¿Y quién crea?

0 0
Read Time:4 Minute, 44 Second

«Escucha la pregunta que te hagan, da una respuesta rápida para parecer que has contestado… y luego háblales de lo que tú quieras».

Barack Obama en su libro Tierra Prometida

Esta fue la contestación del exasesor David Axelrod al entonces candidato Barack Obama tras uno de los primeros debates televisivos previos a su acceso a la Casa Blanca. Es el juego del lenguaje político respecto el mundo del periodismo, totalmente ligados. Estrategias de ver las cosas desde un lado o el otro. La comunicación hoy gana a la información. Las redacciones se vacían, y los gabinetes viven su gran boom. El resultado es un empobrecimiento de nuestra profesión, seguramente por falta de calidad en el producto final.

Desafección

Una pérdida de calidad también provocada por nuestra propia praxis, a veces muy alejada de la sociedad, o al menos esa impresión tengo yo. Observo en mi entorno cierta desafección sobre los medios y su forma de hacer. Informar y comunicar deberían ser caras de la misma moneda, pero cada vez se informa más sobre las cosas que otros quieren difundir. Ellos hacen la agenda, y la gente sigue la directriz marcada por los grandes creadores de información y opinión, que ya no siempre son los grandes medios de comunicación. Y, cuando lo son, cojean. Nos salen informadores por doquier. Fin al monopolio periodístico de informar. Admitámoslo.

Lo contrario al análisis oportunista del momento, es la reflexión. Algo que en el periodismo escasea, las más por falta de tiempo, otras muchas veces por mala práctica. Cualquier contenido caduca (eso es de ayer), y no es así. Cualquier situación está sujeta al rigor del tiempo y a la premura de lo que, dicen, ha pasado. Cierto que un amigo y colega me dijo hace tiempo que un periódico en papel es como un iogurt caducado. Y no le falta razón, si hablamos de una información. En mi formación como periodista de agencia aprendí que las noticias no han de tener más tres párrafos. La información caduca, el análisis (entrelazar y jerarquizar temas), no. Se enriquece con el tiempo. Y tiempo es el que muchas veces no tenemos y otras muchas vamos al recurso fácil de ir por el carril. Llenamos plataformas multimedia y nos olvidamos de la esencia: la calidad de esa información.

El cuándo de las 5W de la pirámide invertida del relato informativo-, se prostituye para elaborar contenidos sesgados por la premura del tiempo y el oportunismo de una noticia bien construida pero mal analizada. Nos ha pasado en la última pandemia (sobre todo con los datos), pero ésta ha sido sólo la constatación pública y generalizada de una práctica, en mi opinión, a revisar.

Aunque ya escribí sobre esto en plena pandemia, quiero volver a incidir: la notoriedad es noticia, pero no es la única. Sólo una clase de colegio cerrada por Covid no puede dejar sin noticia a las otras 1.998 de otros miles de colegios que abrieron sin incidencia. Pero está en la esencia periodística hacer caso a la excepción. La anécdota es un punto en la línea de análisis de cualquier hecho o acontecimiento de actualidad, pero no el único. Y vamos a la puerta de ese colegio a grabar esa excepción/noticia. ¿Correcto? Técnicamente, sí. Pero creo que eso nos aleja del gran público, cada vez más formado e informado. Se cansan. O eso percibo.

El otro día leía a una colega periodista decir que la gente ha demandado información durante la pandemia. Mi percepción es que ha sido justo la contraria. Sobre todo en el confinamiento, los medios fueron un gran centro de interés como servicio al público. No había otra posibilidad de contacto con el exterior y casi de ocio. Fuimos esenciales en las formas y prescindibles en el fondo. Todos consumieron mass media, y muchos, que ya nos habían abandonado como manera de informarse, se alejaron definitivamente.

«Durante el confinamiento, los periodistas fuimos esenciales en las formas y prescindibles en el fondo. Todos consumieron mass media, y muchos, que ya nos habían abandonado como manera de informarse, se han alejado definitivamente»

Abrir cada informativo y portada de periódico con datos de contagios, focos y excepciones graves varias, ha sido casi como un mantra. Todo, más el conocido clickbating (obsesión porque se haga click en cualquier enlace con el fin de mejorar tus datos de audiencia y publicidad) se ha convertido en ese veneno de pan para hoy y hambre para mañana. Pero, sobre todo, creo que nuestro concepto de lo que es y no es noticia nos debe llevar a los periodistas a la reflexión (al menos, a mi me ha llevado). El hecho de que hoy todo el mundo pueda ofrecer información (redes sociales) y, en paralelo, que los medios especializados (científicos, por ejemplo), estén al alcance de todos, ha llevado a que nuestro papel como transmisores de información general quede en entredicho. Tal vez, recuperar la agenda y jerarquizar la información (llegar a pocos temas bien, y no a muchos o todos, mal) sea un buen inicio de cambio.

El dato raquítico, el titular fácil, el análisis poco elaborado, y la desafección de la gente son partes del mismo problema, y eso es lo que me llega a mi, de mi gente que dice: «he dejado de ver las noticias». Y, en defensa de los medios diré que, más que esos medios que lo difunden, son las autoridades (gabinetes) los que lo utilizan como semáforo. Y los demás, a rueda, como cuando vas en bici en fila de uno. Sólo ves una rueda a la que vas con el gancho para no quedarte. En periodismo, nos pasa lo mismo: todos a rueda. ¿Y quién crea?

Happy
Happy
0 %
Sad
Sad
0 %
Excited
Excited
0 %
Sleepy
Sleepy
0 %
Angry
Angry
0 %
Surprise
Surprise
0 %

Piénsenlo

0 0
Read Time:5 Minute, 30 Second

Hablando con mi madre, me doy cuenta cuán de daño ha hecho la pandemia. No creáis, mi madre es, además de las formadas e informadas, de las que no se cree una verdad por mucho que se la repitan en la tele. Pero está confusa y, sobre todo, tiene miedo todavía. Y va para largo. Ahora vivo en Serra, en la Serra Calderona, un pueblo de poco más de 3.000 habitantes. Desde hace tiempo, las cifras del covid aquí son casi inexistentes. Y la gente, en su mayoría de edad avanzada, sigue mayoritariamente llevando la mascarilla por la calle. Tienen miedo. Y el cambio de obligación a recomendación ha surtido efecto. Excepto los que ya estábamos convencidos que el uso generalizado de la mascarilla ha sido más una medida disuasoria que de protección real, el resto sigue igual. El miedo sigue teniendo muchos adeptos, pero genera desconfianza. Y no confiar no es la mejor manera de crecer. Sin caer en la euforia, necesitamos mirarnos las caras ya.

Y es que el gobierno ya ha anunciado que quiere retirar las mascarillas (en espacios cerrados) en la primavera de 2022. O sea que lo de vida normal se retrasa. Lo de la nueva normalidad se quedó en un eslogan . Se había especulado con este mes de octubre cuando la vida volviera a ser la que tuvimos. Pero parece que no va a ser así. La medida afecta casi a la totalidad de la población porque la gran mayoría compartimos espacios cerrados (oficinas, clases, almacenes, hoteles, restaurantes…) en nuestro lugar de trabajo. O sea, que no desparecerán y que seguiremos utilizándolas sin que haya una relación causa/efecto ahora realmente justificada. El virus (como casi todos los virus en la historia de la humanidad) está desapareciendo y, cuando lo hace, se ha quedado en poca cosa. Y eso no son opiniones, son datos.

Mi octogenario tío se contagió hace poco de Covid. Unos días aislado, y vida normal. El virus no va a desaparecer (seguimos sumando contagios). Será endémico, y lo tendremos, cual gripe, entre nosotros. Hace unos días me encontré a un amigo mío, uno de los primeros que se contagió de covid. Estuvo ingresado. Ha sido activo en redes sociales, exigiendo precaución y denunciando toda imprudencia. Eso de cara al exterior. En el cara a cara me reconoció que la enfermedad ha afectado a los que, como es su caso, tenían patologías previas.

Sí hay excepciones, seguro; pero son eso, excepciones. Por mucho que la consigna haya sido que el virus nos afecta a todos por igual, tomar la anécdota por el global es una vieja táctica intimidatoria. Si decimos que los jóvenes también enferman de gravedad, y nos vamos a buscar sólo a la excepción, estamos informando de forma correcta (porque es cierto), pero también estamos incurriendo en una mentira comunicativa: la excepción nunca puede generar un argumento para una situación global. Con la transparencia y la verdad, como le digo a mi hija, se llega antes a cualquier sitio. Vacunación y nuevas terapias están haciendo descender los números. El certificado covid en las empresas, la tercera dosis de la vacuna y el control y seguimiento de los más vulnerables deberían ser ya el nuevo escenario. Pelillos a la mar y a recuperar el tiempo perdido, que falta nos hace.

Prueba-error en la desescalada

Y no es necesario tomar medidas absolutas. O todos, o ninguno. Vamos con una consigna empresarial que podemos aplicar casi a cualquier aspecto de la vida: el prueba-error. Comiencen, como prueba-piloto, por algunas aulas de distintos colegios (eso sí, de alumnos y profesores vacunados), empresas pequeñas o medianas. Recuperen la normalidad con los viajes para mayores y hagan excepciones con los más vulnerables. Tomen nota, analicen y, si encuentran alguna incidencia desconocida o no esperada, ya rectificamos. Y si no es así (como se preve), avancen en la apertura. Hasta primavera mirándonos sólo a los ojos, quitándonos la máscara en cualquier salón de bar, besándonos y abrazándonos en casa, viendo el fútbol al aire libre con mascarilla, llegando a la salida de una prueba ciclista con mascarilla y mientras los ciclistas pasando por pasillos de gentes en un puerto, sin control y sin mascarilla. Y, lo que es más grave, viendo como muchos de nuestros mayores, de forma generalizada, y otros conciudadanos siguen espantados, confundidos por el mensaje: desaparece la obligación de llevar la mascarilla por la calle pero se mantiene la recomendación. Hay peligro, piensan. Y por si acaso, se la ponen, aunque no haya nadie a su alrededor. Desconfían del poder.

Nada de conspiraciones, por favor

Comprendo que se ha de ser cauto, pero el erre que erre con la mascarilla, me suena a aquella famosa receta de austeridad en la salida de la crisis económica de las subprime y la burbuja inmobiliaria.que ahogó el consumo y la economía, agravando la situación social y económica de muchos ciudadanos. Anunciar todos los días los contagios (y la tasa de contagio) responde al mismo patrón. Y no es que haya una actitud maléfica en el mantenimiento de esa estrategia, como negacionistas y conspiratorios defienden. Para nada. Es, simplemente, el miedo propio de cualquier gestor a volver a dar la cara con la gestión de una nueva ola, poco probable con los resultados de vacunación en la mano. Si seguimos igual, ¿para qué nos hemos vacunado?, se pregunta mucha gente.

El gobierno acaba de aprobar un plan para reducir el efecto de las enfermedades mentales y suicidios, cifra agravada durante la pandemia. Desde hace tiempo, hay un dominio epidemiológico en la gestión de la crisis, que mantiene el perfil bajo en las medidas de desescalada. Pero antes de aprobar un plan así, habría que empezar por atajar el virus de esta nueva pandemia que no es otro que la cantidad de afectados por el miedo al contagio y a la muerte, propia o de los más próximos. De nada sirve pagar un psicólogo si se mantiene viva la llama de la pandemia a través de su símbolo mundialmente reconocido, la mascarilla. Mientras veamos tapabocas, no podremos ver sonrisas y nos recordará, no que el virus sigue entre nosotros (nunca se va a ir del todo), sino que nos va a matar o nos va a dejar secuelas de por vida, y que morir es algo generalizado, cosa que no ha pasado ni siquiera en la fase más dura de la crisis. Mientras sigamos con la mascarilla obligatoria (otra cosa es, después, lo que la gente haga o decida personalmente), no nos sentiremos libres y no podremos empezar a pasar página. Piénsenlo.

Happy
Happy
0 %
Sad
Sad
0 %
Excited
Excited
0 %
Sleepy
Sleepy
0 %
Angry
Angry
0 %
Surprise
Surprise
0 %

Exceso de símbolos

0 0
Read Time:4 Minute, 57 Second

Un símbolo es un signo que establece una relación de identidad con una realidad, generalmente abstracta, a la que evoca o representa.

WIKIPEDIA

La esvástica significa buena fortuna en origen, pero en el pensamiento colectivo es intolerancia, violencia, agresividad, la representación de uno de los episodios más infames de la historia universal. Su uso está prohibido en Alemania, y sancionado en el resto del planeta. El arcoiris representa la lucha contra todas las fobias e intolerancias relacionadas con el género. La cruz representa a los cristianos, y los colores a los equipos de fútbol y así hasta el infinito. Simbología, sin más. En política, los símbolos se transforman en campañas, simétricamente compartimentadas entre partidarios y detractores, sea cual sea tu color. En definitiva, los ciudadanos de a pie hemos de convivir con esta tendencia maniquea que tantas veces padecemos, por exceso o por defecto.

La representación sensorial de una idea, sería otra acepción del símbolo, que es el objeto de estudio de la simbología. Cuando nos quedamos en la representación y nos olvidamos de la realidad, ésta nos deja en evidencia. Los símbolos son, históricamente, algo más que decir que una bandera es un trapo, una cruz un trozo de madera, o una mascarilla, el símbolo de la sensatez de la pandemia, el que ha servido para evaluar a los buenos y los malos ciudadanos durante uno de los peores periodos que, como colectivo, vamos a vivir en nuestra vida.

El debate de la mascarilla (y la libertad, que daría para unos cuantos posts más) va mucho más allá de la evidencia científica que establece que, en espacios cerrados y mal ventilados, su uso previene de contagios. Pero no sólo de mascarilla vivimos en la sociedad actual, aunque su uso nos ha dejado huérfanos de caras, ha perjudicado nuestra expresión y comunicación y aumentado nuestra distancia interpersonal. Nadie puede dudar de que la mascarilla es el elemento psicológico de la pandemia que más ha modificado nuestra vidas, lo que llamé hace un tiempo Sonrisas ocultas. Y seguramente sólo por eso se mantiene. El mensaje es: cuidado, esto no ha cambiado. Y lo que percibe la sociedad es ojo, esto está cambiando. En la toma de decisiones no sólo hay que tomar buenas decisiones, sino elegir el momento de tomarlas.

Los que hoy reniegan del símbolo de la mascarilla (negacionistas) son los primeros que se aúpan al carro de la simbología patriótica, por ejemplo, la bandera. La simbología suele excederse en su uso y eficacia en situaciones tensas o complejas. Una guerra, una situación social de protesta, un momento de debilidad ética, de dominio político. Los símbolos, como las etiquetas, merecen su uso identificativo, incluso reivindicativo, pero no como juez de lo bueno y lo malo. Ese maniqueísmo siempre es interesado y tiene un objetivo: incidir en la conducta y el pensamiento de los que anidan con su doctrina. O sea, adoctrinan.

Los símbolos, como las etiquetas, merecen su uso identificativo, incluso reivindicativo, pero no como juez de lo bueno y lo malo.

Ya escribí algo parecido cuando hablé de las militancias, y una de las herramientas de toda militancia es la simbología, con una agravante: seas o no sea de esta tendencia o incluso secta, su parecer (ejercicio de imponer un criterio particular a todo un colectivo), será de obligado cumplimiento para todos. Es el caso del aborto, cuya prohibición coarta mi libertad de decidir si quiero tener un hijo o no…. por la superioridad moral de los que hablan de algo que no les pertenece, la libertad individual a decidir cómo quieres vivir dentro de un mínimo rigor ético. «La mascarilla es el símbolo de esta pandemia», le escuché decir a un político en pleno debate sobre si es necesario su uso, o no. Un símbolo que señala culpables, al incumplidor, al no-normativo, vigila, pero también previene y sana, quizás lo menos conocido y valorado de todo, tal vez porque el carácter excesivamente estricto de su normativa, provoca antipatía y reduce su aceptación. Mantener un símbolo, con consecuencias sociales, para recordar lo mal que lo hemos pasado, me parece un doble error: primero de eficacia y posteriormente de desafección. El primero, porque ya no cumple con su precepto principal: evitar contagios, siempre al aire libre y en espacios no ventilados (en realidad, en estos espacios, es probable que nunca fuera eficaz y sí símbolo de advertencia y temor). Al mismo tiempo que nos la quitamos en una terraza rodeados de gente, nos la ponemos cuando nos levantamos y estamos en medio de la montaña. De locos. Y el segundo porque su uso obligatorio y generalizado afecta anímicamente y pierde rigor (cuando excedes en una norma restrictiva, el efecto que se logra es el contrario). Consecuencia de ello, la desconexión y la desafección, el peor de los escenarios para obtener resultados adecuados en momentos de gran tensión. Las campañas de símbolos son eso, campañas. Y sólo afectan a los que se las creen.

Valga esta reflexión a todo uso excesivo del símbolo, que se queda en la superficie de las cosas y que aleja a sus mentores de quienes la perciben. Y pasa con todo lo que se aborda desde el marketing, una actividad esencial para llamar la atención y promover el engagement , pero que no puede ser utilizado en términos de gestión y norma. Algo así percibo e intuyo que nos está pasando a los periodistas con esta pandemia. El exceso (y orientación casi siempre negativa) de información está provocando un hastío y una desafección de los medios con su público objetivo, como también le pasa a la política por la misma razón (y otras muchas más). Pero de eso, hablaré en otro momento. El uso excesivo de la simbología como una estrategia de gestión se suele percibir en la ciudadanía como un abuso. Por supuesto que ese abuso también se convierte en símbolo de los que militan en el otro polo defendiendo una mal entendida libertad.

Happy
Happy
0 %
Sad
Sad
0 %
Excited
Excited
0 %
Sleepy
Sleepy
0 %
Angry
Angry
0 %
Surprise
Surprise
0 %

Sonrisas ocultas

0 0
Read Time:3 Minute, 15 Second

«Las mascarillas borran las sonrisas y sólo dejan ver las lágrimas», leía en un tuit de no recuerdo bien quién. Pero se me quedó esa frase, pegada a mi mente como una lapa. Cosida a mi ánimo. Una frase llena de simbolismo. Modernidad (en forma de contactos infinitos) aderezada de miedo. El del contagio, el del dolor más que el de la muerte. La soledad del adiós. La soledad y el dolor. La soledad ya es dolor. Y muchos de los que se han ido ya estaban solos antes de marcharse, con dolores iguales o peores, con agujeros en el alma, con la conciencia tranquila del que ha hecho su legado con una vida plena y que acepta su final con calma. Siempre pensé que ese relato de calma, sin la prisa de la mañana ni la dictadura de la agenda, es la felicidad más madura. Una felicidad que transmite tranquilidad, serenidad e inteligente pausa.

La soledad madura de esas mañanas eternas, con un paseo al sol de invierno y a la fresca en verano. Días interminables esperando, sólo viendo pasar el tiempo. Y los que vamos en tránsito hacia esa madurez, hablamos estos días en el nombre de la soledad de nuestros mayores, que están más angustiados por vernos a nosotros lejos de esos abrazos protectores, que de su propia soledad, a la que poco a poco se dirigen, por costumbre. La interacción, en otro momento motor de nuestras vidas, se convierte en adorno de un tiempo de tranquilidad, de calma, de sosiego del que se ve a sí mismo resabiado de su historia.

La Covid19 no se ha llevado a nuestros mayores. Muchos llevaban tiempo despidiéndose. Les ha dado un impulso y nos ha dejado huérfanos, llenos de reproches por nuestra endiablada vida (me hubiera gustado estar más tiempo, me hubiera gustado despedirme…) Es dolor, sin duda. Pero también suena a excusa de exceso, suena a liberar parte de nuestras conciencias. O no. Ahí lo dejo. Para la reflexión de cada uno.

El virus se ha llevado la mirada alegre de quienes vemos en nuestros mayores un espejo de existencia. Ellos, los mayores más inquietos, los más resistentes al paso del tiempo, han acelerado con la pandemia su trayecto hacia esa calma, minimizando los deseos humanos de eternidad y juventud infinita. Esta pandemia nos ha robado a los más, la sonrisa. Y a ellos, a los que nos trajeron a vivir esta aventura, la satisfacción de vernos sonreír. Porque igual que su vida es el espejo de su descendencia, la sonrisa de los que toman sus apellidos son el reflejo de su felicidad madura. Y es esa sonrisa la que han dejado de ver, con el aislamiento primero y, cuando ha llegado el contacto, con esa mascarilla que las estrangula, contrae la respiración, ilumina las miradas más tristes y, en el peor de los casos, sólo destaca las lágrimas.

El final del túnel

Es tiempo de pandemia y de sueños. Y el mío no pasa por la vacuna (ojalá…), pasa porque el virus, tal vez, se retire (cuando deje de considerarse que hay una ‘transmisión comunitaria incontrolada» y, textualmente, “como sucede a menudo, cuando los efectos bajan, la gente deja de preocuparse”…, tal y como explican las historiadoras Laura y María Lara Martínez al contar cómo acabó la gripe española del 18) como llegó: sin hacer ruido, sin percibirse, silencioso, sin saber que está, hasta que llega la muerte, una muerte en soledad y con dolor, nuestra verdadera razón de alarma. Nos quitaremos la mascarilla cuando el virus deje de causar miedo y no tenga que vivir de nuestra muerte. «La imposición del miedo es la peor de las pandemias porque atañe a lo más preciado que tenemos: la confianza», escribía en Imponer el miedo, aquí mismo en Apuntes. Y, cuando pase, nuestros mayores recuperarán su sonrisa. Y volverán a sonreír con nuestras carcajadas, abrazados.

*Foto Freepik: @goffkein

Happy
Happy
0 %
Sad
Sad
0 %
Excited
Excited
0 %
Sleepy
Sleepy
0 %
Angry
Angry
0 %
Surprise
Surprise
0 %

Comunicar en tiempos de Covid

0 0
Read Time:6 Minute, 58 Second

‘No vamos a soplar las velas este año’, decía mi madre en los preparativos del 86 cumpleaños de mi padre. Lo decía con miedo y confusa: «en la tele han dicho que no debemos de soplar las velas, que es peligroso, se extiende el virus». Constatación de la afirmación, ninguna. Aproximación científica, seguramente. Estamos en un nuevo tiempo vivido en el que no existe unanimidad médica, ni seguridad científica ni nada que se le acerque. Sólo existen indicios, y con ellos, el caos. Todo es posible y nada lo es. Hoy por hoy, la gestión universal de esta crisis es, bajo mi punto de vista, un asunto de comunicación. Qué quieres decir, qué mensaje quieres hacer llegar, cuánto estás dispuesto a estirar los mensajes por muy contradictorios que sean… Y en esas es cuando los medios de comunicación, como aliados necesarios de la política, volvemos a salir mal parados. De ser ventanas y oxígeno durante el confinamiento, a ser apestados por la carga viral que llevamos con nosotros y la insistencia por informaciones que se quedan en la superficie, sólo constatan el hecho, los hechos que emanan de los que gestionan lo desconocido.

«He dejado de ver la tele y de leer nada porque nadie nos dice lo que pasa realmente», me dicen muchos amigos y conocidos. Y es algo que se extiende, no sólo con la pandemia, sino con muchos más asuntos. La gente está desconectando de los mensajes (y de las noticias) a través de los medios de comunicación porque se ha cansado de ‘escuchar siempre lo mismo’ (brote aquí, brote allá, esto se puede hacer, ésto no, etc., esto se debe hacer, esto no) y también porque las informaciones no llegan al fondo, son superficiales. Estamos informando de lo que nos informan, como en tiempos de guerra «Lo siento, pero yo ya no me fío de la prensa, sólo de la ciencia», me decían el otro día. Y la ciencia tiene su propia forma y estrategia comunicativa, y sus propios medios de difusión y de control, lejos de los códigos de la información generalista de la que soy consumidor y partícipe.

Por ejemplo, ahora no se habla de control del virus como durante el confinamiento. Todo lo contrario: se pretende hacer llegar el mensaje de que ‘el virús no se ha ido, está aquí’, de que dudemos incluso de si tiene cura (vacuna) como ha sugerido la OMS, y de que el grado de contagio continúa siendo elevado, cosa que siendo cierto no se aleja mucho de otros virus. Pero ahora, sin confinamiento masivo, y cuidándonos muchos de evitar que haya otro porque, de haberlo, la palmamos todos, pero de hambre. Para reactivar la economía, abrimos la mano; para parar la pandemia, recortamos. Desde el inicio el mensaje es contradictorio y poco fiable. Consecuencia: ni paramos el virus ni reactivamos la economía.

DÓNDE PONER EL FOCO

Si le pides opinión sobre la pandemia a un médico, a un epidemiólogo, a un estadista, a un urgenciólogo o una enfermera, la realidad que te dibujará será diferente. Y ninguna de ellas totalmente cierta, ni totalmente equivocada. Los profesionales de la medicina viven a diario con la muerte. Están acostumbrados a lidiar con ella. Por eso, sorprende alguna de sus reacciones en relación con el Covid19, en una doble vertiente: su miedo alerta de que es algo más grave de lo normal pero, también, sus códigos les lleva a ‘salvar vidas’ y no hacerlo, les deja un poso de frustración como si no hubieran hecho bien su trabajo. Y de ahí su lógica denuncia de cansancio físico y psicológico en esta pandemia, en la que, además, han sido el foco de atención, los receptores del aplauso y foco de la esperanza. Nunca tuvieron tanta presión. Y por eso sus alertas y denuncias rozan la desesperación.

«Desde el inicio el mensaje ha sido contradictorio y poco fiable. Consecuencia: ni paramos el virus ni reactivamos la economía»

Queremos que la gente salga, consuma, se atreva… pero al mismo tiempo le damos el mensaje contrario. Prudencia, ¡ojo con la excesiva interacción!, nos dicen. Traducido quiere decir: si fuera sólo por la salud, confinamiento; si fuera sólo por la economía, vida normal. Pero no es ni una cosa ni otra. Nos tomamos una cerveza como si nada hubiera cambiado y, cuando nos levantamos, nos topamos con el bicho: cuidado que no se ha ido, y nos va a acompañar un tiempo.

En el fondo, está el miedo al colapso sanitario que ya nos llevó al confinamiento (en mi caso, lo hice de forma anticipada y voluntaria). Obvio. Lejos de la realidad, los hospitales (siempre, según esos mismos datos oficiales) viven con cierta calma, a pesar de que los que están a pie de cama y de UCI no quieren pasar por lo vivido en marzo (nadie lo quiere). Ahora, se extiende que esa tensión sanitaria está en la atención primaria, y los desajustes de los rastreadores. Lo que es cierto es que ahora somos proactivos, vamos ‘a buscar casos’, y encontramos más, y la gran mayoría, leves.

El objetivo (y no digo que no sea necesario) es decir: no se puede volver a tiempos de confinamiento, ni por cifras de ingresados y UCIs, ni por número de fallecimiento. Los datos, por sí solos y en general, no reseñan nada. Han de elegirse con criterio neutro, no con la intención de servir a nadie. Elegir difundir un dato (brotes y positivos con prueba PCR), y no otros (ingresados, hospitalizados, en UCI) tiene su razón e intención. Incluso, la semántica de brote y rebrote tiene su aquél. El primero (que es el que se da, fundamentalmente) es un nuevo grupo de casos positivos; el segundo es cuando se producen positivos después de haber erradicado anteriormente los casos en un mismo lugar o zona, y vuelven a producirse positivos. Es más, según la nomenclatura oficial, se considera brote cuando se localizan a tres o más infectados en un mismo grupo social (trabajo, ocio, familia…), algo absolutamente habitual en caso de epidemia. Insisto: lo normal es que, a más interacción, haya más casos. Si lo llamamos brote es más gordo, asusta más. No es un caso aislado (a mi no me toca) y, por tanto, aumenta la conciencia sobre la situación. Pero, colateralmente, también, por lógica, a la actividad económica: ‘no salgo’ o porque tengo miedo o porque así no merece la pena.

Se trataría, por tanto, de resolver con equilibrio, mesura y no buscando únicos culpables (ahora los jóvenes descerebrados que salen por ahí…). Lógico y, la mayoría, lo hace bien, pero como pasa con esa edad, sienten menos miedo que el resto. Resolver la ecuación salud, economía, vida, no es fácil en un contexto de pandemia. Nadie está libre de un contagio que derive en fatal, por supuesto. Pero aunque el anhelo de toda sociedad sería la de una gestión unánime para todos (algo casi imposible), el objetivo, por tanto, es alcanzar altos grados de bienestar para amplios sectores. Y, por tanto, los recursos (limitados) y los esfuerzos han de centrarse en gestionar para la mayoría y para la defensa y protección de una minoría más expuesta y más dispuesta al sacrificio. Y destinar recursos para ellos. Lo mismo, por sectores económicos. Se hizo bien: teletrabajar o parar para aquellos sectores que hacen de la interacción su razón de ser. El resto, vida normal, con precaución pero sin obsesión que haga de freno a la actividad. Es como querer que vengan turistas, pero que no salgan. O lo uno o lo otro.

Para un asmático con alergia al ácaro como yo, exponerme a lugares cerrados mucho tiempo, es una temeridad. Lo único que puedo hacer es evitarlos. Pero no puedo exigir que nadie los visite por si acaso yo sufro un ataque de asma con el pretexto que afecta a mi libertad personal. Si soy personal de riesgo, reduzco mi círculo, prevengo posibles complicaciones. Y el resto, a seguir. Lo hacen todos los enfermos, y por desgracia, enfermedades hay muchas más el coronavirus. El bicho no ha parado el tiempo. Sigue. La globalización (y su forma de vida: viajes continuos, ciudades muy pobladas y virus planetarios nos ha traído una pandemia, sanitaria, económica y social) lo ha extendido y lo hace más difícil de parar. Seamos conscientes y congruentes. Cuidado con lo que comunicamos porque puede causar el efecto contrario

Happy
Happy
0 %
Sad
Sad
0 %
Excited
Excited
0 %
Sleepy
Sleepy
0 %
Angry
Angry
0 %
Surprise
Surprise
0 %

Mascarillas

0 0
Read Time:7 Minute, 24 Second

«La ausencia de certezas no nos libera de la responsabilidad de cuidar el mundo que compartimos», Hanna Harendt.

Decimoprimera entrega de Reflexiones en confinamiento. Mascarillas

Es una de las muchas e interesantes reflexiones de un excelente artículo sobre la filósofa y pensadora cosmopolita Hanna Harendt (Babelia, El Pais). Si tenéis ocasión, acercaros a esta maravilla, excelentemente tratada y contada. Es como un soplo de aire puro en medio de tanta banalidad y mediocridad que nos trae la actualidad últimamente. Es como meterse en la máquina del tiempo, aunque su tiempo, el de principios del siglo XX no fuera un remanso de paz, ni mucho menos. Es lo que me ha apasionado de la historia: cuenta, analiza y reflexiona la realidad con la suficiente pausa como para deleitarse en el pensamiento. Y es lo que, cada vez, más me hastía de mi profesión y mi pasión, el periodismo: todo se queda en el ‘momento’, en la ‘anécdota’, en la ‘reflexión rápida’, sea una información -difícilmente contrastada porque la crisis de fuentes es otro mal del periodismo moderno, muy burocratizado-, o sea una historia. En esa dialéctica paso los días, tratando de dar pausa al análisis y juicio diario. Lo sé, difícil, por no decir imposible. Eso sí, estas historias, bien contadas, son una delicia (al menos para mi), como supone este maravilloso artículo sobre Harendt, que dan ganas de salir corriendo hacia el Museo de Historia de Berlín, otro de los lugares que me intriga y me apetece visitar para cuando esta maldita pandemia nos deje cierta normalidad, no nueva sino renovada.

Y sí. Creo también que si hay algo que caracteriza a esta época es la falta de certezas, a todos los niveles. Desconocemos el alcance de los cambios que la mayor pandemia de la historia (por global, profunda y planetaria) nos va a proporcionar, o si todo se va a quedar como está cuando el virus, o se esfume, o sea controlado por la ciencia y el ser humano, controlado por nuestro sistema inmunológico. Pero eso no nos excluye de buscar soluciones a nuestros problemas comunes, el primero y principal el modo y estilo de vida que nos vamos a encontrar a la vuelta de la esquina. Y ésa es la responsabilidad que, como colectivo, nos ha de dar lugar a obtener un objetivo de mínimos: la supervivencia como especie. Y no sólo hablo de salud, sino de economía. Porque se puede morir por enfermedad o por hambre. Y en esas, da lo mismo como lo hagas, el final es el mismo. La realidad siempre la intento analizar desde el lugar desde donde ha de ser observada. Y, en las sociedades donde el ocio tiene una buena agenda, la salud es lo primero. En aquellas sociedades donde la luz solar representa la supervivencia, el dinero (como modo de supervivencia) es lo más importante.

Mascarillas, juicio en confinamiento

La no-normalidad

Dentro de esa no-normalidad, está la mascarilla o, como le llaman, en latinoamérica, el tapabocas, prenda que, colocada en la cara, sirve para que ni contagies ni te contagien. Que más allá del debate sobre su utilidad (o no) en el freno de los contagios, ésta es uno de los grandes chivatos de esta pase desencadenante de la pandemia. Llevarla o no llevarla dibuja (de cara al prójimo) mucho de lo que piensas o eres: más precavido, más solidario con los demás, más concienciado, más bohemio… Una prueba más del juicio sumario al que hoy, en tiempos revueltos, nos somete la sociedad, influida por la inmediatez y la agresividad en la opinión. De lo que no hay duda es que, en época de vacas flacas, nos va lo de juzgar, lo de decir a los demás lo que no hacemos bien, lo de poner la máquina de la intransigencia a producir, y a generar tensión.

Llevar (la mascarilla) o no llevarla dibuja (de cara al prójimo) mucho de lo que piensas o eres: más precavido, más solidario con los demás, más concienciado, más bohemio… Una prueba más del juicio sumario al que hoy, en tiempos revueltos, nos sometemos en la sociedad, influida por la inmediatez y la agresividad en la opinión

Trampantojo
Excelente viñeta de Max, en Babelia (EL PAÍS), en que se expresa ese ‘modo agresivo’ en el que nos hemos instalado. El arte de saber callarse a tiempo y de pensar lo que se dice.

Bocazas o bocachanclas

Tapaboca para tapar la boca, pero desgraciadamente, no para evitar el improperio, que no sería mordaza, sino educación. Un tapaboca para acallar al bocachanclas y no sólo para evitar el contagio del virus que está tanto en el aire como en la agenda de muchos de nuestros gestores públicos, más empeñados en dialécticas banales que en la solución de los múltiples problemas que nos está generando esta pandemia y las consecuencias de la parálisis de la actividad económica. El objetivo del tapabocas dialéctico es el de acallar a todos los que no saben cerrar la boca. No hay que callarse -que sería censura, siempre reprobable por contraproducente e indigna-, sino que hay que saber callarse, que es signo de inteligencia, de respeto (a uno mismo y a los demás) y sinónimo de humildad intelectual: si te callas, puedes incluso escuchar. Un pequeño paseo por la prensa generalista de las últimas semanas, nos da un poco ejemplo de esa necesaria mascarilla para parte de nuestra clase dirigente y cientos de miles de soldados y seguidores que los jalean y los ensalzan.

Los bocazas han hecho que aumente el número de los que dudamos entre generar un debate más sano de todo los que nos rodea o abandonar el barco y dejar ese debate de pandereta para los que sólo se sienten cómodos en el enfretamiento face to face o los que quieren hacer de ésto un circo para lograr sus metas personales. Quizás, el objetivo de algunos sea ese: el hartazgo de la gente. Que haya más deserciones de la política tradicional no les genera ningún tipo de batalla ética por saber si cuentan con apoyo o no para su causa. Siempre habrá quien vote y les legitime. Aislarse y no participar supone ‘no estar interesado’. Y, a mi, la verdad, el teatrillo político, además de indignarme, cada vez me aburre más. Pero no podemos abandonar: sin ese puntualizado debate, las manos cerradas y los nudillos pueden ser los próximos lápices con los que escribir la historia que está llena de ejemplos.

«A la política tradicional le han saltado todas las costuras porque, en vez de cosida, estaba hilbanada. No había necesidad de hacerlo: el juego político es más un pulso de poderes y contra-poderes que de ideas y gestión»

Caricaturas

Las mascarillas en la política dibujan caricaturas. Más que tapabocas anti-virus son máscaras, pero no de anonimato. Al contrario. El político utiliza la máscara para resaltar su lado más interpretativo, más actor. Toma parte de un circo en el que, a veces, la realidad supera la ficción. A veces, el personaje se traga al actor, dicen. Y la crítica no recuerda a quién lo interpreta, sino al personaje en sí, tanto en la vida real como en la ficción. Cada vez más, el personaje al que representa fulmina al político que lo encarna. Como decía Margarita Robles en una entrevista, tal vez los políticos no hemos estado a la altura y pedimos perdón. Que nadie lo dude: aún conscientes de la urgencia y la complejidad del problema generado por la pandemia , a la política tradicional le han saltado todas las costuras porque, en vez de cosida, estaba hilvanada. No había necesidad de coser: el juego político es más un pulso de poderes y contra-poderes que de ideas y gestión. La gran política y los grandes políticos hace tiempo que abandonaron la primera linea. Seguramente, por hartazgo intelectual. Pero también porque, como pasa ahora con la mascarilla y la expresividad. La política moderna ha borrado de un plumazo cualquier atisbo de realidad. Se han tomado al pie de la letra lo que, en concepto de opinión pública de masas se sabe: lo que no se publica, no existe. En la nueva política igual: los únicos problemas que existen son los que están en la agenda política, los que saltas a los mass media , los que generan polémica (audiencia) y rentabilidad (dan votos).

Y acabo también con Hanna Harendt: «Nunca he amado ninguna nacionalidad. Ni la alemana, la francesa, la americana, ni a la clase trabajadora. Sólo amo a mis amigos, y soy incapaz de cualquier otro amor». Ella, alemana de nacimiento, a la que el nacionalsocialismo le arrebató su condición germana y que murió como norteamericana, encuentra en el ‘amigo’ el único reducto del sentimiento. Humanicemos, por tanto, nuestra realidad y amemos sin etiquetas. Cuánto nos perdemos enseñándonos con el diferente, el que no piensa como tú. Hagamos que la mascarilla tape la boca, pero no nos deje sin expresión.

Happy
Happy
0 %
Sad
Sad
0 %
Excited
Excited
0 %
Sleepy
Sleepy
0 %
Angry
Angry
0 %
Surprise
Surprise
0 %

Calles

0 0
Read Time:5 Minute, 45 Second

«Como quien viaja a bordo de un barco enloquecido» (Calle Melancolía, Joaquín Sabina)

Reflexiones en confinamiento. Capítulo 10. Calles

El desconfinamiento nos ha devuelto a la calle, un lugar hasta ahora familiar, reconocido, en el que casi nos desenvolvíamos por intuición, sin pensarlo. Salíamos, entrábamos, no importaba la hora, volvíamos, veníamos. Cada uno eligía su manera, su hora, su momento. Hay ciudades que nunca duermen, como le pasa a las grandes urbes. De ellas, Nueva York es probablemente la más sonámbula. Curiosamente, una de las más silenciada por esto del Covid_19, que nos ha quitado la calle y nos las ha devuelto distintas, capadas, amordazadas, nunca mejor dicho, pero también tensadas, histéricas y, como casi toda la sociedad, muy divididas en bandos antagónicos. Le llaman la nueva realidad. Pero yo diría que, de nueva nada, al contrario. Es vieja, y mucho. Lo único que ha hecho este virus es avanzar el proceso, lejos de las previsiones optimistas de aquellos que pensaban allá por el mes de marzo que, de ésta y ante un enemigo exterior tan duro, iba a salir una sociedad nueva, distinta, más humana, más cercana a la realidad, más ecológica, más preocupada por los problemas globales. Pero de eso nada.

La calle post-covid, más allá de las mascarillas, está llena de gentes asustadas y tristes, pero también de los de siempre, aquellas personas que las ocuparon con intrepidez y sin ningún miramiento, o sea responsabilidad. No podemos culpar de incívicos a aquellos que nunca ocuparon las calles con una mentalidad global, pero nunca nos dimos cuenta porque no molestaban. Es más, nunca nos importó nada más allá de que nos afectara (no puedo dormir, lo ponen todo perdido, la suciedad de los botellones o, en su momento, las jeringuillas de los heroinómanos. Ahora, nos percatamos que estaban -hacen lo mismo, pero ahora, nos va la cosa a todos-, justo cuando la sociedad se ha puesto ante el espejo y ha visto que va más allá de un ente y sí la suma de todos. Sin que todos sumen, no avanzamos.

Bandos en la calle

De ahí que ya os haya hablado de empatía o de una sociedad retratada en el final o en el inicio de esta sección. Y en vez de disminuir, ha acelerado de forma peligrosa, inconscientemente peligrosa. Se sanciona al mediador al que, como este blog, se pone de perfil, no para no mojarse, sino para situarse a distancia para que, en caso de que la situación se radicalice y surja algún acontecimiento (esperemos que no) sin punto de retorno, haya alguien que pueda llamar a ambas puertas sin miedo a ser tildado de rojo, azul o traidor. Y creo (desafortunadamente) que no soy el único que teme cómo le va a estas calles modernas, aquellas que han tomado los policías de balcón, los sectarios con y sin mascarilla, aquellos que van de justicieros de la igualdad en favor de la mayoría o los que se auto-proclaman salvadores de la patria, sin ver más allá de una bandera. Al final, el intermediario, a derecha e izquierda, se lleva el tesoro gracias a la gran capacidad de atracción que tiene el poder. La corrupción, entendida como arte de aprovechar una situación de superioridad en beneficio propio, tampoco tiene, como el Covid_19, ni fronteras, ni ideologías, ni cultos, ni nada. Contagia a todos. Las caceroladas, las siglas, la política de gestos y las banderas firman esa combinación también violenta. Nos identifica como grupo y, lo más importante señalan al diferente, sea antagónico o, simplemente, se sitúe en el espacio intermedio.

«La moderación, la concordia transversal y el propio ejercicio del diálogo se baten en retirada en las dos laderas, a cada vez menos metros del abismo, mientras prosigue el avance devastador de las llamaradas del odio de las minorías radicales que van calcinando nuestra morada vital», dice Pedro J. Ramírez en su Carta del Director en El Español. Y nos acercamos irremediablemente a una situación de no vuelta atrás, próxima al enfrentamiento. Pero nadie (de los dos bandos) os va a decir nada de ésto. «Es exagerado», os dirán los que, día a día, van tirando a la lumbre la panocha que puede encender la hoguera. La ceguera del día a día nos lleva a esa escalada de enfrentamiento que da miedo, preocupa. La apuesta por los caladeros de votos desdibujan el mapa. Y eso no es alarmismo, es realidad. Si al exaltado que sale a la calle en una bandera o al justiciero que participa en escraches en defensa del pueblo, coincide un día y salta la chispa, la lumbre se puede encender con virulencia. Y los bomberos igual no llegan a tiempo.

No necesitamos un pacto de reconstrucción, sino de concordia. No necesitamos una transición, sino una declaración de intenciones de lo que queremos ser como sociedad. Europa conoce mucho de enfrentamientos. Vivió y sufrió dos guerras, con seguidores ciegos de ideologías con apariencia de justas (unas) y de proclamas patrióticas (otras) que quedaron para pegarse y lo hicieron durante más de 6 años. Necesitamos escuchar a lo que dice el otro, necesitamos que se acabe el ‘y tu más…’, la acusación emotiva. Necesitamos pensar lo que decimos para decir lo pensado, no sólo lo sentido.

Vemos con preocupación la paradoja de una maestra de escuela que, en virtud de su preparación y siendo responsable de la transmisión de conocimiento, pone en duda la letalidad del virus, que ha matado a tantas personas en favor de una teoría conspiratoria que suena más a capricho y a cabreo adolescente que a la raciocinio de alguien que está encargada de la educación futura. O escuchamos a una persona del gobierno acusar a quien pide empatía, sacar el látigo cuando la calculadora de votos y adheridos a la causa mengua, sin más argumento que la adhesión por razones ideolígicas. Todo muy lógico. Es la paradoja que resume la confusión en la que vivimos, y la tensión con la que convivimos. Dejemos (y arrinconemos) a los que nos separan y los que enfrentan, los que nos envían a las barricadas y se esconden en su sillón sobre el que mover las piezas del tablero resulta fácil.

Exijamos trabajo, gestión y empatía. Que la mayoría silenciosa, no chillona e histriónica inunde las calles, imponga la cordura y coherencia, trate al no igual con respeto y, sobre todo, mantenga alta la exigencia de quienes dirigen la nave. Pidamos la dimisión de los alboratadores y los calculadores, los líderes de pacotilla, los obreros con bombín que proclaman en nombre de la clase , o los que defienden la libertad que niegan a otros llegando a la emoción a través de la siempre rentable adhesión a una causa patria. Los extremos se excluyen, pero se necesitan. No caigamos en su trampa. Hablemos y escuchemos. No nos tiremos los trastos a la cabeza para que ellos cambien su sillón.

Happy
Happy
0 %
Sad
Sad
0 %
Excited
Excited
0 %
Sleepy
Sleepy
0 %
Angry
Angry
0 %
Surprise
Surprise
0 %

Adolescentes en confinamiento

0 0
Read Time:6 Minute, 47 Second

“La frustración es un entrenamiento imprescindible para saber desenvolverse porque para vivir en sociedad hay que saber aceptar las renuncias. Los padres deben acostumbrarles a ello poco a poco”, Alfonso Ladrón, psicólogo clínico infantil del servicio de Psiquiatría del Hospital Clínico San Carlos*

Reflexiones en confinamiento, octava entrega.

Esta semana, iba a escribir de comunicación, pero he cambiado de idea. Voy a hablar de educación, que siempre me genera ansiedad porque, mi propuesta, mi valor sobre ella, provoca siempre controversia en mis interlocutores, sean quienes sean, más próximos o contertulios ocasionales porque es un tema transversal en nuestras vidas, y porque hablar de los hijos es uno de los temas estrella en nuestra socialización. Lógico. Una conversación sobre qué se pierden los adolescentes confinados por la pandemia, me lleva a este cambio. Estoy de acuerdo con que los adolescentes son los grandes olvidados de esta crisis, como se ha dicho. No son niños, no son adultos, empiezan a vivir y la experiencia vital suele rozar lo agonístico. Pero, como digo muchas veces, es una enfermedad que se pasa. Pero no voy a hablar de ellos, sino de los que estamos cerca, a su lado. 

Lo que me inquieta es que no sólo no intentemos minimizar su frustración con nuestra ‘comprensión’ paternal, y todavía me preocupa más que lleguemos a ser los padres los que hagamos más grande todavía esa frustración sin hacer la mínima pedagogía en una situación extrema, no vivida antes, más allá de entenderla nosotros también desde nuestra posición y nuestras preocupaciones como responsables de nuestra y su vida. Ser solidarios con la situación de ‘pérdida de libertad’ en el momento en que más la necesitan, no puede ni debe ser excusa para remarcar y asumir dicha frustración y, mucho menos, intentar ‘solucionar’ el problema y sí optar por otra de las palabras de moda en esta pandemia: la resiliencia, que incide en la salida de la adversidad, no en el relato del trauma. 

Siempre sale lo mismo: protección. Soy padre de una adolescente, y también he padecido esa misma tensión. No ha sido un año fácil con ella, pero me siento orgulloso (de ella y de mi) de salir airoso (aunque no sin consecuencias en nuestra relación) de su condición de adolescente. No es fácil salirse del carril, dejar que tu hijo se defienda sólo, se saque las castañas del fuego, entienda que el elogio del padre al hijo es poco menos que obligatorio y que cualquier factor externo que le acecha es causa de injusticia. No suelo ya tratar sobre mi ideal de educación (ni mejor ni peor que otras, la mía). De hecho, hay tantas educaciones como padres, y todas válidas, por supuesto. Como siempre, es una reflexión, no una verdad absoluta. Hoy, en el contexto de la crisis del Covid_19 y el confinamiento, sí me he animado a escribir sobre educación, adolescentes, millennials y toda clase de gente joven (no ya niños). Muchas de las situaciones que se dan ahora con ellos proviene de un modelo educativo muy proteccionista, de la que ellos son víctimas, de una educación laxa, dirigida al no-daño. Siempre pongo una metáfora de ese proteccionismo: hay padres que se tiran por un tobogán antes para saber si hay peligro.

No voy a poner un ejemplo real, por razones obvias, pero sí una situación simulada análoga. Si un/a joven adolescente sufre ansiedad por no poder a su ‘novio/a’ durante este confinamiento, por ejemplo (algo muy probable, y con cierta sensación agónica en sus vidas cortoplacistas), nuestra reacción como padres ha de ser a mitad camino entre la comprensión y el realismo, sin que la primera provoque que sea el propio padre el que se coloque literalmente en la piel de su joven hijo. Si alcanzamos a hacer ver al adolescente (egoísta por naturaleza, porque si no no sería adolescente) la globalidad del problema, contextualizando la crisis, les estaremos enseñando a mitigar la frustración y a reducir su ansiedad. En Latinoamérica el Covid_19 es conocido como el Coronahambre. Difícilmente, un adolescente latino pueda ver más allá de la angustia que se sufre en casa por la falta de recursos para traer comida a la vivienda. Pero no sólo allí, sino también aquí. En España, se estima que hay 8 millones de personas en riesgo de exclusión social, unas cifras agravadas por la pandemia. Es difícil que un joven sin problemas añadidos por su contexto, atienda a tal reflexión, lo entiendo. Como no es lo mismo que alguien con algún caso cercano y traumático por el Covid_19 actúe de la misma manera que alguien que sólo sabe por referencias, cifras o mass media.

Recuerdo mi adolescencia como un período a medio camino entre la seguridad insultante de la juventud y la inconsciencia militante de la falta de experiencia. Aún así, siempre hubo sitio para abordar valores que, a la larga, han confeccionado mi ideario, mejor o peor, pero lo han ido construyendo. Hacer ver que las cosas pasan (buenas y malas), que hay que adaptarse a las situaciones, que lo que no se puede hacer ahora, se hará después, de otra manera. Que el ‘no se puede’ no debe ser un motivo de angustia, desazón o enfado, sino de espíritu de superación ante la adversidad que, a la larga, es la que más nos permite aprender, y que las crisis suelen indicar más oportunidad que inconveniente. Lamer las heridas de los que se caen, no nos hace mejores padres, pero sí nos hace peores educadores. “Para mí, los rasgos del carácter son esas cualidades que nos engrandecen como personas: la resistencia, la habilidad para trabajar con otros, enseñar humildad mientras se disfruta del éxito y capacidad de recuperación en el fracaso”, decía Nicky Morgan, ex-ministra de educación británica en tiempos de David Cameron, y que entre sus prioridades estaba la educación del carácter. En The Crown, la serie de Netflix que destripa la vida de la Reina Isabel de Inglaterra, se cuenta que el príncipe Carlos fue a estudiar a la escuela escocesa Gordonstoun, la misma en la que estuvo su padre Felipe, el Duque de Edimburgo, conocida por sus métodos espartanos, con un gran componente físico, ligado a la educación militar, buscando reforzar el carácter que, también en GB, el rugby ha sido ejemplo como método empleado para fortalecer dicho carácter, para educar: integridad, pasión, solidaridad, disciplina y carácter. En tiempos de crisis, esas cuatro cualidades definidas por Morgan deben estar en la cima de las prioridades educativas. La comprensión de la inconveniencia del joven adolescente por parte del adulto es necesaria, pero nunca la asunción de esa frustración como propia, como tampoco celebrar los éxitos de tus hijos como si fueran tuyos. 

“Cuando una familia quiere que sus hijos no pasen las dificultades por las que sí pasaron ellos, la sociedad se vuelve más cómoda, blanda, menos esforzada. Pasa también con los países”, dice el ingeniero de caminos y experto en educación Alfonso Aguiló. El coronavirus nos ha puesto a todos a prueba y el confinamiento ha retratado nuestras prioridades personales y sociales. 

 “La comprensión de la inconveniencia del joven adolescente por parte del adulto es necesaria, pero nunca la asunción de esa frustración como propia, como tampoco celebrar los éxitos de tus hijos como si fueran tuyos”

“Ahora valoraremos más todo lo que tenemos y vivimos”, dicen continuamente los expertos. Y yo que lo dudo. Pero lo que sí se llevarán nuestros adolescentes (que no muchos de nosotros, los padres o educadores) es una lección práctica de cómo reaccionar ante la adversidad. Los pormenores no los recordarán afortunadamente, pero la situación la tendrán siempre presente en todos los ámbitos de su vida. Y nos recordarán a todos nosotros y muy seguramente en modo protesta que siempre es mejor experimentar por uno mismo, que encontrar las hélices de los denominados ‘padres helicópteros’, los que sobrevuelan la vida de sus hijos geolocalizando sus peligros. 

*Artículo ‘Niños consentidos’, Padres e hijos, ABC)

Happy
Happy
0 %
Sad
Sad
0 %
Excited
Excited
0 %
Sleepy
Sleepy
0 %
Angry
Angry
0 %
Surprise
Surprise
0 %

Empatía

0 0
Read Time:6 Minute, 36 Second

(“O como saber ponerse en los zapatos de otro”)

Séptima entrega de ‘Reflexiones en confinamiento’… después de 49 días

“La solidaridad es un buen medicamento contra el trauma”, decía el psiquiatra Luis Rojas Marcos en una entrevista, poco antes de darse por iniciado esta crisis del Covid-19. Y, en el inicio de la pandemia (más bien del confinamiento), fue así. Mucho buenrollismo. Ganas de agradar, subir la moral, plantar cara a la adversidad… Pero yo ya dije en aquel momento que no me pareció así. Esa solidaridad asustadiza nos invadió mientras hubo miedo, cuando la gente se contagiaba a miles y se moría a muchos cientos. Al principio, pensamos que esta pandemia sería como aguantar la respiración unos segundos bajo el agua y luego a respirar como si nada. Pero ya llevamos mes y medio confinados. Ahora, en desescalada, vuelta a las andadas. Vuelve el ‘primero yo’, y me incluyo, aunque trato de revelarme contra este pensamiento. 

“El que no se sienta cómodo, que no abra”.

La frase es de la vicepresidenta cuarta, Teresa Ribera, la que nos ha de guiar hacia la vida tal y como la conocíamos (lo de la ‘nueva normalidad’ no lo veo, porque después de cualquier crisis, siempre hay una nueva normalidad y van muchas), la encargada de dirigir la desescalada (otra decisión sorprendente, en mi opinión, por su perfil profesional, pero en fin). Frase dirigida al sector de la restauración, pero da igual: podía ser cualquier otro. Más allá de ser un vacile, poco respetuosa e inoportuna, es sobre todo poco empática con un sector que, junto con el de la aviación y los viajes, es el que más sufre y va a sufrir lo que se llama la social distancing, porque es el que más necesita de la aglomeración como forma para crear riqueza. Otro debate es el de las condiciones laborales del sector y de qué tipo de modelo tenga el de la hostelería (precariedad, temporalidad, bajos sueldos, etc), muy expuesto a variabilidad en cuanto a resultados por el enorme impacto de cualquier situación no esperada. Pero decirlo así, de esa manera, es desalentador y poco edificante, mi primer sentimiento cuando lo escuché. No es el único caso de falta de empatía que se ha dado pero, para mi, uno de los más llamativo. Es cierto que es difícil que la salud y el dinero casen, y más todavía si le añades hábito. Más bien al contrario, en este caso, son antagónicos.

Lo contrario, Margarita Robles. También socialista, mujer y Ministra de Defensa. Empatía con su tarea, con la situación política, económica y con los que piensan de forma diferente a ella. No cuesta tanto. Y no es una cuestión de colores. Por no hablar del talante de José Luis Martínez Almeida, el alcalde de Madrid, o de la concejala de Podemos, Rita Maestre. Un solar de aceptación entre tanta algarabía. Insisto más allá de cómo se piense. Ponerse del lado de autónomos, empresarios, trabajadores, no tiene por qué evidenciar tendencia, si nos atenemos a la empatía. Votantes de izquierda que tienen negocios y votantes de derechas empleados públicos, trabajadores en fábricas o empleados de rentas más bajas, así lo corroboran. La empatía no tiene ideología y es una enorme herramienta social e individual. Pero choca de pleno con uno de nuestros mayores defectos como humanos y es que casi siempre sólo vemos nuestra situación: todo lo que impida lo que yo quiero, no está bien. Si (el que manda) no lo hace, ya no me interesa. El dolor del otro, no es mi dolor. Y así nos va. 

 “La empatía es una enorme herramienta social e individual, pero tiene un problema y es que sólo nos vemos en nuestra situación: todo lo que impida lo que yo quiero, no está bien. Si no lo hace, ya no me interesa. El dolor del otro, no es mi dolor. Y así nos va”

Las crisis, por definición, no son empáticas. Aunque en los momentos de adversidad, suelen salir a la luz actitudes solidarias, éstas son muy tenues, casi dirigidas más a limpiar conciencias que a encontrar empatía de verdad. Sólo la imagen antagónica de los aplausos en los balcones y los escritos de acoso, acciones ambas dirigidas a los profesionales sanitarios, dan una idea de esta gran falta de ponerse en los zapatos del otro. La empatía no es sólo solidaridad, es una actitud de vida, es una de las grandes aportaciones de la inteligencia emocional, aquella que viene a ayudar a la parte social de cada individuo, a crecer y desarrollarnos de una manera fluida y conjunta.

Lo contrario a la empatía es, por ejemplo, la política que nos han dibujado. Ni ha habido empatía del gobierno para con los demás (los que piensan diferente a ellos), ni tampoco al revés, en esa relación gobierno/oposición, tan necesaria, por cierto, pero no necesariamente tan tensa y programada. Pero, en los llamados asuntos de estado (a los que ataca esta pandemia) siempre ha habido una pequeña tregua, más por decencia que por ganas. “Llevamos un mes trabajando en el proceso de desescalada”, dicen en el gobierno, pero no sabemos (sabíamos, hasta que lo publicaron a modo de comunicado) ni cómo ni quiénes están haciéndolo, sólo quién lo dirige (lo menos relevante) No ha habido empatía de los que dirigen (siendo consciente de lo difícil que es la gestión de una situación así) con el resto de la sociedad. Cuando alguien dicta una norma, debe ponerse en situación del que va a ser ‘normativado’, y para ello ha de hablar con él. Si yo quiero legislar la reapertura de los bares y restaurantes, me siento con ellos, les escucho, observo cuál es su realidad y luego, lógicamente, en función de otras consultas (como por ejemplo, las sanitarias) decido.. Y no sólo debe serlo sino también aparentarlo: ser transparente y demostrarlo. Y, lo más importante, lo digo, lo comunico y dejo ‘libertad’ a todos los que han participado de la decisión para debatir públicamente las deliberaciones de ese plan. La uniformidad no puede ser impuesta (la decisión ya es única), sino que ha de ser la suma de consensos.

Es lo que hacemos (o debemos hacer, al menos, en todo caso es lo que nos enseñan a hacer) los periodistas: hablamos con todos los sectores y luego los que nos escuchan o nos leen, deducen. Un gobierno, ha de decidir, estando/oyendo/viendo a todos. Implicados, pero también con las ideas de otros (oposición), entre otras cosas porque si los involucras, ya los haces partícipes de tus decisiones, en algún sentido. Si no lo haces, siempre les quedará aquello de: “nos hemos enterado por la prensa”. Es decir, no es nuestra responsabilidad, es la de ellos. Y nos da vía libre a nuestra despotrico. “No es un plan de desescalada sino de descalabro”, ha dicho Pablo Casado. O sea que, a mí, plin, ni me has consultado (que se sepa). 

La empatía es necesaria, pero la sociedad, esta sociedad camina hacia el lado contrario. Si yo puedo salir y tu no, ¡te jodes¡ Si no salgo, me quejo. Si me quejo, no lo están haciendo bien porque no me benefician. Si benefician al otro, tienen interés en que así sea. El pequeño empresario, el comerciante, el vendedor, el propietario de un puesto en el mercado, el funcionario, el maestro, el médico… y así hasta el infinito. Todos son de mi comunidad, de la gente que vive conmigo. Amigos próximos, familia, conocidos…. El día que entendamos que la suma de voluntades personales es una colectividad sana, y que para que mi esfera privada funcione, necesito que lo que me rodea lo haga también, como ha venido a demostrar este virus tan enrevesado como es el coronavirus, a todos nos irá mejor. Pero qué difícil es mirarse al espejo y ver a alguien más que tú. 

Happy
Happy
0 %
Sad
Sad
0 %
Excited
Excited
0 %
Sleepy
Sleepy
0 %
Angry
Angry
0 %
Surprise
Surprise
0 %

Decisiones

Decisiones, Reflexiones en confinamiento. De Perfil
0 0
Read Time:5 Minute, 45 Second

«Lo que puede parecer resistencia suele ser falta de claridad» (Switch, 2011/ Dan Heath y Chip Heat)

A mi hija, de 17 años, le digo siempre: lo más difícil en la vida es tomar una decisión, sea la que sea. Pero, la que tomes, has de ser consciente de una máxima: ‘toda decisión tiene unas consecuencias que has de asumir’. Y en esas estamos, la mejor decisión. ¿Cuál es? ¿Qué ha de tener una decisión, más allá de ser buena o mala? El proceso influye en la toma de decisiones, sin lugar a dudas. La información, también. Y el análisis de la misma, también. Ahora bien, el exceso de análisis nos puede llevar a tomar decisiones ‘no buenas’. Casi siempre, el resultado del análisis nos lleva sólo a intentar resolver los problemas (los niños no salen) y no nos deja fijarnos en lo que sí funciona (los niños se han adaptado bien al confinamiento y piden más estar con sus amigos que salir). A veces, las excepciones (pequeñas soluciones) permiten tomar decisiones a grandes problemas. Trataré, brevemente, de responder y responderme a mí mismo sobre ésto en esta sexta entrega de Reflexiones en confinamiento. Estamos en un momento en que todo el mundo decide, pero a posteriori (más bien juzga las decisiones de otros) Ahora, ya os avanzo: no habrá juicio. El ‘ya te lo dije…’ no me sirve. El análisis de la decisión y el contexto de la misma es el objeto de esta reflexión.

Vuelvo a la frase de inicio. Los cambios (y los generados por el Covid-19 lo son y de qué manera) siempre tienen un elemento disruptivo, algo se rompe en relación con la anterior. Los gobiernos (en general) están tomando decisiones en función de escenarios nuevos y desconocidos. Están improvisando. Todos lo están haciendo. Nadie tiene la fórmula. El escenario de equilibrio es absoluto: salud, supervivencia, resistencia en situación difícil, miedo, realidad económica, futuro, etc. No cabe duda: es un problema de grandes dimensiones. Todo ello se conjuga en la toma de decisiones. Pero lo que no puede tener quien toma una decisión es miedo. La decisión ha de ser clara y concisa. Por ejemplo, cuando nos dijeron que no podíamos salir a la calle, más que ir a comprar o a la farmacia, todos la entendimos. Nadie se engañó, con excepciones, cumplimos todos. Cuando nos recomendaron que teníamos que reducir los contactos, casi nadie hizo caso, en espera de la prohibición.

«Lo que puede parecer resistencia, suele ser falta de claridad». Y en la decisión (sobre todo a gran escala y que afecta a una parte o toda la población), la mayor falta de claridad es la recomendación. Hay que acotar el cambio. Y lo que es más importante: la gente agradece la ‘no duda’. Una orden, publicada en un boletín oficial que sugiera muchas dudas (y, por tanto, aclaraciones), no es una buena orden. Y eso es algo que está pasando de forma habitual.

Lo que puede parecer resistencia, suele ser falta de claridad. Y en la decisión sobre un gran problema, la mayor falta de claridad es la recomendación. Hay que acotar el cambio. Y lo que es más importante: la gente agradece la ‘no duda’. Una norma que sugiera muchas preguntas, es una mala norma. Para eso, casi es mejor la ‘no norma’

La ambigüedad es el enemigo

Primero fue ‘acompañar a los adultos a comprar’. Después, salidas controladas geográficamente (1 kilómetro) y en el tiempo (1 hora). Sin más. Tres niños por adulto, casos particulares a las familias numerosas, centros de menores, etc… La idea de inicio (decisión), salidas controladas. Ese es el objetivo. La recomendación: ‘cumplir las normas»: ‘apelamos a la responsabilidad de los padres’. Y eso está muy bien, en teoría. No sólo gestionamos, sino que lo hacemos con pretensión de educar. Y eso se puede (y se debe hacer) en laboratorios como pueden ser los colegios, con talleres dirigidos a lograr un objetivo, esto es, en pruebas piloto. Pero la realidad exige otra cosa. «Cualquier cambio exitoso requiere la traducción de objetivos ambiguos en comportamientos concretos», destacan los autores de la versión en castellano de Switch (‘Cambia el chip‘). Da seguridad a la medida, que a priori puede parecer buena (los niños necesitan oxigenarse). Establece turnos, ordena (va a ser importantísimo en el desconfinamiento), modula. De 9 de la mañana a 9 de la noche, un kilómetro. Demasiado laxa. No abres los columpios, pero sí los parques, lugares para que el personal se concentre (foto de un parque de una ciudad de España). Los niños no han pedido salir. Han sido más los padres los que han pedido que sus hijos salgan. Los niños, algunos, sentirán cierto miedo. Los niños verán cómo salir no es tan divertido y, además, verán cómo después deberán pasar un protocolo de desinfección e higiene molesto. ¿Los niños deben salir? Sí, pero tal vez más agradezcan una visita controlada a un amigo, en casa, reduciendo el contacto a un vis-a-vis. Es un ejemplo. Socialización, sí; algarabía, como se ha montado en las primeras horas de la norma, no. Lo hacen de forma natural cuando se encuentran en un contexto conocido, como por ejemplo es el colegio (y ahí, incluso, les cuesta). Nosotros, lo complicamos más. ¿Que no es fácil fijar un reglamento de salidas para niños? Claro que no. Mi opinión (y es intrascendente en el análisis) es que, llegados a este punto, mejor esperar al final del estado de alarma y tomar esta decisión dentro de un escenario diferente. A la gente, que los niños puedan salir, le suena a que la cosa va mejor pero nos mantienen encerrados en casa. Y se entiende menos y cuesta más de digerir. Pero cuando se quiere contentar a tantos sectores (oposición, padres, niños, personal sanitario, expertos epidemiólogos, etc), la solución suele pecar de eso: de indefinición (¿qué se pretende?) Y, aunque esperemos que no, esta decisión nos hace temer a muchos dudas sobre si podremos alcanzar el objetivo que nos ha dejado en casa ya más de 40 días: contener la pandemia y su rápida progresión. Veremos.

Con la salida de los niños a la calle, el mensaje del confinamiento se ha transformado sin abandonar el estado de alarma. Y ésa es una muy mala noticia

Cierto es que la crítica (ya lo he repetido muchas veces) se mueve por canales que caminan en paralelo, nunca se juntan, no hay consenso. Como tampoco hay ninguna norma que tenga el beneplácito de todos. Pero eso no es lo que se pretende. El objetivo de una norma es cambiar algo con el menor número de efectos secundarios. Lo veremos en las cifras. Lo que sí está claro es que, con la salida de los niños, la imagen y el mensaje del confinamiento se ha transformado sin abandonar el estado de alarma. Y ésa es una muy mala noticia.

Happy
Happy
0 %
Sad
Sad
0 %
Excited
Excited
0 %
Sleepy
Sleepy
0 %
Angry
Angry
0 %
Surprise
Surprise
0 %