Lo vemos progresar, crecer, aumentar, agrandar, engordar, arrugar… El cuerpo nos delata, nos fija, como los círculos del tallo de un árbol, nuestra vida, no sólo la longitud, sino que nos da información de cómo ha sido. Una cicatriz, una vacuna, la señal de un accidente, un nombre pegado a la piel o un tatuaje… El cuerpo nos informa y delata nuestra forma de vida, externa pero también internamente.

Por nuestro cuerpo pasa todo lo que nos ha pasado e, incluso, tras la muerte, nuestro cuerpo sigue presente. Él nos acompaña durante toda nuestra vida, y él vive con nosotros cada momento, con callada presencia. Como los virus hacen para atacarlo, nuestras defensas aprenden a protegerlo, y podemos decir también que nunca lo acabamos de conocer del todo. Los hay que ponen el cuerpo al límite, y los hay que lo cuidan tanto, que tal vez exceden sus cuidados a cambio de volumen. La mayor´´ía de representaciones de fe o religiones (por no decir todas) confieren un carácter secundario al cuerpo, relegándolo a un estado previo del ser, previo a la eternidad de las almas. Pero a falta de concreción de esa idea y dada mi ausencia en ese tipo de expresiones de fe, lo que tenemos es el cuerpo al que solemos maltratar desde bien temprano, y cuidar tirando al final, justo cuando se arruga, se empequeñece y se vuelve más vulnerable.

Somos así de contradictorios. La llamada de la muerte, por muy lejana que sea (cuando se empiezan a morir coetáneos nuestros de forma regular), suele tener un efecto evangelizador sobre sus cuidados. El cuerpo, como todo lo material, parece que está destinado a la superficialidad. Pero, a todos, en nuestro fuero interno, nos gusta vernos reflejados en un sano y buen cuerpo. Por estética o por salud, pero así es. Los que lo cuidan mucho son vistos con recelo por los que lo hacen menos. Por superficiales. Los que no lo cuidan son excluidos por todos aquellos que se jactan de tener un cuerpo perfecto. Por vergüenza ajena. Por exceso y por defecto, el culto (o el no-culto) al cuerpo está entre nuestras principales preocupaciones. Y de nosotros depende cómo llegue al final.

Cuerpo al límite

Y digo esto porque una de las mejores maneras de tener un culto sano al cuerpo es intentar conocerlo, mucho más que tenerlo en un estado estéticamente perfecto (utopía). Saber cómo respira, qué le gusta, qué le disgusta, cómo se siente cómodo, qué no debes hacerle. Pasamos de obligarle a pasar una resaca tras una noche de borrachera a ponerlo a prueba tras una maratón, todo sin solución de continuidad. Queremos que responda a nuestros deseos y, sobre todo, que no nos ofrezca dolor a porciones, de tal manera que nos amargue la vida. Ayer me levanté después de una indisposición estomacal de 24 horas. El cuerpo me pedía calma, seguramente el malestar más que el cuerpo. Pero a mis 52 años, le he ido enseñando y me ha ido enseñando él a mi. Trato de seguirlo en todo. Al día siguiente, por la mañana, ya no fue así. Y si mi cabeza me pide calma y mi cuerpo me pide marcha, trato de seguirlo. El cuerpo, dice la leyenda popular, es muy sabio. Porque es más probable que mi cabeza esté más tiempo lúcida que mi cuerpo en lo que me queda de vida. Y así, entiendo que, si a mi cuerpo le enseño a minimizar los dolores tras un gran esfuerzo o un esfuerzo en medio de alguna incómoda molestia, tal vez lo ponga al límite, pero seguro que lo preparo a que, cuando lleguen las dolencias o las carencias propias de la edad o del desgaste a causa de esos excesos, éste pueda reaccionar mejor. Al menos, eso espero. No se trata de correr un maratón, ni de hacer pesas ni de acudir a yoga, ni de nada concreto… Se trata de reencontrarte con él y saber leerlo.

Hay quien lo hacer a través de la energía. Maravilloso. Yo intento canalizar ideas y pensamientos positivos, tanto cuando noto que flaquea o cuando lo noto excesivamente vigoroso. Diríamos que lo segundo, cual panel solar, es como si guardara energía para cuando lo necesite. Y así ha sido. Y poder vencer a mi cabeza, a la norma general de la dolencia que exige descanso y progresiva actividad, le he dado la vuelta. Y me ha hecho sentirme bien.

Mi amigo Joan sabe de esto y mucho. Su no-culto al cuerpo fue una constante en su vida. No es que no le gustara verse bien, sino que sabía que su cuerpo le aguantaba todos sus excesos, los de ocio y los laborales, y su carácter jovial y alegre hacía que nadie cayera en su cuerpo. Él lo tapaba con su forma de ser. Hasta que un día le empezó a fallar, y su chásis dejó de ir en consonancia a su manera de vivir. Pasó del disfrute al dolor, de la desidia al cuidado. Su cuerpo tocado, magullado, movido por dentro, le obligó a cambiar de tercio. Ahora, ya es´tá en paz con su nueva fachada. Su cita con el dolor sigue en pie. Pero su cabeza ha ido aprendiendo a que, desde entonces, su cuerpo manda… Su cabeza ha jugado un papel primordial y, tras muchos días de ojos tristes, le he vuelto ver sonreír, a mirar con cierto optimismo las adversidades que le sigue proporcionando su cuerpo. Y me alegra tanto como me enseña porque, cuando nuestro cuerpo pasa desapercibido, no nos damos cuenta de cuán importante es.

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