serenidad e inteligente pausa.

La soledad madura de esas mañanas eternas, con un paseo al sol de invierno y a la fresca en verano. Días interminables esperando, sólo viendo pasar el tiempo. Y los que vamos en tránsito hacia esa madurez, hablamos estos días en el nombre de la soledad de nuestros mayores, que están más angustiados por vernos a nosotros lejos de esos abrazos protectores, que de su propia soledad, a la que poco a poco se dirigen, por costumbre. La interacción, en otro momento motor de nuestras vidas, se convierte en adorno de un tiempo de tranquilidad, de calma, de sosiego del que se ve a sí mismo resabiado de su historia.

La Covid19 no se ha llevado a nuestros mayores. Muchos llevaban tiempo despidiéndose. Les ha dado un impulso y nos ha dejado huérfanos, llenos de reproches por nuestra endiablada vida (me hubiera gustado estar más tiempo, me hubiera gustado despedirme…) Es dolor, sin duda. Pero también suena a excusa de exceso, suena a liberar parte de nuestras conciencias. O no. Ahí lo dejo. Para la reflexión de cada uno.

El virus se ha llevado la mirada alegre de quienes vemos en nuestros mayores un espejo de existencia. Ellos, los mayores más inquietos, los más resistentes al paso del tiempo, han acelerado con la pandemia su trayecto hacia esa calma, minimizando los deseos humanos de eternidad y juventud infinita. Esta pandemia nos ha robado a los más, la sonrisa. Y a ellos, a los que nos trajeron a vivir esta aventura, la satisfacción de vernos sonreír. Porque igual que su vida es el espejo de su descendencia, la sonrisa de los que toman sus apellidos son el reflejo de su felicidad madura. Y es esa sonrisa la que han dejado de ver, con el aislamiento primero y, cuando ha llegado el contacto, con esa mascarilla que las estrangula, contrae la respiración, ilumina las miradas más tristes y, en el peor de los casos, sólo destaca las lágrimas.

El final del túnel

Es tiempo de pandemia y de sueños. Y el mío no pasa por la vacuna (ojalá…), pasa porque el virus, tal vez, se retire (cuando deje de considerarse que hay una ‘transmisión comunitaria incontrolada» y, textualmente, “como sucede a menudo, cuando los efectos bajan, la gente deja de preocuparse”…, tal y como explican las historiadoras Laura y María Lara Martínez al contar cómo acabó la gripe española del 18) como llegó: sin hacer ruido, sin percibirse, silencioso, sin saber que está, hasta que llega la muerte, una muerte en soledad y con dolor, nuestra verdadera razón de alarma. Nos quitaremos la mascarilla cuando el virus deje de causar miedo y no tenga que vivir de nuestra muerte. «La imposición del miedo es la peor de las pandemias porque atañe a lo más preciado que tenemos: la confianza», escribía en Imponer el miedo, aquí mismo en Apuntes. Y, cuando pase, nuestros mayores recuperarán su sonrisa. Y volverán a sonreír con nuestras carcajadas, abrazados.

*Foto Freepik: @goffkein

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Imponer el miedo

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Sigo duchándome cada día después de llegar de trabajar. Sigo lavando la ropa a 60º (no toda). Sigo lavándome las manos con empeño. Sigo dejando los zapatos en el exterior. Sigo utilizando el gel hidroalcohólico cada vez que hago un movimiento en el exterior, en el trabajo. Sigo poniéndome la mascarilla de forma responsable, allí donde no se puede guardar la distancia de seguridad. Sigo viendo a la gente que mira triste, ahora más detrás de una mascarilla. Sigo viendo a la gente con miedo, unos más y otros menos, pero con miedo. Sigo escuchando a la gente no mirar el futuro, ser esclavo del presente. No programar vacaciones, ni viajes…

El talento está congelado, el atrevimiento reducido a los más resilientes. La sociedad no puede avanzar porque todo tiene una sensación de provisional. En tiempos de confinamiento se decía: «como sigamos así, nos vuelven a confinar». Algunos parece que lo deseen para culpar a los otros, los incívicos, del desaguisado. Y lo cierto es que todo indica que, en su momento y seguramente antes de que todo acabara con un brutal confinamiento, ya vivimos mucho tiempo con el virus sin hacerle el más mínimo caso y que, ahora, el virus, igual de contagioso que en enero o febrero, se controla con rastreos y medidas de distancia localizadas. Confiemos en lo aprendido. Vamos, lo lógico.

Confinamiento y recomendación…

La época más dura de la pandemia, era un tiempo de mascarilla recomendada, y no prohibida. De prohibición lógica (no salir de casa), pero dura (la libertad en standby la economía en colapso). Pero era tiempo de mayor certidumbre (se sabía lo poco que hacer y lo mucho que guardar), de menor tensión social entre aquellos, los más aprehensivos y sensibilizados con la enfermedad (muchos de ellos con una relación directa o cercana con la misma) y aquellos que -como es mi caso- vemos en el virus un especie de reto: ser pasivos o proactivos, plantarle cara al virus o combatirlo con angustia. En caso de ser proactivos, ¿qué hacer? ¿Cómo hacerlo? ¿De qué se trataría? El ex ministro, Miguel Sebastián, escribía sobre ésto hace poco en El Español: ‘Convivir con el virus no es la solución. Hay pocas certezas, y ninguna apuesta ha resultado claramente ganadora, se trata más bien de tener una actitud responsable. Los contagios y los brotes se producen a medida que volvemos a situaciones parecidas a lo vivido antes, a lo vivido desde siempre (en nuestra corta vida) Y cada contagio es un susto, un argumento para los obedientes responsables y de recriminación, para los que no sacralizamos la presencia y la virulencia del virus, que por otra parte, ha provocado mucho dolor y muerte, eso sin duda. A mi, este debate, me pilla con muchas dudas porque ni me acabo de creer el mantra de que no habrá normalidad hasta la vacuna (creo que hay un conocimiento médico del virus pero tomado con las lógicas reservas sobre su eficacia), ni me creo, por supuesto, a los negacionistas, donaldtrumps y jairbolsonaros de turno que han convertido sus países en orgías para el virus y cementerios para sus víctimas.

Los más confinados, más miedo

Por mi trabajo, no dejé de salir de casa en toda la pandemia. Y reconozco que los que fuimos ‘esenciales’ tenemos una mayor tolerancia con el ‘virus’ (no sé si de una forma demasiado confiada o desenfadada) que los que tuvieron un confinamiento de sesenta días con sus sesenta noches. A éstos, les ha dado miedo salir (a nosotros, más pereza que miedo). Insisto en que parto de la base de que no tengo del todo claro cuál es la actitud para con esta pandemia (por falta de evidencias). Y más en esta etapa intermedia, como de prueba. Y más, en este trayecto más incierto, el que va desde el colapso sanitario a la nueva realidad (cuando tenga más ánimo hablaré de la chorrada esa de la nueva normalidad), salpicado de brotes aquí y allí, con los policías de mascarilla y alardeadores de la buena conducta cumpliendo a rajatabla las medidas de prevención, cosa que, todo sea ducho, con mesura y respeto, creo cumplir debidamente aunque no viva constantemente detrás de una mascarilla.

La imposición del miedo es la peor de las pandemias porque atañe a lo más preciado que tenemos: la autoconfianza. La equidistancia (no ideológica) me permite comprender a los que se sienten amenazados por el virus y a los que, como es mi caso, cree que se ha de añadir el sentido común y el respeto al repertorio de manuales y normas. A aquellos les pido respeto por los que queremos vivir sin miedo, siendo realistas, reconociendo que ‘el virus está ahí, no se ha ido’, pero personalizando con mimo todas las medidas para no convertir nuestra vida en otra pandemia, la de la parálisis. Y la mayoría, que conste, tiene ese respeto y limita sus miedos a su ámbito personal. Como yo los míos.

«La imposición del miedo es la peor de las pandemias porque atañe a lo más preciado que tenemos: la autoconfianza»

Seré yo quien decida si me place salir a tomar una copa o tomármela en mi casa. Si me obligan a tener miedo, me confinaré voluntariamente, si antes no lo hacen los gobiernos, presionados por aquellos que en cada brote ven una apocalipsis. Pero no me pidan que ayude a la sociedad a no hundirse (economía) y al mismo tiempo me censuren cómo lo hago, siempre con mesura y precaución. Porque esa elección es mía. Y no es insolidaria. Brotes hubo, hay y habrá. El contagio cero es una quimera. Saber convivir con ellos, con serenidad, responsabilidad y sin miedo, es también necesario. Al menos para mí.

De la policía de balcón a la de mascarilla, aquellos que se autoproclaman superiores por pretender ser más precavidos, no tienen mi apoyo. Quienes, con los mismos síntomas, muestran ese miedo, mantienen al máximo su prevención, respetan los miedos de los demás siempre que no les perjudiquen y tratan de vivir lo mejor posible dentro de las limitaciones que impone la situación, no sólo tienen mi máximo respeto, sino también mi admiración. No soy nadie para juzgarlos. Ni tampoco quiero que nadie me juzgue.

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Dirigir el cambio

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Igual que el confinamiento invitaba a la reflexión -había tiempo-, la desescalada invita a la precipitación. Somos así. El primer segundo de cada nueva situación, festejamos: caminos apestados de nuevos runners, peluquerías llenas el día de la reapertura, bares abarrotados cuando levantaron la persiana. Por no hablar de los centros comerciales, la panacea del ocio urbano. Ahora, todo está igual que antes, o peor porque la economía no permite la euforia del inicio sino que invita a la contención. Quien no puede permitirse la peluquería, se compra el tinte. Ése es el lema tras la eclosión. Hablamos de la importancia de dirigir el cambio.

Todos salimos de la zona de confort, cansados de la soledad y a la espera de recuperar lo que queda de nuestra antigua vida. Con la recuperación, todo se ha ido poniendo en el sitio. Así gestionamos los asuntos propios. Previsión, momento, oportunidad y una nueva realidad, un proceso cíclico, con cambios casi diarios. Y no pasa nada.

Quien más rápido se adapte, mejor saldrá. A caballo con ello y hablando con la gestión público-privada, quien mejor domine el ansia, tenga mano izquierda ante la incertidumbre y decida con diligencia, también mejor saldrá. Hay que manejarse con la agilidad de una startup, capaz de adaptarse a los cambios de manera rápida y poco traumática, y la robustez de una gran empresa, de movimientos quasi funcionariales.

Aprender a cambiar…

Y digo ésto porque se debate ahora el nuevo curso escolar. Que si la ratio, la distancia, los protocolos, que si hará falta más gente… Pretendemos gestionar lo que pasará en septiembre (queda tan lejos), en una realidad que, a cada segundo, es cambiante. Cierto que hay que prever, pero lo malo es que lo hacemos con voluntad de permanencia. Y es un sinsentido. La desescalada nos ha enseñado a que se puede gobernar de dos semanas en dos semanas e, incluso, menos, con rectificaciones sobre la marcha. Y no pasa nada.

Una buena forma de dirigir el cambio es la de tener una mentalidad abierta, ser cambiante. Pero casi siempre, la burocracia (no sólo en lo público) es la piedra en el zapato que muchas veces nos impide andar. No nos adelantemos, pongamos fecha (a la reapertura) y hagamos una declaración de intenciones (lógicos protocolos, con horquillas muy abiertas). No vaya a pasarnos como con las mascarillas: cuando fueron necesarias, eran recomendadas. Y ahora que hay un gran debate sobre su uso generalizado (o no), son obligatorias.

Las medidas urgentes tienen que tener ese valor. Y no podemos mirar para otro lado cuando la evidencia nos lleve a pensar a la permanencia. Es la norma, hay que cumplirarla. Si no sirve, fuera. De hoy para mañana. No esperar.

«La desescalada nos ha enseñado a que se puede gobernar de dos semanas en dos semanas e, incluso, menos, con rectificaciones sobre la marcha. Y no pasa nada»

El próximo curso…

Entiendo que la gobernanza obliga a la prudencia, y así debe ser. Entiendo que en la educación es tan importante el conocimiento como la buena conducta. La apertura de los colegios supone la vuelta a la más absoluta normalidad, al fin y al cabo, seamos sinceros, más allá de la preocupación por la formación y la gran e impagable labor del profesorado y la importancia vital que tiene en la sociedad, es también la guardería que permite recuperar a los padres nuestra actividad. ¿Cómo será la escuela del curso que viene? Pero si hasta hace nada, no sabíamos ni cómo iba a acabar éste.

La gestión de la escuela es esencial en la programación de la vida de los padres (rutinas, trabajo, etc.) pero no por esa necesidad, hemos de adelantar decisiones de carácter permanente que, además, supone emplear muchos recursos (que no son ilimitados), como profesores, cuidadores, materiales, etc… Prudencia. Y, cuando se tengan evidencias, determinación. Si hace falta, adelante. Y, por cierto, ni una palabra de digitalización, trabajo en remoto o combinación de prácticas presenciales y online. Pinchemos el salvavidas.

Life goes on

No hay nueva normalidad porque, aunque hemos sufrido una importante (y tal vez necesaria) parada del reloj de la globalización, la realidad volverá a imponerse y volverá a ser universal, encontraremos el camino para vivir sin morirnos atacados por un virus, volveremos a sentir que los días no tienen la sensación agónica y encontraremos en nuestro quehacer diario nuestro sentido. La vida sigue (life goes on)

La intrahistoria de este miedo, de esta pandemia, de este confinamiento, quedará en nuestra memoria colectiva, con el dolor de todos aquellos que se han dejado a alguien en el camino. Algo que, desgraciadamente, no es nuevo, como ocurrió con las víctimas de guerras, terrorismo, accidentes de tráfico, catástrofes naturales, enfermedades, hambres o un largo etcétera de causas-. A toro pasado, puedo decir que mi abuelo se murió poco antes de empezar esta pandemia, con 102 años, a punto del 103. Y yo me alegro que se haya ido sin necesidad de conocer todo esto que nos ha tocado vivir. Ya tuvo lo suyo.

Toda esta situación acabará como un susto, del que (espero) aprenderemos. Pero se olvidará, se irá de nuestro día a día. Eso sí, creo que hemos aprendido para siempre a emplear un minuto, o más, en lavarnos las manos.

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Mascarillas

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«La ausencia de certezas no nos libera de la responsabilidad de cuidar el mundo que compartimos», Hanna Harendt.

Decimoprimera entrega de Reflexiones en confinamiento. Mascarillas

Es una de las muchas e interesantes reflexiones de un excelente artículo sobre la filósofa y pensadora cosmopolita Hanna Harendt (Babelia, El Pais). Si tenéis ocasión, acercaros a esta maravilla, excelentemente tratada y contada. Es como un soplo de aire puro en medio de tanta banalidad y mediocridad que nos trae la actualidad últimamente. Es como meterse en la máquina del tiempo, aunque su tiempo, el de principios del siglo XX no fuera un remanso de paz, ni mucho menos. Es lo que me ha apasionado de la historia: cuenta, analiza y reflexiona la realidad con la suficiente pausa como para deleitarse en el pensamiento. Y es lo que, cada vez, más me hastía de mi profesión y mi pasión, el periodismo: todo se queda en el ‘momento’, en la ‘anécdota’, en la ‘reflexión rápida’, sea una información -difícilmente contrastada porque la crisis de fuentes es otro mal del periodismo moderno, muy burocratizado-, o sea una historia. En esa dialéctica paso los días, tratando de dar pausa al análisis y juicio diario. Lo sé, difícil, por no decir imposible. Eso sí, estas historias, bien contadas, son una delicia (al menos para mi), como supone este maravilloso artículo sobre Harendt, que dan ganas de salir corriendo hacia el Museo de Historia de Berlín, otro de los lugares que me intriga y me apetece visitar para cuando esta maldita pandemia nos deje cierta normalidad, no nueva sino renovada.

Y sí. Creo también que si hay algo que caracteriza a esta época es la falta de certezas, a todos los niveles. Desconocemos el alcance de los cambios que la mayor pandemia de la historia (por global, profunda y planetaria) nos va a proporcionar, o si todo se va a quedar como está cuando el virus, o se esfume, o sea controlado por la ciencia y el ser humano, controlado por nuestro sistema inmunológico. Pero eso no nos excluye de buscar soluciones a nuestros problemas comunes, el primero y principal el modo y estilo de vida que nos vamos a encontrar a la vuelta de la esquina. Y ésa es la responsabilidad que, como colectivo, nos ha de dar lugar a obtener un objetivo de mínimos: la supervivencia como especie. Y no sólo hablo de salud, sino de economía. Porque se puede morir por enfermedad o por hambre. Y en esas, da lo mismo como lo hagas, el final es el mismo. La realidad siempre la intento analizar desde el lugar desde donde ha de ser observada. Y, en las sociedades donde el ocio tiene una buena agenda, la salud es lo primero. En aquellas sociedades donde la luz solar representa la supervivencia, el dinero (como modo de supervivencia) es lo más importante.

Mascarillas, juicio en confinamiento

La no-normalidad

Dentro de esa no-normalidad, está la mascarilla o, como le llaman, en latinoamérica, el tapabocas, prenda que, colocada en la cara, sirve para que ni contagies ni te contagien. Que más allá del debate sobre su utilidad (o no) en el freno de los contagios, ésta es uno de los grandes chivatos de esta pase desencadenante de la pandemia. Llevarla o no llevarla dibuja (de cara al prójimo) mucho de lo que piensas o eres: más precavido, más solidario con los demás, más concienciado, más bohemio… Una prueba más del juicio sumario al que hoy, en tiempos revueltos, nos somete la sociedad, influida por la inmediatez y la agresividad en la opinión. De lo que no hay duda es que, en época de vacas flacas, nos va lo de juzgar, lo de decir a los demás lo que no hacemos bien, lo de poner la máquina de la intransigencia a producir, y a generar tensión.

Llevar (la mascarilla) o no llevarla dibuja (de cara al prójimo) mucho de lo que piensas o eres: más precavido, más solidario con los demás, más concienciado, más bohemio… Una prueba más del juicio sumario al que hoy, en tiempos revueltos, nos sometemos en la sociedad, influida por la inmediatez y la agresividad en la opinión

Trampantojo
Excelente viñeta de Max, en Babelia (EL PAÍS), en que se expresa ese ‘modo agresivo’ en el que nos hemos instalado. El arte de saber callarse a tiempo y de pensar lo que se dice.

Bocazas o bocachanclas

Tapaboca para tapar la boca, pero desgraciadamente, no para evitar el improperio, que no sería mordaza, sino educación. Un tapaboca para acallar al bocachanclas y no sólo para evitar el contagio del virus que está tanto en el aire como en la agenda de muchos de nuestros gestores públicos, más empeñados en dialécticas banales que en la solución de los múltiples problemas que nos está generando esta pandemia y las consecuencias de la parálisis de la actividad económica. El objetivo del tapabocas dialéctico es el de acallar a todos los que no saben cerrar la boca. No hay que callarse -que sería censura, siempre reprobable por contraproducente e indigna-, sino que hay que saber callarse, que es signo de inteligencia, de respeto (a uno mismo y a los demás) y sinónimo de humildad intelectual: si te callas, puedes incluso escuchar. Un pequeño paseo por la prensa generalista de las últimas semanas, nos da un poco ejemplo de esa necesaria mascarilla para parte de nuestra clase dirigente y cientos de miles de soldados y seguidores que los jalean y los ensalzan.

Los bocazas han hecho que aumente el número de los que dudamos entre generar un debate más sano de todo los que nos rodea o abandonar el barco y dejar ese debate de pandereta para los que sólo se sienten cómodos en el enfretamiento face to face o los que quieren hacer de ésto un circo para lograr sus metas personales. Quizás, el objetivo de algunos sea ese: el hartazgo de la gente. Que haya más deserciones de la política tradicional no les genera ningún tipo de batalla ética por saber si cuentan con apoyo o no para su causa. Siempre habrá quien vote y les legitime. Aislarse y no participar supone ‘no estar interesado’. Y, a mi, la verdad, el teatrillo político, además de indignarme, cada vez me aburre más. Pero no podemos abandonar: sin ese puntualizado debate, las manos cerradas y los nudillos pueden ser los próximos lápices con los que escribir la historia que está llena de ejemplos.

«A la política tradicional le han saltado todas las costuras porque, en vez de cosida, estaba hilbanada. No había necesidad de hacerlo: el juego político es más un pulso de poderes y contra-poderes que de ideas y gestión»

Caricaturas

Las mascarillas en la política dibujan caricaturas. Más que tapabocas anti-virus son máscaras, pero no de anonimato. Al contrario. El político utiliza la máscara para resaltar su lado más interpretativo, más actor. Toma parte de un circo en el que, a veces, la realidad supera la ficción. A veces, el personaje se traga al actor, dicen. Y la crítica no recuerda a quién lo interpreta, sino al personaje en sí, tanto en la vida real como en la ficción. Cada vez más, el personaje al que representa fulmina al político que lo encarna. Como decía Margarita Robles en una entrevista, tal vez los políticos no hemos estado a la altura y pedimos perdón. Que nadie lo dude: aún conscientes de la urgencia y la complejidad del problema generado por la pandemia , a la política tradicional le han saltado todas las costuras porque, en vez de cosida, estaba hilvanada. No había necesidad de coser: el juego político es más un pulso de poderes y contra-poderes que de ideas y gestión. La gran política y los grandes políticos hace tiempo que abandonaron la primera linea. Seguramente, por hartazgo intelectual. Pero también porque, como pasa ahora con la mascarilla y la expresividad. La política moderna ha borrado de un plumazo cualquier atisbo de realidad. Se han tomado al pie de la letra lo que, en concepto de opinión pública de masas se sabe: lo que no se publica, no existe. En la nueva política igual: los únicos problemas que existen son los que están en la agenda política, los que saltas a los mass media , los que generan polémica (audiencia) y rentabilidad (dan votos).

Y acabo también con Hanna Harendt: «Nunca he amado ninguna nacionalidad. Ni la alemana, la francesa, la americana, ni a la clase trabajadora. Sólo amo a mis amigos, y soy incapaz de cualquier otro amor». Ella, alemana de nacimiento, a la que el nacionalsocialismo le arrebató su condición germana y que murió como norteamericana, encuentra en el ‘amigo’ el único reducto del sentimiento. Humanicemos, por tanto, nuestra realidad y amemos sin etiquetas. Cuánto nos perdemos enseñándonos con el diferente, el que no piensa como tú. Hagamos que la mascarilla tape la boca, pero no nos deje sin expresión.

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Cuidados intensivos y emotivos

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Reflexiones del confinamiento. Semana 3

Imagino las caras de esos médicos, de esas enfermeras, de los celadores, de los conductores de ambulancia, de los médicos de ambulatorio, de los residentes, de los estudiantes de medicina, de los encargados de la limpieza, de los técnicos, de los operarios, de los que se encargan del mantenimiento del hospital… Imagino sus días largos, sus noches, las toses, el miedo, el arrojo, los aplausos, los lloros. Están acostumbrados a lidiar con la muerte. De hecho, es una de sus lógicas. Su principal batalla: evitarlas todas, un imposible. Y eso lo saben. Lo llevan. Se acostumbran. Pero en este mal trago del Covid-19, la muerte deja de ser algo más para ser la parte fundamental. Los enfermos de esta pandemia llegan a un punto sin retorno, como el soldado en la batalla, y se mueren y se acepta y casi no da tiempo ni a llorarlos. Hasta para los médicos, las muertes (más de 800 cada día en la última semana) son una puñalada al ánimo, una enorme losa para el cansancio. Enfermos que se van solos, sin más compañía que un médico o una enfermera… Es muy duro. Esta enfermedad es muy dura. Más allá de la incomodidad de no poder relacionarnos, el Covid-19 nos está enseñando a convivir con la muerte, aunque algunos como yo, no le pongamos cara.

Hace poco más de un año estuve con mi hija en Nueva York, curiosamente otro de los epicentros de la enfermedad. Visitamos el museo del derruido World Trade Center, las torres gemelas, aquellos dos rascacielos que se vinieron abajo como en un película de acción, arrastrados por la ira de unos descerebrados que pusieron cara al horror. El nuevo museo rinde homenaje a los miles de muertos de aquella tragedia. Incluso han habilitado unas salas en las que están expuestas las fotografías, con nombres y apellidos e incluso su profesión, para poner cara al número. Cuando estás allí, te quedas pensando. ¿Cómo vivieron aquello? ¿Que gestos, qué caras tendrían en medio de aquel desastre? Habían salido de casa sin saber lo que les esperaba. Y la barbarie se los llevó por delante. Ahora, años después, en España más de 12.000 muertes por el coronavirus. Más allá de la exactitud de las cifras y recuentos, me parece una barbaridad. Una cifra difícil de asimilar, de hacérsela entender a mi cabeza. No quiero extenderme en las cifras, porque habría muchos matices. Quiero reflexionar sobre la muerte, más allá de creencias y otras situaciones. Estás bien, sano. De repente te encuentras mal: fiebre, tos seca, dolor muscular. Primero, llamas. Te recluyes en tu habitación, te aislas, no contagias. Te vas encontrando mal, pero… no puedes ocupar el sitio de otra persona que está peor que tu. El primer filtro (tu médico ambulatorio) te dice que vayas al hospital. Entras por urgencias. Uno más. Silla y a esperar ser atendido. Te vas encontrando peor. Al final, te atienden. No hace falta que confirmen tu diagnóstico: positivo. Pero te sigues encontrando mal. Te falta el aire. Después de hacer unas radiografías, el bicho no ha afectado tus pulmones, pero estás en ese momento crítico. Al final, no puedes respirar por ti mismo. Necesitas ayuda. A partir de ahí, la batalla final: o vuelves o no la cuentas. En diez días puedes dejarlo todo atrás… Y te vas sólo. Desapareces. Si eres creyente, tendrás el consuelo de que te fuiste con la paz de tu dios. Si no lo eres, habrás pasado de tener una vida llena, a quedarte sin ella. Y son, en el momento de escribir este artículo, casi 70.000 muertes en todo el mundo. Más de 12.000 aquí, en nuestra casa. Se hace duro. Me resisto a hablar de porcentaje, mientras haya una sola persona que se va sin hacer ruido, después de haber pasado en pocas horas de una vida plena a una muerte rápida.

Y vuelvo a los médicos, a los que están a pie de UCI, batiéndose el cobre con todo lo que se les viene encima. A ellos, que no pueden investigar, que hacen del prueba y error su vacuna, que buscan por todos lados la receta que les permita a los pacientes emprender el camino de vuelta de la UCI. Porque sí, las unidades de máxima vigilancia médica son zonas en donde la respiración de todos es contenida y dificultosa. En medio de esa tensión, presión, el médico piensa, investiga, valora y decide. Todo con urgencia, con la necesidad de dar una solución a un momento de dificultad extrema.


«En medio de esa tensión, presión, el médico piensa, investiga, valora y decide. Todo con urgencia, con la necesidad de dar una solución a un momento de dificultad extrema»


El personal médico es la sonrisa de este coronavirus. Los demás, somos meros espectadores. Más bien diría, feligreses. Sí, seguidores de la fe (en ellos), aquella que nos va a permitir ir más allá. A los que nos falta esa fe, nos queda la aceptación de que ellos son los que, una vez más, nos van a sacar de ésta. Exhaustos, al límite del buen ánimo, desaliñados, muchas veces tristes, impotentes de no poder hacer más. Pero felices todos ellos de trabajar con la salud de todos, poniendo en juego la suya. En esta ocasión, al cuidado sanitario intensivo se une el emotivo. Chepeau.

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