El conjuro

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Salió de la ducha envuelta en una toalla tapando aquella parte que la pasión deja suelta y libre, y que la vista enrojece bajo el manto de la timidez, como si el sexo y el deseo fuera con otra, no con ella. Despacio y con el pelo mojado y suelto, la mano en la toalla y la cara roja del sol, recoge su cazo mágico, lo levanta y lentamente va hacia el balcón. La persiana a media asta, como los días de duelo, tapando el sol que más tiempo nos ilumina. Sortea el muro de la persiana acuclillándose para evitar su impacto. A media vista, la observo. Se sienta, ladea sus rodillas desnudas sobre la silla, mantiene el velo de su toalla sobre su cuerpo desnudo, deja el brebaje. El conjuro llega. Comienza la Noche de San Juan.

Es mi primera noche sanjuanera, que la observo alerta, con la viveza de quien reza por dentro una pócima de contagio. Es la noche más mágica (dicen que la más corta no, pero en fin… a eso se llega o una mezcla de creencias y realidades). Es el solsticio de verano. En mi caso, el primer paso hacia un nuevo sabor de sensaciones: aquellas que provienen de quien te aporta alegría y magia y quien te ayuda a ver las cosas de una manera diferente. Quien te contagia de lo que emociona, emociona también. En un mundo tan polarizado, tan de hates y lovers, quiero creer que el conjuro es la simple presencia de aquello que nos ancla a la tierra, nos aleja de las estridencias, y nos recuerda que todavía hay esperanza en que la gente nos aceptemos con elegancia. Y en eso, el conjuro de una noche en la que me aportó su magia, es como un gran elixir. La vida. Seguimos.

Leía a Manuel Vicent escribir En la Noche de San Juan: A la caída de la tarde te preparas una copa, pones la música que te gusta, la que te recuerda los momentos más felicies, y si desde el fondo de la memoria, llegan lágrimas, te dices, no pasa nada, todo irá bien, todo va a ser como antes.

Todo irá bien es una frase que esconde deseo, dulzura y éxito. Todo irá bien es lo que has de guardar debajo del agua oscura de la mar, en cada una de las siete olas que, sin llegar a saber por qué, saltas con la esperanza de que pase algo que te vaya a asegurar que todo irá bien. Pero también, si alguien tiene que pronunciar esa frase es porque, tal vez, piensa que en algún momento alguna cosa no ha ido bien. Y como dice la mujer de el conjuro, no és precís (decirlo ni desearlo). Si es, es. Pero como la hoguera y el fuego y el agua, e incluso la luna llena abrazan la noche, nos permitimos hasta la licencia de desearnos con optimismo eso de que, si se cumplen nuestros deseos, todo irá bien. Aunque más nos valdría no tener que desearlo, sino caminar por la vía próxima, emotiva y empática, para tener que evitarla. Prefiero confiar en el conjuro.

La mujer del conjuro estira sus piernas, vuelve a sortear la persiana. Mantiene la mano en el pecho evitando que la toalla se descuelgue por su cuerpo. Me dirige una sonrisa y una mirada. No hace falta decir nada. Le observo, le sonrío. Y desaparece de mi presencia. Los espacios de los que acostumbramos a juntarnos, a sentirnos piel con piel, resultan tan enriquecedores… pienso en ese momento. El conjuro acalla al que siempre tiene una palabra, protege la tímida sonrisa del cuerpo desnudo cubierto, y nos pone en el camino de nuestra memoria para iniciar con el solsticio de verano un nuevo año o una nueva era o, simplemente, un nuevo día con el deseo de alargar lo máximo su influjo. No sé si la noche de San Juan es mágica o no. Lo que sí sé es que esta lo fue y que el conjuro tal vez haya hecho que juntar estas letras sea posible. Siempre bajo el influjo de aquella mujer que lo creó.

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Emociones

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Corrió así, como un escalofrío que atravesaba todo su cuerpo. La piel erizada, con esa sensación que se va a desquebrajar, a cuartear. El frío se mezcla con el sofoco de una andanada de aire cálido, pero no de los que acarician la piel sino de los que la atraviesan hasta mezclarse con el escalofrío…

Llega un momento en la vida que la emoción pasa a estar en la parte alta de la pirámide de irrenunciables. La emoción lo mueve todo. Incontrolable, caprichosa, lo emotivo salva la aduana del cerebro y campa a sus anchas por nuestro cuerpo. Es fuente de energía, y creadora de todos los sentimientos que nos llegan, ya racionalizados. El amor, el temor, el dolor, el miedo… son todo emociones, que tratamos de controlar, casi por supervivencia.

Organizamos nuestra vida para que estas emociones se diluyan. Están, las buscamos como objetivo pero, cuando llegan, nos asustan, no podemos controlarlas, por temor a que nos dañen, por la desilusión tras la euforia. Es como la abstinencia tras el chute, ese excitador de emociones, enmascarador de miedos y vergüenzas y amigo del éxito de la sociabilidad. Cuando llegamos al amor, elegimos una de esas emociones que circulan por nuestra vida, todo está mucho más dirigido, conducido, controlado. El amor siempre lo delimitamos, lo encauzamos a través de la persona elegida, del momento y del trayecto a realizar.

Cada vez más, dejamos la emoción para algo externo a nosotros mismos. Cualquier pasión y deseo nos genera emociones, casi siempre no controladas; una peli, tu equipo /actor/peli favorito, una canción, un éxito, un libro, un poema… Ni siquiera las propias, ni incluso los sentimientos, los dejamos salir según nos llegan. Dicen que el amor que te genera un hijo es lo más próximo a la emoción más pura, a ese estado interno de sentimiento sin límites. Y creo que así es. De todas, la emoción del sentimiento hacia nuestros descendientes, a nuestros hijos, es el más fuerte, seguramente por instinto y porque no tenemos posibilidad de elegirlos. En cuanto podemos escoger, racionalizamos la emoción en forma de sentimiento controlado, en más o menos grado.

Recogemos el texto donde empezó, en el escalofrío, en la emoción que eriza la piel, que nos da vida, que nos permite sonreír sin querer, que nos endulza el carácter y nos eleva el ánimo. Cada vez mas, nos movemos menos por emociones y más por temores. No somos más infelices, sino que rebajamos la expectativa para generar una felicidad de gama media. Pero la tenemos. Aspiramos a la alta, pero como explicaba en Detalles, la gama media es válida si la conducción es suave y segura.

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Ma(E)ternidad

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No soy nada de eso de el día de… Ni siquiera del mío, de mi día, excepto algún año concreto (el que más cuando cumplí cuarenta, y no me preguntes por qué…) Ni busco la foto ni tampoco la expresión de algo que es una obviedad: el amor a tu madre es puro instinto: ella te creó. Desde la griega Rea a la romana Hilaria, pasando por la Virgen María de los cristianos, conmemorar la maternidad ha sido una consecuencia lógica de la propia creación. La Madre nos hace, es el origen de todo. De ahí, la Meternidad: una madre es eterna.

Enorme agradecimiento (en lo genético), y a partir de ahí se genera el resto, que puede resultar incondicional, o simplemente anatómico. Pero en este tipo de celebraciones siempre me pasa lo mismo: me chirría la pose. Como os conté en Navidad, que parece que todo el mundo tiene que ser feliz, y mucha que no lo es se siente frustrada. Lo mismo con la Madre (o el padre o cualquier santuario). Madres sólo hay una. Y yo la tengo. Por desgracia, no todos son como yo. Vaya pues esta reflexión para mostrar mi enorme afecto y comprensión a todas aquellas personas que ya no la tienen o que, si la tienen, no la sienten cercana, sea la razón que sea.

El concepto no es sólo el de madre (en sentido biológico) El concepto es el de la figura de madre, como apoyo de sus hijos. Los que no la tienen, los que no la han conocido o los que simplemente han renunciado a ella, la buscan y la encuentran. Madres adoptivas, madres de acogida, mujeres (y también hombres) que hacen la función necesaria de madres. A todas ellas, me dirijo. En todas, seguro que hay dedicación educación, directriz, buenos hábitos, buenos valores y, por supuesto, mucho amor. Todo ello es lo que agradezco a mi madre, que fue la primera mujer que conocí y la primera feminista de la que aprendí (nunca ha ido a una manifestación) y, sin duda, la mujer que más ha influido en mi vida.

Siempre recuerdo cómo, de pequeños, llegábamos de la escuela y teníamos redactadas aquellas notas en la cocina para preparar la comida -ella trabajó y nos enseño a todos a cocinar como logística necesaria-, cómo hicimos todas las tareas de casa, cómo aprendimos desde la igualdad real, sin poses. Mi madre siempre se ha sentido independiente, incluso para generar sus propias dependencias. Sus decisiones han sido como persona y mujer. Y con algunas de ellas no he estado de acuerdo o lo hubiera hecho de otra manera. Pero, como le digo a mi hija, las decisiones de los padres (el genérico, es decir nuestros progenitores), siempre que se hagan desde el sentimiento y con el valor como principal argumento, hay que valorarlas y aceptarlas. Nunca sobran. Siempre queda (y se aprende) aunque no te gusten.

Aquello de que los amigos son la familia elegida es un buen eslogan. ¡Ojo!, y siempre he dicho que hay pocas cosas mejor que unos buenos amigos. Pero una madre (en el amplio sentido de la palabra, genética o no) amorosa, comunicativa, comprensiva y no proteccionista es siempre un valor para no tentar a la suerte. La nuestra, además, nos inculcó la responsabilidad y la autogestión, y siempre nos animó a ser buenas personas por encima de todo. No fue elegida pero sí que es para estar agradecido eternamente. ¡Ah! ¿Y por qué no? Para gritarlo a los cuatro vientos, o escribirlo en las memorias que nos acompañan eternamente.

Un abrazo de agradecimiento a todas las formas de madre, a todas… Madres eternas. MaEternidad

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Boa sorte, Lino

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Le preguntó Jordi Évole a Pau Donés si estaba cabreado con la vida por llevárselo tan pronto. Y Pau dijo: no, lo que la vida me ha dado ya es un regalo. De ahí, a Vivir es urgente. Y eso hizo Lininho... Al bueno de Lino lo encontré por casualidad y lo perdí sin querer. Él me llevó de la mano siempre con su experiencia y su periodismo de escuela… de escuela de la vida. Los dos vivimos una situación laboral dolorosa (un ERE), y él fui mi guía. Tres consejos en uno: va a pasar, ponte delante de la pancarta y piensa en el día siguiente a que se acabe. Él se fue de TVG y yo de C9, y nos encontramos en el infortunio para siempre. Pero nunca faltó una sonrisa ni su enorme sentido del humor. Mucho antes empezó nuestra amistad…

Lino es gallego a rabiar, amigo incondicional, periodista de raza y, como decía Antonio Machado: en el buen sentido de la palabra, (era) bueno. Y, como digo, se me ha ido, se nos ha ido. Por supuesto que mucho más a Alicia, su mujer, y a sus hijos, Alejandro y Diego. Hace tiempo que un adiós no me hace tanto daño. La marcha de Lino, sí. Porque él se fue como le conocí: incapaz de calcular el alcance de su humor, de descifrar la verdad de la no-verdad después de una broma. Y me da rabia porque (seguro que él lo quería asi), me creí a Lino hasta cuando bromeaba con su muerte. Se fue sin avisar, amando su profesión, a su familia, orgulloso de sus hijos y admirador de Alicia quien mejor entendía lo que era ser amado y amar a Lino. Su bondad y su amor no tenían fin, como su sentido del humor, que ponía color a lo más gris.

El último video que me envió estaba él enganchado a un respirador. Le pregunté si era por la covid, y si era grave. Y que se cuidara mucho. Y me dijo:

– Que Covid ni que gililpollez
-Mi primera experiencia en un avión de caza supersónico. ja ja
– Oxígeno.
-Nada grave
-Pero espectacular para asustar a los amigos, Ja ja ja ja

Pocos días después…

Gallego, celtiña, vigués…

La primera vez que supe de Lino fue por teléfono. Él trabajaba en TVG y yo en la extinta Canal 9. Él hacía el pie de campo de los partidos del Celta (entonces en Segunda) y yo las narraciones de segunda en mi tele. El destino quiso que hiciéramos muchos partidos del Celta. Y Lino me contaba todo lo que allí pasaba y me cantaba los onces para que yo los pasara a rotulación. De ahí, empezamos a hablar de forma asidua hasta que nos conocimos.

Lino vino, con Alicia y sus dos hijos, a Moncofa (Castellón) a pasar unos dias de verano. Mi hija y yo fuimos a visitarlos. Conocí a su familia, sobre todo a Alicia, con quien mantuve largas charlas. Sobre todo después en Vigo, y sobre todo después que a él lo echaran de TVG, como después a mi de C9. A Ali le preocupaba que Lino se cayera, aunque allí también el humor encubrió su daño, el dolor de alguien que amó profundamente todo lo que hacía y a todos los que tenía cerca. Nunca cayó porque Alicia fue su apoyo y su equilibrio.

El fútbol, la profesión y el destino profesional nos unieron. Quisimos trabajar juntos a distancia pero no lo conseguimos. Tuvimos charlas interminables. Conocí a su mejor amigo, Antonio, su alter ego, su gran amigo. Me duele, Lino. Me duele no haber estado más cercano a ti, me duele no saber descifrar cuánto enmascarabas tu daño… y me he dado un bofetón tremendo con tu adiós. Sé que tú querías que fuera así, no querías que estuviéramos pendientes ni que te viéramos mal, o te sintiéramos mal. La última vez q nos vimos, en Vigo, en una tarde lluviosa, ya convaleciente de ese puto cáncer que te ha aniquilado. Ya no me dejaste acercarme más (y por supuesto que lo respeto, y lo admiro) Preferiste irte sin dar lástima, y a fe que lo conseguiste, amigo.

No quiero recordar lo último, prefiero revivir tus excusas para no ir a la playa (lo odiabas, pero siempre estabas), tus caras cuando nos metías una bola que siempre caíamos. Recuerdo la sonrisa de Alicia cuando tú pensabas que se había tragado alguna de tus bromas. Te amó así, como todos te hemos querido. Irónico, picante, rebelde, próximo, cariñoso, dedicado, absolutamente noble y más preocupado de los demás que de ti mismo. Hasta el final… Oporto, ¿recuerdas? Estuvimos tú, Alicia, Ainara y yo. Uno de los últimos sitios que estuve contigo y con Alicia y que siempre llevará tu recuerdo. Las fotos en la Estación, tan bella y llena de arte…

Me niego a llorar de dolor, porque tú nunca lo hiciste (al menos nunca delante de quien estimabas y cuidabas) Te voy a echar mucho de menos, Lino. Mucho, amigo. Espero que tu viaje con el avión de caza supersónico te vaya todo lo bonito que te mereces. Lo que es seguro es que será divertido.

Moita sorte, amigo. Grazas por todo.

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Certezas

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La RAE habla de la certeza como «un conocimiento claro y seguro de algo«. Con la disputa polarizada, la certeza es casi un imposible. Diríamos que es un anhelo, desde la objetividad, desde la mayoría silenciosa que no observa el mundo desde bandos irreconciliables. Tenemos tan interiorizado lo de posicionarnos, que no concebimos lo  contrario. Hay que mojarse. Las etiquetas, la militancia. Del facha al comunista, los adversarios se convierten en enemigos. Y todos caemos en ese rojo y azul tan característico. Michelle Obama avisa en su libro autobiográfico1 sobre su renuncia a entrar en política tras los ocho años de presidencia de Estados Unidos, y por tanto descarta emular a otra ex-primera dama, como Hilary Clinton. «En esa arena, no sé moverme», razona. Ni sabe ni quiere. Y cuenta esa experiencia casi agónica de su paso por la Casa Blanca. Poco debate de ideas, mucho pactismo y mucho clientelismo.

He llegado a la conclusión que, para la política actual, la polarización es necesaria. Las líneas rojas se crean, más que existen, por seguridad, por simplicidad, por sencillez. Adscribir es ordenar, poner en la columna correspondiente, como en una tabla de excel. Una forma de delimitar contenidos, una sencilla manera de organizar un relato. Lo ideal sería que fuéramos los ciudadanos los que trazáramos ese relato de nuestras opiniones e ideas. Pero no, es la opinión publicada y su versión moderna de las redes sociales, reflejo de la práctica política, la que la ha impuesto. Es la sociedad la que no sólo permite la adscripción incondicional a una causa, sino que la fomenta. Bandera, bufanda, colores, líderes. Y no sólo es ruido. Las encuestas lo dicen.

Ciencia polarizada

La ciencia también se ha visto afectada por este cáncer de la polarización. La pandemia ha hecho del habitual y necesario debate científico (la controversia razonada es parte del método), un motivo más de enfrentamiento. La polémica ha topado con miedos, inseguridades y una práctica mental en la que parece que todo se mueva desde el interés. El contubernio y, por ende, la conspiración asola todo lo que toca. De ahí, la sospecha y la trampa. La sensación de cobaya humana, de ser víctimas de los intereses ocultos de las farmacéuticas o del miedo por la falta de garantías (cuando nadie se plantea la garantía de un medicamento que el médico le receta para una dolencia común), están detrás del argumentario antivacunas que, por supuesto, tiene su reflejo en los bandos irreconciliables de la política, aunque éste sea, tal vez, más transversal.

La palabra libertad está de moda y se utiliza a conveniencia, según tu propia certeza. En nombre de ella se postulan antivacunas y pro-abortistas, por ejemplo. Casos extremos con un mismo modelo de argumentación: reivindico mi libertad en aquello en lo que tengo convicción y lo defiendo alegando un bien superior y global. La vida y la salud pública, respectivamente. Libertad individual en los dos casos, vista desde ópticas ideológicas contrarias pero con una lógica similar. Es un tema de prioridades y convicciones. El debate es, no sólo bueno, sino necesario. La confrontación es más cosa de partidos. La política debería ser otra cosa muy diferente a la que nos cuentan. Y lo peor es que ese virus político macarra, alejado de los consensos, infecta a todo lo que rodea a la política, la vuelve ineficaz, la banaliza y, a mi criterio, aumenta su desprestigio y descrédito.

1 «Jamás he sido aficionada a la política, y mi experiencia de los últimos diez años no ha contribuido a cambiar eso. Siguen desanimándome todos sus aspectos desagradables, la división tribal entre rojos y azules, la idea de que debemos elegir un bando y apoyarlo hasta el final, incapaces de escuchar a los demás, de llegar a un acuerdo (…) En el mejor de los casos, la política puede ser un medio para conseguir cambios positivos, pero sencillamente no estoy hecha para luchar en esa arena» Del libro Mi Historia, de Michelle Obama.

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Si al diablo le abres la puerta…

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“He aprendido que es más difícil odiar en las distancias cortas”, así reflexionaba Michelle Obama cuando recibió los primeros ataque personales por parte de la opinión publicada en la génesis de la campaña de Barak a la presidencia de Estados Unidos, según ella misma explica en su extraordinario libro biográfico. Mientras fue anónimo y sin peligro, todo lo que ella hacía o dijese en precampaña o en primarias pasaba desapercibido. En cuanto el primer presidente negro de los Estados Unidos fue a full a por La Casa Blanca, la cosa cambió. Y eso que en aquella época las redes sociales estaban en un estado embrionario, por no decir inexistente.

Esa distancia larga, esa ausencia de referencia personal con el personaje explica la enorme violencia que se genera en las redes sociales, agravado además por el hecho de que muchos perfiles no tienen ninguna identificación y se ocultan bajo seudónimos, otros son falsos y muchos automatizados, conocidos como trolls. Insultar o criticar una persona con tirón mediático, puede salir rentable. Al otro lado, la gente normal que usamos las redes sin máscara… La crítica, como nos decían cuando estudié, ha de ser razonada, y no sazonada desde el odio ni dirigida al insulto. Las redes sociales, es cierto, han dado voz a todos aquellos que, en mi época, se situaban en la clase en la última fila y, con alevosía, se mofaban de todos los que cometían una equivocación. Gamberros -muchos amigos míos, y alguna vez incluso yo- que no hacíamos otra cosa que pasarlo bien (o eso decíamos), pero sin ánimo de ofender (que lo hacíamos) y, sobre todo, sin ánimo de perpetuarnos en el insulto y a acoso (bullying), pero que contribuimos a ello.

«He aprendido que es más difícil odiar en las distancias cortas»

Del libro Mi historia, autobiogràfico de la exPrimera Dama, Michelle Obama

El insulto (sobre todo el entorno de Twitter, que se ha vuelto descorazonador) está desatado y sobrevalorado, aunque siempre duele. Nadie tiene miedo ni vergüenza a darle un me gusta a una barbaridad, porque casi nadie utiliza su nombre y su foto de perfil para ello. Salir del armario del anonimato, no mola. Puede ser el chico educado que te dice todos los días: «buenos días», que cuando sale del ascensor, se transforma en energúmeno en cuanto abre su portátil y la aplicación en donde puede ejercer de hooligan, como si estuviera en la grada de cualquier evento deportivo, en donde todo está permitido. Es el escape. El deshaogo digital. Y es urgente una reflexión de estas empresas tecnológicas para con sus usuarios.

Uso y abuso

Se produce una situación curiosa. Los profesionales utilizan las redes como marca personal, imagen y marketing de su propia actividad.  Es parte de su trabajo. Los seguidores arrojan cifras insultantes sobre personajes que, en el caso de no brillar por su popularidad, serían residuales en la red. Entre los populares, la frivolidad de su actividad marca el sentido de los comentarios. A mayor complejidad del perfil (un científico, un escritor, un pintor, un ejecutivo, un divulgador), el efecto insulto y odio, se reduce o desaparece. A mayor popularidad, se banalizan la comunicaciones y, por ende, los comentarios (un futbolista, un actor, un youtuber, etc.)

Las redes han igualado a todos, pero no todos las utilizan igual. Cuando entras en la dinámica de la popularidad en redes, tienes que se consciente de esa situación. Ahora bien, ¿qué pasa si todos aquellos vips de las redes las abandonan, hartos de tanto insulto y desprecio? Que los trolls y demás canalla se quedarán huérfanos de víctimas sobre la que enviar sus avinagrados comentarios. Y eso está pasando, pero aún no es generalizado.

Hoy todo está desatado. Salimos a defender nuestra ética cuando alguien, con patologías previas, decide decir adiós a la vida. Un personaje público que ha de lidiar con las dos partes: la parte de personaje y la de público, que explotó hasta el final, hasta que no pudo más. Dolor y rabia, pero poca broma: cuando juegas con fuego, te quemas. Cuando te equivocas de público al que acudir… pasa que no es el mismo que te aplaudió y te adora. Ese público que ahora te echa de menos es el que llora en silencio tu marcha y maldice a los sanguinarios que te atacaron. Y eso no es culpa (sólo) de las redes sociales o los medios de comunicación, sino de quien acude a ellos y ellas a curarse.

Las cosas, más allá de algunas obviedades, no son ni buenas ni malas, sino que son algunos de sus usos los que las transforman. A las redes sociales, siempre lo digo, las carga el diablo, que étimológicamente era el portador divino de las malas noticias al pueblo y que es la nominalización del verbo griego diaballo, que significa acusar. Que nadie se lleve a engaño. Si al diablo le abres la puerta…

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El valor de lo rural

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Son las 6 de la tarde. Necesito comprar unas cosas. Café y algo de carne. A pie, tardo cinco minutos hasta el centro del pueblo. En coche, casi igual, mientras aparco. Decido dar un paseo. Vivo en las afueras y nada más llegar a las primeras casas, me invade el olor a leña quemada. Si fuera domingo, te diría que el aroma es a paella hecha a leña. Siendo un jueves tarde, la chimenea y la calefacción de esa leña inundan todo el ambiente, creando esa postal rural a la que, tal vez, sólo le falte la nieve para ser serrana, o sea, de montaña. Mi pueblo, el sitio en el que yo vivo es Serra, una localidad tan cercana a la capital como abierta al cielo, en donde todo ocurre a otra velocidad, y en donde el día gana terreno a la noche. Silencio.

La verdad es que en el ambiente rural apetece poco salir de casa, pero no por ambiente, sino por un sentido intimista de la vida. A veces, pensamos que la parte divertida de la vida es salir y compartir, pero también lo es disfrutar de las pequeñas cosas, aquellas que tenemos a mano, que no suponen más esfuerzo que el de observarlas. En verano, con el buen tiempo, los pies salen solos a la calle, en busca de la fresca. En invierno, los pies se llenan de lana de zapatillas calientes, e invitan a la intimidad interior. Todo regado con un silencio sepulcral y unos colores, los de cada atardecer, que motivan lo sentidos.

DESTACADO

A veces, pensamos que la parte divertida de la vida es salir y compartir, pero también lo es disfrutar de las pequeñas cosas, aquellas que tenemos a mano, que no suponen más esfuerzo que el de observarlas.

Erasmus rurales

La lucha de lo rural por subsistir es desigual y cruel. La ciudad es joven y jovial; el pueblo, es maduro y reflexivo. El éxodo a la ciudad se inicia con las necesidades de socialización salvaje (y lógica); las ganas de volver al origen, se vienen cuando el aburrimiento deja de ser un hándicap y empieza a ser una voluntaria y reconfortante opción, como escribía en mi último post. Leo el caso de Rubén Escusol, un joven de Zaragoza que ha realizado varios Erasmus rurales, merced a un programa entre varias instituciones. Tiene 30 años, y ha salido de casa no para exhibirse por Europa, sino para encontrar acomodo en los desconocidos ambientes rurales de su Aragón natal. La búsqueda de llenar los graneros de la España vaciada nos lleva a iniciativas curiosas como ésta.

¿Qué le lleva a un joven a irse a Morés, un pequeño pueblo de trescientos habitantes de la comarca de Calatayud? Un Erasmus se lleva un buen atracón de gastos, tanto de logística como de gastos de fiesta, pero también de diversidad e intercambio cultural e idiomático. Un Erasmus rural se lleva una nómina, un trabajo e independencia. Además, una experiencia en la que descubre las gentes anónimas que se esfuerzan en entornos difíciles, frente a la algarabía de grandes ciudades, hastiadas de visitantes esporádicos, que dejan buena cosa de ingresos, por otra parte.

La experiencia de vida, la edad, todo influye. Este programa aragonés va al corazón de la toma definitiva de las decisiones. Erasmus con 30 años que pueden establecerse (decisión de vida o crear una familia) en un entorno rural y dar vida a pueblos cuya reducción de la población raya la subsistencia. El valor de lo pequeño (el comercio local, la intimidad que da la no-aglomeración…) deben ser valores explicados y aprendidos.

Mi pueblo, en el que ahora vivo, Serra, está a poco más de media hora del centro de Valencia. Cuando le dices a alguien que vives aquí, te sueltan: «Qué guay, estarás en la gloria, una maravilla de vivir en la montaña; en cuanto pueda, lo hago», te dicen siempre de primeras. En cuanto pasan unos días, semanas o meses, la maravillosa decisión se convierte en hándicap: «es que está lejos, hay que coger el coche…»

Diría que irse a un entorno rural es alejarse del ruido, abandonar la tentación del ocio impulsivo. La decisión genera opiniones casi antagónicas: o te adaptas y te quedas o lo odias y huyes. En un mundo en el que todo está tan cerca, más allá del hábito y de la voluntad (tengo un respeto absoluto por los urbanitas, término que utilizo sin sesgo peyorativo), la decisión de vivir en un entorno rural no tiene color porque colores (y olores) es justo lo que hay de sobra, siempre que tengas claro el valor de esa vida. Alejarse de lo genuino que es vivir en un pueblo por comodidad es comprensible pero siempre deja un poso de insatisfacción.

Los pueblos se vaciaron, primero por la necesidad económica del empobrecimiento del mundo rural, y en esta época más por el espíritu joven de socializar. Ahora, deberían rellenarse como la única fórmula para encontrar un modelo de vida independiente, sano y sostenible. Vivir en un entorno más divertido, pero en una habitación de un piso compartido por 400 euros no es más que un abuso del peaje que supone la socialización, un dislate sólo al alcance de nosotros, los humanos, seres absolutamente contradictorios: preferimos hacinarnos e interactuar, que acomodarnos y observar. Curioso.

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El placer de aburrirse

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La complacencia es enemiga de la autocrítica y, por extensión de la autoestima. La complacencia nos deja inertes en el juego de cualquier situación. Sin opinión. Como dice el refranero popular… sin oficio ni beneficio. La complacencia suele marcar actitudes corporativas y corporativista, de defensa de lo de dentro en contra de lo que nos viene de fuera. Como el más vale malo conocido… No deja de ser una actitud pasiva, no-proactiva, que deja nuestra voluntad al servicio de los demás.

Y creo que, en parte, eso nos pasa un poco a todos con el ocio. Tengo la impresión -y el confinamiento me lo hizo ver con claridad- que lo tenemos sobrevalorado. Es más, que el ocio, entendido como hay que salir, hay que hacer cosas, hay que visitar, hay que viajar… en nuestro tiempo libre, no deja de ser un segundo trabajo, un estrés sobrevenido y voluntario. Y ya dicen… sarna con gusto no pica. Error. Pica, pero lo soportamos porque hay -en apariencia- un beneficio mayor, aunque perdamos sueño, lleguemos cansados, nos levantemos groguies, y con la cartera temblando.

Mi última tarde de sábado me quise retar a mí mismo y por eso me propuse y me dije: voy a aburrirme. Pero voy a hacerlo soberanamente. Voy a perrear por casa. Los utensilios modernos de entretenimiento moderno (tablet, móvil, etc.), acabaron a un lado. Desquiciado de tanta pantalla, llegó un momento que, como me pasó en la Ruta de los Faros este verano -en aquel caso, de silencio-, encontré mi umbral de aburrimiento. Mirada sin ver, una especie de meditación por aburrimiento.

Y me reencontré en mi memoria con aquellos laaaargos días de cama, cuando de pequeño me quedaba enfermo en casa, sin nadie a mi alrededor, y el silencio. Y cómo mirar al techo era descubrir todos los agujeros y mentiras de la habitación. Me fijaba en los dibujos de las cortinas, escuchaba la radio de la vecina, las puertas que se abrían y cerraban, el ascensor. Hasta que uno de tantos ruidos, llegaba mi madre después de sentir la llave en la cerradura. Y ya por entonces, aunque lógicamente me alegraba de verla, siempre le encontré cierto gusto al aburrirme. No hacer nada enseña, y más en esta época de tanta actividad.

Me aburro

«Me aburrooo…» Es la queja moderna del niño actual. La presencia constante y la agenda repleta hace que los niños de hoy no sepan entretenerse solos -y yo el primero que me acuso. Llamamos compartir tiempo con tus hijos jugando con ellos -y oye, eso está bien, es muy de papis guais– pero con ello y con todo, invadimos el espacio de su propia creatividad para aprender a entretenerse. Depende también de la voluntad y carácter del niño y de la situación del momento. Yo, de pequeño, me pasaba horas y horas escuchando la radio. Incluso los domingos, la radio deportiva. Nunca me aburrí, pero nunca tuve reparos en estar (que no sentirme) sólo.

«En casa, me sumergía en un mundo de dramas e intrigas y elaboraba una interminable telenovela de muñecas. Había nacimientos, enemistades y traiciones. Había esperanza, odio y a veces sexo. Mi pasatiempo preferido entre la escuela y la cena era ir a la zona común situada entre mi dormitorio y el de Craig*, esparcir las Barbies por el suelo e idear escenarios que me parecían tan reales como la vida misma». Es un fragmento del libro de Michelle, la mujer de Barack Obama. Con excepciones, es una tarea infantil casi inimaginable en la chiquillada de hoy.

Michelle, en el libro, reconoce que empezó a salir y a renunciar a sus juegos, porque empezó a aburrirse. La sociabilidad es buenísima, recomendable y necesaria. Pero la esclavitud de tener una actitud rozando la dolencia de hiperactividad cada fin de semana no deja de ser otra forma de aburrirse porque es lo excepcional lo que hace atractivo el ocio, y la reiteración lleva el ocio a la rutina. Y de éstas, ya tenemos bastantes. Así que tardes de manta, peli y sofá están al alza. Y no te quedes con la sensación de haber perdido el fin de semana.

*Craig es el hermano mayor de Michelle Obama

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¿Y quién crea?

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«Escucha la pregunta que te hagan, da una respuesta rápida para parecer que has contestado… y luego háblales de lo que tú quieras».

Barack Obama en su libro Tierra Prometida

Esta fue la contestación del exasesor David Axelrod al entonces candidato Barack Obama tras uno de los primeros debates televisivos previos a su acceso a la Casa Blanca. Es el juego del lenguaje político respecto el mundo del periodismo, totalmente ligados. Estrategias de ver las cosas desde un lado o el otro. La comunicación hoy gana a la información. Las redacciones se vacían, y los gabinetes viven su gran boom. El resultado es un empobrecimiento de nuestra profesión, seguramente por falta de calidad en el producto final.

Desafección

Una pérdida de calidad también provocada por nuestra propia praxis, a veces muy alejada de la sociedad, o al menos esa impresión tengo yo. Observo en mi entorno cierta desafección sobre los medios y su forma de hacer. Informar y comunicar deberían ser caras de la misma moneda, pero cada vez se informa más sobre las cosas que otros quieren difundir. Ellos hacen la agenda, y la gente sigue la directriz marcada por los grandes creadores de información y opinión, que ya no siempre son los grandes medios de comunicación. Y, cuando lo son, cojean. Nos salen informadores por doquier. Fin al monopolio periodístico de informar. Admitámoslo.

Lo contrario al análisis oportunista del momento, es la reflexión. Algo que en el periodismo escasea, las más por falta de tiempo, otras muchas veces por mala práctica. Cualquier contenido caduca (eso es de ayer), y no es así. Cualquier situación está sujeta al rigor del tiempo y a la premura de lo que, dicen, ha pasado. Cierto que un amigo y colega me dijo hace tiempo que un periódico en papel es como un iogurt caducado. Y no le falta razón, si hablamos de una información. En mi formación como periodista de agencia aprendí que las noticias no han de tener más tres párrafos. La información caduca, el análisis (entrelazar y jerarquizar temas), no. Se enriquece con el tiempo. Y tiempo es el que muchas veces no tenemos y otras muchas vamos al recurso fácil de ir por el carril. Llenamos plataformas multimedia y nos olvidamos de la esencia: la calidad de esa información.

El cuándo de las 5W de la pirámide invertida del relato informativo-, se prostituye para elaborar contenidos sesgados por la premura del tiempo y el oportunismo de una noticia bien construida pero mal analizada. Nos ha pasado en la última pandemia (sobre todo con los datos), pero ésta ha sido sólo la constatación pública y generalizada de una práctica, en mi opinión, a revisar.

Aunque ya escribí sobre esto en plena pandemia, quiero volver a incidir: la notoriedad es noticia, pero no es la única. Sólo una clase de colegio cerrada por Covid no puede dejar sin noticia a las otras 1.998 de otros miles de colegios que abrieron sin incidencia. Pero está en la esencia periodística hacer caso a la excepción. La anécdota es un punto en la línea de análisis de cualquier hecho o acontecimiento de actualidad, pero no el único. Y vamos a la puerta de ese colegio a grabar esa excepción/noticia. ¿Correcto? Técnicamente, sí. Pero creo que eso nos aleja del gran público, cada vez más formado e informado. Se cansan. O eso percibo.

El otro día leía a una colega periodista decir que la gente ha demandado información durante la pandemia. Mi percepción es que ha sido justo la contraria. Sobre todo en el confinamiento, los medios fueron un gran centro de interés como servicio al público. No había otra posibilidad de contacto con el exterior y casi de ocio. Fuimos esenciales en las formas y prescindibles en el fondo. Todos consumieron mass media, y muchos, que ya nos habían abandonado como manera de informarse, se alejaron definitivamente.

«Durante el confinamiento, los periodistas fuimos esenciales en las formas y prescindibles en el fondo. Todos consumieron mass media, y muchos, que ya nos habían abandonado como manera de informarse, se han alejado definitivamente»

Abrir cada informativo y portada de periódico con datos de contagios, focos y excepciones graves varias, ha sido casi como un mantra. Todo, más el conocido clickbating (obsesión porque se haga click en cualquier enlace con el fin de mejorar tus datos de audiencia y publicidad) se ha convertido en ese veneno de pan para hoy y hambre para mañana. Pero, sobre todo, creo que nuestro concepto de lo que es y no es noticia nos debe llevar a los periodistas a la reflexión (al menos, a mi me ha llevado). El hecho de que hoy todo el mundo pueda ofrecer información (redes sociales) y, en paralelo, que los medios especializados (científicos, por ejemplo), estén al alcance de todos, ha llevado a que nuestro papel como transmisores de información general quede en entredicho. Tal vez, recuperar la agenda y jerarquizar la información (llegar a pocos temas bien, y no a muchos o todos, mal) sea un buen inicio de cambio.

El dato raquítico, el titular fácil, el análisis poco elaborado, y la desafección de la gente son partes del mismo problema, y eso es lo que me llega a mi, de mi gente que dice: «he dejado de ver las noticias». Y, en defensa de los medios diré que, más que esos medios que lo difunden, son las autoridades (gabinetes) los que lo utilizan como semáforo. Y los demás, a rueda, como cuando vas en bici en fila de uno. Sólo ves una rueda a la que vas con el gancho para no quedarte. En periodismo, nos pasa lo mismo: todos a rueda. ¿Y quién crea?

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Piénsenlo

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Hablando con mi madre, me doy cuenta cuán de daño ha hecho la pandemia. No creáis, mi madre es, además de las formadas e informadas, de las que no se cree una verdad por mucho que se la repitan en la tele. Pero está confusa y, sobre todo, tiene miedo todavía. Y va para largo. Ahora vivo en Serra, en la Serra Calderona, un pueblo de poco más de 3.000 habitantes. Desde hace tiempo, las cifras del covid aquí son casi inexistentes. Y la gente, en su mayoría de edad avanzada, sigue mayoritariamente llevando la mascarilla por la calle. Tienen miedo. Y el cambio de obligación a recomendación ha surtido efecto. Excepto los que ya estábamos convencidos que el uso generalizado de la mascarilla ha sido más una medida disuasoria que de protección real, el resto sigue igual. El miedo sigue teniendo muchos adeptos, pero genera desconfianza. Y no confiar no es la mejor manera de crecer. Sin caer en la euforia, necesitamos mirarnos las caras ya.

Y es que el gobierno ya ha anunciado que quiere retirar las mascarillas (en espacios cerrados) en la primavera de 2022. O sea que lo de vida normal se retrasa. Lo de la nueva normalidad se quedó en un eslogan . Se había especulado con este mes de octubre cuando la vida volviera a ser la que tuvimos. Pero parece que no va a ser así. La medida afecta casi a la totalidad de la población porque la gran mayoría compartimos espacios cerrados (oficinas, clases, almacenes, hoteles, restaurantes…) en nuestro lugar de trabajo. O sea, que no desparecerán y que seguiremos utilizándolas sin que haya una relación causa/efecto ahora realmente justificada. El virus (como casi todos los virus en la historia de la humanidad) está desapareciendo y, cuando lo hace, se ha quedado en poca cosa. Y eso no son opiniones, son datos.

Mi octogenario tío se contagió hace poco de Covid. Unos días aislado, y vida normal. El virus no va a desaparecer (seguimos sumando contagios). Será endémico, y lo tendremos, cual gripe, entre nosotros. Hace unos días me encontré a un amigo mío, uno de los primeros que se contagió de covid. Estuvo ingresado. Ha sido activo en redes sociales, exigiendo precaución y denunciando toda imprudencia. Eso de cara al exterior. En el cara a cara me reconoció que la enfermedad ha afectado a los que, como es su caso, tenían patologías previas.

Sí hay excepciones, seguro; pero son eso, excepciones. Por mucho que la consigna haya sido que el virus nos afecta a todos por igual, tomar la anécdota por el global es una vieja táctica intimidatoria. Si decimos que los jóvenes también enferman de gravedad, y nos vamos a buscar sólo a la excepción, estamos informando de forma correcta (porque es cierto), pero también estamos incurriendo en una mentira comunicativa: la excepción nunca puede generar un argumento para una situación global. Con la transparencia y la verdad, como le digo a mi hija, se llega antes a cualquier sitio. Vacunación y nuevas terapias están haciendo descender los números. El certificado covid en las empresas, la tercera dosis de la vacuna y el control y seguimiento de los más vulnerables deberían ser ya el nuevo escenario. Pelillos a la mar y a recuperar el tiempo perdido, que falta nos hace.

Prueba-error en la desescalada

Y no es necesario tomar medidas absolutas. O todos, o ninguno. Vamos con una consigna empresarial que podemos aplicar casi a cualquier aspecto de la vida: el prueba-error. Comiencen, como prueba-piloto, por algunas aulas de distintos colegios (eso sí, de alumnos y profesores vacunados), empresas pequeñas o medianas. Recuperen la normalidad con los viajes para mayores y hagan excepciones con los más vulnerables. Tomen nota, analicen y, si encuentran alguna incidencia desconocida o no esperada, ya rectificamos. Y si no es así (como se preve), avancen en la apertura. Hasta primavera mirándonos sólo a los ojos, quitándonos la máscara en cualquier salón de bar, besándonos y abrazándonos en casa, viendo el fútbol al aire libre con mascarilla, llegando a la salida de una prueba ciclista con mascarilla y mientras los ciclistas pasando por pasillos de gentes en un puerto, sin control y sin mascarilla. Y, lo que es más grave, viendo como muchos de nuestros mayores, de forma generalizada, y otros conciudadanos siguen espantados, confundidos por el mensaje: desaparece la obligación de llevar la mascarilla por la calle pero se mantiene la recomendación. Hay peligro, piensan. Y por si acaso, se la ponen, aunque no haya nadie a su alrededor. Desconfían del poder.

Nada de conspiraciones, por favor

Comprendo que se ha de ser cauto, pero el erre que erre con la mascarilla, me suena a aquella famosa receta de austeridad en la salida de la crisis económica de las subprime y la burbuja inmobiliaria.que ahogó el consumo y la economía, agravando la situación social y económica de muchos ciudadanos. Anunciar todos los días los contagios (y la tasa de contagio) responde al mismo patrón. Y no es que haya una actitud maléfica en el mantenimiento de esa estrategia, como negacionistas y conspiratorios defienden. Para nada. Es, simplemente, el miedo propio de cualquier gestor a volver a dar la cara con la gestión de una nueva ola, poco probable con los resultados de vacunación en la mano. Si seguimos igual, ¿para qué nos hemos vacunado?, se pregunta mucha gente.

El gobierno acaba de aprobar un plan para reducir el efecto de las enfermedades mentales y suicidios, cifra agravada durante la pandemia. Desde hace tiempo, hay un dominio epidemiológico en la gestión de la crisis, que mantiene el perfil bajo en las medidas de desescalada. Pero antes de aprobar un plan así, habría que empezar por atajar el virus de esta nueva pandemia que no es otro que la cantidad de afectados por el miedo al contagio y a la muerte, propia o de los más próximos. De nada sirve pagar un psicólogo si se mantiene viva la llama de la pandemia a través de su símbolo mundialmente reconocido, la mascarilla. Mientras veamos tapabocas, no podremos ver sonrisas y nos recordará, no que el virus sigue entre nosotros (nunca se va a ir del todo), sino que nos va a matar o nos va a dejar secuelas de por vida, y que morir es algo generalizado, cosa que no ha pasado ni siquiera en la fase más dura de la crisis. Mientras sigamos con la mascarilla obligatoria (otra cosa es, después, lo que la gente haga o decida personalmente), no nos sentiremos libres y no podremos empezar a pasar página. Piénsenlo.

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