“La frustración es un entrenamiento imprescindible para saber desenvolverse porque para vivir en sociedad hay que saber aceptar las renuncias. Los padres deben acostumbrarles a ello poco a poco”, Alfonso Ladrón, psicólogo clínico infantil del servicio de Psiquiatría del Hospital Clínico San Carlos*

Reflexiones en confinamiento, octava entrega.

Esta semana, iba a escribir de comunicación, pero he cambiado de idea. Voy a hablar de educación, que siempre me genera ansiedad porque, mi propuesta, mi valor sobre ella, provoca siempre controversia en mis interlocutores, sean quienes sean, más próximos o contertulios ocasionales porque es un tema transversal en nuestras vidas, y porque hablar de los hijos es uno de los temas estrella en nuestra socialización. Lógico. Una conversación sobre qué se pierden los adolescentes confinados por la pandemia, me lleva a este cambio. Estoy de acuerdo con que los adolescentes son los grandes olvidados de esta crisis, como se ha dicho. No son niños, no son adultos, empiezan a vivir y la experiencia vital suele rozar lo agonístico. Pero, como digo muchas veces, es una enfermedad que se pasa. Pero no voy a hablar de ellos, sino de los que estamos cerca, a su lado. 

Lo que me inquieta es que no sólo no intentemos minimizar su frustración con nuestra ‘comprensión’ paternal, y todavía me preocupa más que lleguemos a ser los padres los que hagamos más grande todavía esa frustración sin hacer la mínima pedagogía en una situación extrema, no vivida antes, más allá de entenderla nosotros también desde nuestra posición y nuestras preocupaciones como responsables de nuestra y su vida. Ser solidarios con la situación de ‘pérdida de libertad’ en el momento en que más la necesitan, no puede ni debe ser excusa para remarcar y asumir dicha frustración y, mucho menos, intentar ‘solucionar’ el problema y sí optar por otra de las palabras de moda en esta pandemia: la resiliencia, que incide en la salida de la adversidad, no en el relato del trauma. 

Siempre sale lo mismo: protección. Soy padre de una adolescente, y también he padecido esa misma tensión. No ha sido un año fácil con ella, pero me siento orgulloso (de ella y de mi) de salir airoso (aunque no sin consecuencias en nuestra relación) de su condición de adolescente. No es fácil salirse del carril, dejar que tu hijo se defienda sólo, se saque las castañas del fuego, entienda que el elogio del padre al hijo es poco menos que obligatorio y que cualquier factor externo que le acecha es causa de injusticia. No suelo ya tratar sobre mi ideal de educación (ni mejor ni peor que otras, la mía). De hecho, hay tantas educaciones como padres, y todas válidas, por supuesto. Como siempre, es una reflexión, no una verdad absoluta. Hoy, en el contexto de la crisis del Covid_19 y el confinamiento, sí me he animado a escribir sobre educación, adolescentes, millennials y toda clase de gente joven (no ya niños). Muchas de las situaciones que se dan ahora con ellos proviene de un modelo educativo muy proteccionista, de la que ellos son víctimas, de una educación laxa, dirigida al no-daño. Siempre pongo una metáfora de ese proteccionismo: hay padres que se tiran por un tobogán antes para saber si hay peligro.

No voy a poner un ejemplo real, por razones obvias, pero sí una situación simulada análoga. Si un/a joven adolescente sufre ansiedad por no poder a su ‘novio/a’ durante este confinamiento, por ejemplo (algo muy probable, y con cierta sensación agónica en sus vidas cortoplacistas), nuestra reacción como padres ha de ser a mitad camino entre la comprensión y el realismo, sin que la primera provoque que sea el propio padre el que se coloque literalmente en la piel de su joven hijo. Si alcanzamos a hacer ver al adolescente (egoísta por naturaleza, porque si no no sería adolescente) la globalidad del problema, contextualizando la crisis, les estaremos enseñando a mitigar la frustración y a reducir su ansiedad. En Latinoamérica el Covid_19 es conocido como el Coronahambre. Difícilmente, un adolescente latino pueda ver más allá de la angustia que se sufre en casa por la falta de recursos para traer comida a la vivienda. Pero no sólo allí, sino también aquí. En España, se estima que hay 8 millones de personas en riesgo de exclusión social, unas cifras agravadas por la pandemia. Es difícil que un joven sin problemas añadidos por su contexto, atienda a tal reflexión, lo entiendo. Como no es lo mismo que alguien con algún caso cercano y traumático por el Covid_19 actúe de la misma manera que alguien que sólo sabe por referencias, cifras o mass media.

Recuerdo mi adolescencia como un período a medio camino entre la seguridad insultante de la juventud y la inconsciencia militante de la falta de experiencia. Aún así, siempre hubo sitio para abordar valores que, a la larga, han confeccionado mi ideario, mejor o peor, pero lo han ido construyendo. Hacer ver que las cosas pasan (buenas y malas), que hay que adaptarse a las situaciones, que lo que no se puede hacer ahora, se hará después, de otra manera. Que el ‘no se puede’ no debe ser un motivo de angustia, desazón o enfado, sino de espíritu de superación ante la adversidad que, a la larga, es la que más nos permite aprender, y que las crisis suelen indicar más oportunidad que inconveniente. Lamer las heridas de los que se caen, no nos hace mejores padres, pero sí nos hace peores educadores. “Para mí, los rasgos del carácter son esas cualidades que nos engrandecen como personas: la resistencia, la habilidad para trabajar con otros, enseñar humildad mientras se disfruta del éxito y capacidad de recuperación en el fracaso”, decía Nicky Morgan, ex-ministra de educación británica en tiempos de David Cameron, y que entre sus prioridades estaba la educación del carácter. En The Crown, la serie de Netflix que destripa la vida de la Reina Isabel de Inglaterra, se cuenta que el príncipe Carlos fue a estudiar a la escuela escocesa Gordonstoun, la misma en la que estuvo su padre Felipe, el Duque de Edimburgo, conocida por sus métodos espartanos, con un gran componente físico, ligado a la educación militar, buscando reforzar el carácter que, también en GB, el rugby ha sido ejemplo como método empleado para fortalecer dicho carácter, para educar: integridad, pasión, solidaridad, disciplina y carácter. En tiempos de crisis, esas cuatro cualidades definidas por Morgan deben estar en la cima de las prioridades educativas. La comprensión de la inconveniencia del joven adolescente por parte del adulto es necesaria, pero nunca la asunción de esa frustración como propia, como tampoco celebrar los éxitos de tus hijos como si fueran tuyos. 

“Cuando una familia quiere que sus hijos no pasen las dificultades por las que sí pasaron ellos, la sociedad se vuelve más cómoda, blanda, menos esforzada. Pasa también con los países”, dice el ingeniero de caminos y experto en educación Alfonso Aguiló. El coronavirus nos ha puesto a todos a prueba y el confinamiento ha retratado nuestras prioridades personales y sociales. 

 “La comprensión de la inconveniencia del joven adolescente por parte del adulto es necesaria, pero nunca la asunción de esa frustración como propia, como tampoco celebrar los éxitos de tus hijos como si fueran tuyos”

“Ahora valoraremos más todo lo que tenemos y vivimos”, dicen continuamente los expertos. Y yo que lo dudo. Pero lo que sí se llevarán nuestros adolescentes (que no muchos de nosotros, los padres o educadores) es una lección práctica de cómo reaccionar ante la adversidad. Los pormenores no los recordarán afortunadamente, pero la situación la tendrán siempre presente en todos los ámbitos de su vida. Y nos recordarán a todos nosotros y muy seguramente en modo protesta que siempre es mejor experimentar por uno mismo, que encontrar las hélices de los denominados ‘padres helicópteros’, los que sobrevuelan la vida de sus hijos geolocalizando sus peligros. 

*Artículo ‘Niños consentidos’, Padres e hijos, ABC)

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