Atrévete

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No sé por qué, últimamente, todo tiene a mi alrededor cierto poso de desasosiego, de coformismo. «A estas alturas, me conformo con no sufrir», me decía una persona el otro día. Observo mucha vida liviana, como si todo fuera relativo, por miedo a que lo absoluto nos envuelva en melancolía, en definitiva miedo a que el daño sea mayor que la satisfacción. Ni se sabe estar sólo, ni se apuesta por alguien. Simplemente, se bordea la soledad con una tenue presencia. Es como elegir colores de gama media, observar un arcoiris mate o escuchar músicas de ambiente sin letra.

Y sin embargo yo me encuentro en el proceso contrario. Me atrae decir claro lo que creo, pienso o siento. Vivo según mi propia voluntad (a excepción de los imponderables que no puedes elegir) porque siempre que hice cálculos, las matemáticas me enseñaron que la exactitud es poco aplicable a la vida, al menos a la mía. Si calculas, dudas, y si dudas, no actúas, te paras. Si te paras, tal vez vivas más tranquilo, sin contratiempos. Pero, si de vez en cuando, no agitas tus deseos, te mueres, aunque tu cuerpo siga en movimiento.

Vivamos intensamente porque no sabemos cuánto tiempo tendremos para elegir ir por el camino de los colores vivos o por el de la noche oscura. Dicen los que saben que han de tomar el camino del adiós que si hubieran sabido, hubieran vivido de otra manera. Claro, a final definido, insatisfacción por lo que has dejado de hacer y lo que te queda pendiente que a buen seguro no te dará tiempo a satisfacer. Y entonces te frustras porque el adiós no tiene elección. Y lo que pudiste elegir (vivir urgente) pasa a ser exprés. ¿De qué nos sirve vivir en colores de gama media, sin brillo?. Pongamos todo en la cazuela y el caldo saldrá rico. Y eso que nos llevaremos.

La vida de colores de baja gama es un manual del vivir sin grandes alardes pero también sin grandes emociones, como si nuestro miedo nos lleve, por experiencia, a concluir que no merece la pena arriesgarse. La base actual de los sentimientos nace de la racionalización de las emociones. Expresarlos es voluntario y se pueden exigir y dar. «Me has hecho pensar», me decía entre lágrimas una persona que acababa de conocer hace poco. Las lágrimas responden al momento que vivimos y el tiempo que nos queda. Insatisfacción porque muchas veces nos abandonamos para reflejarnos en otro. Confundimos compañía con sentimiento. Y claro nace algo que ni acompaña ni siente.

Porque, como dijo una vez un amigo mío, a la muerte, vamos solos, tanto si alguien está a nuestro lado, como si no. Decía mi abuelo a los 102 años que no hacía nada en esta vida. Pero yo sabía que, por su condición cristiana, no podía elegir el momento de irse. Ahora bien, sí aceleró para marchar porque tanto es no tener el tiempo suficiente para acabar tu libro, como haber escrito el final y esperar a que se publique. Vivió sus últimos días acompañado por la gente que le quería, pero a la muerte llegó sólo. Como todos.

Atreverse a vivir

La soledad asusta, y manejarse en ella es algo que se trabaja, se aprende y se construye con constancia. Pero la soledad, para no ser nociva, no puede nacer de la renuncia sino de la convicción. Si nace de la primera, provoca frustración. Si viene de la voluntad de querer y saber estar sólo, provoca sosiego y paz interna. La soledad urbana, por olvido, deprime. La soledad aceptada, reconforta. A mi no me da miedo estar solo sino sentirme solo porque no hay peor soledad que la que se vive en compañía. Y por eso es necesario atreverse a vivir, no con lo que nos aparta de la soledad pero nos llena de melancolía, sino con lo que nos emociona, lo que nos permite ponerle letra a nuestra canción.

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Emociones

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Corrió así, como un escalofrío que atravesaba todo su cuerpo. La piel erizada, con esa sensación que se va a desquebrajar, a cuartear. El frío se mezcla con el sofoco de una andanada de aire cálido, pero no de los que acarician la piel sino de los que la atraviesan hasta mezclarse con el escalofrío…

Llega un momento en la vida que la emoción pasa a estar en la parte alta de la pirámide de irrenunciables. La emoción lo mueve todo. Incontrolable, caprichosa, lo emotivo salva la aduana del cerebro y campa a sus anchas por nuestro cuerpo. Es fuente de energía, y creadora de todos los sentimientos que nos llegan, ya racionalizados. El amor, el temor, el dolor, el miedo… son todo emociones, que tratamos de controlar, casi por supervivencia.

Organizamos nuestra vida para que estas emociones se diluyan. Están, las buscamos como objetivo pero, cuando llegan, nos asustan, no podemos controlarlas, por temor a que nos dañen, por la desilusión tras la euforia. Es como la abstinencia tras el chute, ese excitador de emociones, enmascarador de miedos y vergüenzas y amigo del éxito de la sociabilidad. Cuando llegamos al amor, elegimos una de esas emociones que circulan por nuestra vida, todo está mucho más dirigido, conducido, controlado. El amor siempre lo delimitamos, lo encauzamos a través de la persona elegida, del momento y del trayecto a realizar.

Cada vez más, dejamos la emoción para algo externo a nosotros mismos. Cualquier pasión y deseo nos genera emociones, casi siempre no controladas; una peli, tu equipo /actor/peli favorito, una canción, un éxito, un libro, un poema… Ni siquiera las propias, ni incluso los sentimientos, los dejamos salir según nos llegan. Dicen que el amor que te genera un hijo es lo más próximo a la emoción más pura, a ese estado interno de sentimiento sin límites. Y creo que así es. De todas, la emoción del sentimiento hacia nuestros descendientes, a nuestros hijos, es el más fuerte, seguramente por instinto y porque no tenemos posibilidad de elegirlos. En cuanto podemos escoger, racionalizamos la emoción en forma de sentimiento controlado, en más o menos grado.

Recogemos el texto donde empezó, en el escalofrío, en la emoción que eriza la piel, que nos da vida, que nos permite sonreír sin querer, que nos endulza el carácter y nos eleva el ánimo. Cada vez mas, nos movemos menos por emociones y más por temores. No somos más infelices, sino que rebajamos la expectativa para generar una felicidad de gama media. Pero la tenemos. Aspiramos a la alta, pero como explicaba en Detalles, la gama media es válida si la conducción es suave y segura.

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Ombligos

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Lo digital nos ha traído formas de relacionarnos diferentes, con más información propia y, por tanto, subjetiva y, por tanto, poco fiable. Son los perfiles, aquellos textos en los que nos definimos profesional, personal o relacionalmente (páginas de citas de las que yo he participado, por cierto. Y seguro que muchos de vosotros aunque no lo digáis). En fin, seguimos: ¿Habéis hecho el ejercicio de leer perfiles? Si no lo habéis hecho, hacedlo. Es una lectura entretenida y una fuente inagotable de conocimiento léase co fina ironía, por favor) En muchas ocasiones (bueno, casi siempre), nos vemos como nos gustaría ser y no como somos. Antes de entrar en asuntos tinderianos u otros, me encanta la enorme capacidad de Linkedin de fabricar nuevos puestos de trabajo.. Por ejemplo, un gestor de desperdicios, que en la práctica no deja de ser un basurero, pero sólo que suena mejor (lo de oler…). Por poner un ejemplo de ombliguismo cargado de mercadotecnia (y si le ponemos un piercing ya ni te cuento), no por lograr un trabajo o un puesto mejor, sino por alimentar nuestro ego. «Si no lo conseguimos, que no quede por nosotros, que somos buenos», decimos.

En estos perfiles o en una cena de Navidad con cuñados o en cualquier quedada nos encontramos con el clásico yo ésto, yo lo otro, mi casa…, mi trabajo… mi coche… mi hándicap… o mis mil kilómetros de bici (para que no me acuséis de excluirme del mal del ombligo de oro.)… Y si ya salen los hijos, apaga y vámonos: tenemos Messis, Einsteins o Stevejobs a porrillo. Casi siempre, sacamos una versión casi angelical de nosotros (con los famosos correctores de tengo mis defectos, a pesar de mi carácter soy buena persona o eso dicen mis amigos) Y claro, pasa como en los anuncios. El detergente que saca la ropa más blanca, el perfume con que seducirás a quien te propongas, o la versión moderna de mercadotecnia vendiendo un estilo de vida, un momento único, una experiencia de cliente como el clásico anuncio de la cerveza Damm de cada verano. El primero fue con el paraíso de Formentera como reclamo de fiesta, paz, amor y lo que se os ocurra. Vamos, que te has pasado el mejor verano, has encontrado el amor de tu vida, o has ligado como siempre que viajas (fuera de casa es más fácil de contar)

«Me gusta viajar», dicen muchos/as cuando definen sus gustos. Claro, como a todos. ¿Cómo no? ¿O no?. Aquí pasa como en las ofertas de trabajo y el currículum: no me pongas lo que eres sino lo que has hecho. Y claro, no me pongas que te gusta viajar sino adónde has viajado. Porque igual puedo pensar que quieres viajar a partir de conocerme y, claro, puedo interpretar, que quieres viajar y que te invite. Vale también para ir de cena o tomar unas cervezas. «A mi me gusta que me inviten», me han llegado a decir. Y claro, insisto: como a todos. Pero ya te he dejado claro que, si quedamos, tu invitas. Aceptemos pulpo… O no. Pasemos al tema siguiente.

La ONS (y no es una ONG)…

Todo es a futuro. Quiero salir a bailar y si no bailas… Hago running, uno de los deportes de moda, y si no te gusta correr… Estamos al tanto de exigir al otro sin ponernos a pensar en lo que no exigimos a nosotros. Nos miramos el ombligo propio con poca autocrítica y mucha vehemencia. Al mismo tiempo, nos quejamos de que nadie quiere comprometerse y nadie quiere prometer ni prometerse nada. El día a día, nos hace cómodos. Y a la vez nos hace perder oportunidades. Yo, el primero, que conste. Por no hablar de los ONS -para los no iniciados… One Night Stand– Para entendernos, cita con sexo, pero sólo una. Aquí pasa como con los errores y su paternidad. Nadie las quiere (abstenerse ONS), pero todo el mundo acaba apuntándose. Por cierto, que la monogamia también queda muy bien en un perfil, y satanizar el poliamor ni te cuento.

Relaciones públicas…

Trata de estirar de la gente. Trata de organizar algo para un grupo. O para dos personas. Trata de ocuparte de algo que no sólo depende de ti -y eso que partimos de una principio claro: cuando alguien organiza algo, lo hace porque le apetece, quiere o, simplemente, le interesa- Al final, sale (o no) Y si sale, la rehostia. Nos damos cuenta q¡ue tras un convoy siempre existe la euforia del buen momento, de ese momento Damm en que, por unas horas, nos olvidamos de nuestros ombligos, de nuestros perfiles, de lo que hacemos o decimos, y nos dejamos llevar por el camino de la distracción y la desconexión al final feliz en que nos sentimos dichosos. «Hay que repetir», es la frase del millón. Por la mañana, con las rutinas, nos dejamos llevar por el mismo ombligo que tenemos desde la desconexión maternal, para alimentar nuestros hábitos, aquellos que nos dicen todos los días lo afortunados o desgraciados que somos. Y si no lo conseguimos, siempre podemos esperar a la cena de empresa de Navidad. Con un poco de suerte, hasta te la paga el jefe (cada vez menos)

No veáis en esto nada serio (por riguroso). Busco un espejo (sobre todo propio) en el que verme, pero con humor. Una especie de monólogo (ni de coña tengo capacidad para el chiste o el humor, pero lo intento), con el que pasar un rato entretenido y, por lo menos, echarse unas risas, que también hace menear nuestro ombligo, aunque de forma literal.

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Detalles

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Dice el diccionario que el detalle no es algo indispensable, no es algo que forme parte esencial de un objeto, de un concepto. Simplemente lo completa. Detalle en sentido de accesorio, como en los coches. Pero en la industria del automóvil lo indispensable marca el precio base, y los accesorios (los detalles), la calidad y, por tanto, las gama y el mayor precio. En la vida, el confort está en el estilo, en el pormenor, e el detalle. Está claro que podemos conducir con un coche pelado, sin demasiadas pijadas, pero también lo está el hecho de que hay pijadas que colman tu conducción, empezando por las más básicas (seguridad, frenos) y acabando por las que acomodan la experiencia de uso (wifi, navegador, cámaras de aparcamiento, pantallas táctiles, localizador, sistema de velocidad crucero, etc.). El placer de… conducir, en este caso. El placer de lo bien hecho.

En las relaciones interpersonales pasa lo mismo, y a todos los niveles. Leí el éxito de un buen jefe, además de su aptitud y valía, está en el hecho que sea buena persona. El buen jefe, la buena pareja, el buen hermano, la buena amiga, como pasa en la parábola del buen Samaritano. La importancia está en las obras que no dejen las acciones en simples palabras. Y, al contrario, los buenos detalles que pueden cobijar a obras, aunque estas no sean del todo buenas. Podemos entender las decisiones, buenas o malas de acuerdo a nuestros intereses, de acuerdo a una lógica de ponernos en el zapato del otro. Pero lo que nunca entenderemos es que a la razón lógica de la decisión, se le añada el enseñamiento de quien no cuida el detalle, por temor, por riesgo o, simplemente, porque tal vez entiende la injusticia o inoportunidad de sus decisiones. Es decir, que causa un daño no deseado pero también mal gestionado. Y pasa más de lo que creemos, y a todos los niveles.

Con el paso del tiempo, he dejado de discutir los hechos, las cosas, las decisiones. No sirve de nada. Y más ahora, en una situación de tanta polaridad ideológica y social. Ahora trato de entenderlas y, sobre todo, reclamar que la puesta en marcha de las mismas tengan, al menos, la humildad, la delicadeza y la diligencia del empoderado, de quien las toma, de quien tiene la capacidad de decidir en tu nombre (y en el suyo). Y ahí, creo, por naturaleza, los humanos nos perdemos en juicios y, sobre todo, prejuicios. Los primeros, cuando nos vemos en la lógica de la superioridad moral de tener la razón, y los segundos, cuando nos hacemos a la idea de aquello tan viejo de que cree el ladrón que todos son de su condición.

Si todos pensamos que sólo la razón (decisión, relación, etc) nos legitima para la toma de decisiones, independientemente de los pormenores que llevan a la misma, podemos reducir nuestra razón y, por consiguiente, tener muchas probabilidades de eliminar nuestra ventaja ética. Lo más importante de los detalles está en la bondad del que cree que hacer el bien cuesta muy poco y, como se definía el poeta Antonio Machado en su Retrato: «…y, más que un hombre al uso que sabe su doctrina, soy, en el buen sentido de la palabra, bueno» Y el detalle edulcora, reviste y hace la vida, como el coche, más placentera y confortable.

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El imprescindible coletero

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De la colección Amigas de baño, aparece ahora El Coletero, una versión estupendamente alegre de un complemento imprescindible en la logística de vida femenina, o eso creo. Sin coletero, no hay paraíso. Bueno, más bien, hay infierno. Y todo esto nace de una nueva aventura con mis amigas de #LaIndurain*

¿Dónde está mi coletero? Por Dios. Anoche lo dejé aquí y no lo encuentro. Yo no puedo salir así… (y eso que sólo tenemos que ir a desayunar al salón del hotel). «Mira cómo llevo el pelo», sigue exaltada. Yo miro con cara de susto y de sorpresa. Para un pelao como yo, la verdad, hay cosas que han pasado a la historia, a mi memoria infantil: uno es el champú y otro el cepillo. Pero claro, nunca caí en el coletero, ese gran complemento que ayuda, sobre todo, a salir de una apuro («y yo con estos pelos…») y que tiene un gran sentido de la utilidad (disimula un pelo sucio, un mal peinado o, simplemente, una noche movida, además de oxigenar la temperatura corporal en los días más calurosos).

Es tanto, que su ausencia crea coleteros improvisados, como un bolígrafo o un lápiz, haciendo las veces de utensilio para recoger el molesto cabello. Vamos, que se ha convertido en un imprescindible, pero no sabía hasta qué punto hasta que he podido convivir con ellas de una forma amigable. Insisto, cuando una mujer se mete en tu cama, en el fondo, deja de ser algo de ella misma (supongo que a nosotros nos pasa igual), y aparece en toda su extensión la auténtica mujer: es más ella, más genuina, más sincera y más intensa. Te ríes, y buscas el preciado coletero.

El coletero es otro elemento más de la divinidad femenina. Y, ojo, que me encanta, que la coleta es diversidad, casi siempre clase, libera el cuello, suele afinar la cara y, a mi entender, tiene un marcado punto excitante y sensual. Mucho, diría yo. Pero, como os decía al inicio, es un elemento imprescindible y casi excluyente de esa logística femenina que pasa por controlarlo todo, incluidos los pelos. Y me explico. Por ejemplo, yo puedo hacer un directo en televisión, improvisar acudir a una cena de trabajo a última hora o hacer una visita informal a alguien sin pensarlo mucho y sin ningún problema. Con el desodorante que tienes en el coche, y pasar la mano por la camisa para estirar las arrugas del suéter o la camisa, suficiente. Podríamos resumir así cuando, de forma improvisada, invitas a una amiga a un evento, cena o quedada:

-«No te había dicho nada, pero vamos a cenar. Si eso, luego, si te apetece, te pasas», le dices

– «No sé, será tarde… tal vez otro día», decía a modo de excusa.

-«Venga, va, no seas así… ¡Qué va! Vienes y te tomas una copa nosotros y nos echamos unas risas»

«Pero si no voy arreglada ni nada. Mira cómo voy vestida, además con estos pelos…», agrega para justificar su más que segura ausencia.

-Bueno, si te apetece, allí estaremos. Llámame», le dices, teniendo muy claro que no va a aparecer.

A ver: vas vestida -generalmente mucho mejor que nosotros, los hombres, sea cual sea el contexto-, puedes maquillarte en un momento y, lo último, puedes encontrar el aliado en tu coletero, si no te has lavado el pelo, si lo tienes un poco tirante o, si simplemente, no lo puedes domar. Además, una amiga mía siempre me cuenta: «como dice mi abuela, un poco de xoriset (rojo chorizo) en los labios, y todo arreglado». Esto es, que es más fácil que lo que parece desde dentro. Y que no deja tener su miga. El tapón abierto del gel y del champú es casi una anécdota en la delirante descripción humorística y crítica que las mujeres hacen de los hombres, si la comparamos con el coletero. Su ausencia (o pérdida) amenaza con amargarte el día -léase con una gran carcajada, por favor.

El coletero nació en los ochenta, se puso de moda en los noventa. Ilustres como Madonna o Hillary Clinton han sido abanderadas de la coleta en la batalla por defender que el glamour no sólo exige melena suelta al viento. De hecho, los recogidos de celebraciones (las famosas BBC -bodas, bautizos y comuniones), responden a eso. Bien entendido, el coletero ya es un elemento snob y de distinción. Benditos coleteros.

Eso sí, hay historias que desmitifican la estética y ponen atención en la utilidad. Así surgió, el coletero en espiral el 2011. Producto de una noche de fiesta y, como siempre, una metáfora del llamado recurso de la nevera vacía de los cocineros. El mejor cocinero no es el que planifica y elabora el menú más suculento, sino el que hace el mejor plato con los ingredientes que tiene en la nevera. Pues con el coletero en espiral pasó igual. Una noche de fiesta, un olvido (el coletero), y un gadget en desuso como un teléfono fijo. De ahí surgió, el improvisado coletero en espiral, que se convirtió en un gran negocio, por su patente. La protagonista, Sophie Trelles-Tvede, una estudiante universitaria que acudió a una fiesta, se hizo un coletero con el cable de un viejo teléfono de pared, y cuando despertó sintió un dolor de cabeza, pero no de sus cabellos alborotados o recogidos, sino de una resaca de gintonic. Es más, su pelo, amaneció perfecto. Y como todas las grandes ideas, nacen de errores, olvidos o ausencias. La necesidad fomenta la creatividad y el ingenio.

En el origen (también la pianista que improvisó un coletero de tela antes de una actuación, y que motivó que las grandes marcas se lanzaran también a crear diseños top de coleteros para todo tipo de contextos: más serio, más elegante, más casual, etc), fue la utilidad la que sacó el coletero del anonimato. Luego llegó el glamour.

Coletas de padre…

Ahondando un poco en mi memoria, yo también he pecado con los coleteros. También era un imprescindible cuando tenía que peinar a mi hija, hasta que ella aprendió a hacerlo. Era una aventura diaria: primero que saliera recto, después que todo estuviera en el sitio, que no hubiera pelos entre las vueltas que le das a la goma hasta que aprieta. Si te pasas de apretar, duele. Y lo peor de todo: «siempre, siempre, siempre… tenías que escuchar a la mamá de turno decir: ¿esa coleta se la has hecho tu, no? Pregunta que no respondía a una sorpresa positiva («¡mira qué padre más apañao!, si sabe a hacer coletas), sino más bien todo lo contrario («cómo se nota que esa coleta se la ha hecho el padre…») Y así era. Hicieras lo que hicieras, o eras peluquero o tenías un gusto y una maña especial por los coleteros (que hombres, por supuesto, haberlos, lógicamente, también los había) o quedabas señalado por tu torpeza a la hora de hacer la coleta (si hablamos de trenzas, ya ni contamos). Si, años después, vives la tragedia de no encontrar tu coletero, entiendes bastantes más cosas de cómo se ven las cosas desde fuera y cómo se ven y, sobre todo, se viven, desde dentro. Bendito e imprescindible coletero.

*Gracias a Ruth y a Helen, por admitir pulpo como animal de compañía, y por compartir esos momentos tan divertidos conmigo en el Campus Women Bike Costa Blanca. Un placer, como siempre. 
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Ma(E)ternidad

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No soy nada de eso de el día de… Ni siquiera del mío, de mi día, excepto algún año concreto (el que más cuando cumplí cuarenta, y no me preguntes por qué…) Ni busco la foto ni tampoco la expresión de algo que es una obviedad: el amor a tu madre es puro instinto: ella te creó. Desde la griega Rea a la romana Hilaria, pasando por la Virgen María de los cristianos, conmemorar la maternidad ha sido una consecuencia lógica de la propia creación. La Madre nos hace, es el origen de todo. De ahí, la Meternidad: una madre es eterna.

Enorme agradecimiento (en lo genético), y a partir de ahí se genera el resto, que puede resultar incondicional, o simplemente anatómico. Pero en este tipo de celebraciones siempre me pasa lo mismo: me chirría la pose. Como os conté en Navidad, que parece que todo el mundo tiene que ser feliz, y mucha que no lo es se siente frustrada. Lo mismo con la Madre (o el padre o cualquier santuario). Madres sólo hay una. Y yo la tengo. Por desgracia, no todos son como yo. Vaya pues esta reflexión para mostrar mi enorme afecto y comprensión a todas aquellas personas que ya no la tienen o que, si la tienen, no la sienten cercana, sea la razón que sea.

El concepto no es sólo el de madre (en sentido biológico) El concepto es el de la figura de madre, como apoyo de sus hijos. Los que no la tienen, los que no la han conocido o los que simplemente han renunciado a ella, la buscan y la encuentran. Madres adoptivas, madres de acogida, mujeres (y también hombres) que hacen la función necesaria de madres. A todas ellas, me dirijo. En todas, seguro que hay dedicación educación, directriz, buenos hábitos, buenos valores y, por supuesto, mucho amor. Todo ello es lo que agradezco a mi madre, que fue la primera mujer que conocí y la primera feminista de la que aprendí (nunca ha ido a una manifestación) y, sin duda, la mujer que más ha influido en mi vida.

Siempre recuerdo cómo, de pequeños, llegábamos de la escuela y teníamos redactadas aquellas notas en la cocina para preparar la comida -ella trabajó y nos enseño a todos a cocinar como logística necesaria-, cómo hicimos todas las tareas de casa, cómo aprendimos desde la igualdad real, sin poses. Mi madre siempre se ha sentido independiente, incluso para generar sus propias dependencias. Sus decisiones han sido como persona y mujer. Y con algunas de ellas no he estado de acuerdo o lo hubiera hecho de otra manera. Pero, como le digo a mi hija, las decisiones de los padres (el genérico, es decir nuestros progenitores), siempre que se hagan desde el sentimiento y con el valor como principal argumento, hay que valorarlas y aceptarlas. Nunca sobran. Siempre queda (y se aprende) aunque no te gusten.

Aquello de que los amigos son la familia elegida es un buen eslogan. ¡Ojo!, y siempre he dicho que hay pocas cosas mejor que unos buenos amigos. Pero una madre (en el amplio sentido de la palabra, genética o no) amorosa, comunicativa, comprensiva y no proteccionista es siempre un valor para no tentar a la suerte. La nuestra, además, nos inculcó la responsabilidad y la autogestión, y siempre nos animó a ser buenas personas por encima de todo. No fue elegida pero sí que es para estar agradecido eternamente. ¡Ah! ¿Y por qué no? Para gritarlo a los cuatro vientos, o escribirlo en las memorias que nos acompañan eternamente.

Un abrazo de agradecimiento a todas las formas de madre, a todas… Madres eternas. MaEternidad

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Certezas

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La RAE habla de la certeza como «un conocimiento claro y seguro de algo«. Con la disputa polarizada, la certeza es casi un imposible. Diríamos que es un anhelo, desde la objetividad, desde la mayoría silenciosa que no observa el mundo desde bandos irreconciliables. Tenemos tan interiorizado lo de posicionarnos, que no concebimos lo  contrario. Hay que mojarse. Las etiquetas, la militancia. Del facha al comunista, los adversarios se convierten en enemigos. Y todos caemos en ese rojo y azul tan característico. Michelle Obama avisa en su libro autobiográfico1 sobre su renuncia a entrar en política tras los ocho años de presidencia de Estados Unidos, y por tanto descarta emular a otra ex-primera dama, como Hilary Clinton. «En esa arena, no sé moverme», razona. Ni sabe ni quiere. Y cuenta esa experiencia casi agónica de su paso por la Casa Blanca. Poco debate de ideas, mucho pactismo y mucho clientelismo.

He llegado a la conclusión que, para la política actual, la polarización es necesaria. Las líneas rojas se crean, más que existen, por seguridad, por simplicidad, por sencillez. Adscribir es ordenar, poner en la columna correspondiente, como en una tabla de excel. Una forma de delimitar contenidos, una sencilla manera de organizar un relato. Lo ideal sería que fuéramos los ciudadanos los que trazáramos ese relato de nuestras opiniones e ideas. Pero no, es la opinión publicada y su versión moderna de las redes sociales, reflejo de la práctica política, la que la ha impuesto. Es la sociedad la que no sólo permite la adscripción incondicional a una causa, sino que la fomenta. Bandera, bufanda, colores, líderes. Y no sólo es ruido. Las encuestas lo dicen.

Ciencia polarizada

La ciencia también se ha visto afectada por este cáncer de la polarización. La pandemia ha hecho del habitual y necesario debate científico (la controversia razonada es parte del método), un motivo más de enfrentamiento. La polémica ha topado con miedos, inseguridades y una práctica mental en la que parece que todo se mueva desde el interés. El contubernio y, por ende, la conspiración asola todo lo que toca. De ahí, la sospecha y la trampa. La sensación de cobaya humana, de ser víctimas de los intereses ocultos de las farmacéuticas o del miedo por la falta de garantías (cuando nadie se plantea la garantía de un medicamento que el médico le receta para una dolencia común), están detrás del argumentario antivacunas que, por supuesto, tiene su reflejo en los bandos irreconciliables de la política, aunque éste sea, tal vez, más transversal.

La palabra libertad está de moda y se utiliza a conveniencia, según tu propia certeza. En nombre de ella se postulan antivacunas y pro-abortistas, por ejemplo. Casos extremos con un mismo modelo de argumentación: reivindico mi libertad en aquello en lo que tengo convicción y lo defiendo alegando un bien superior y global. La vida y la salud pública, respectivamente. Libertad individual en los dos casos, vista desde ópticas ideológicas contrarias pero con una lógica similar. Es un tema de prioridades y convicciones. El debate es, no sólo bueno, sino necesario. La confrontación es más cosa de partidos. La política debería ser otra cosa muy diferente a la que nos cuentan. Y lo peor es que ese virus político macarra, alejado de los consensos, infecta a todo lo que rodea a la política, la vuelve ineficaz, la banaliza y, a mi criterio, aumenta su desprestigio y descrédito.

1 «Jamás he sido aficionada a la política, y mi experiencia de los últimos diez años no ha contribuido a cambiar eso. Siguen desanimándome todos sus aspectos desagradables, la división tribal entre rojos y azules, la idea de que debemos elegir un bando y apoyarlo hasta el final, incapaces de escuchar a los demás, de llegar a un acuerdo (…) En el mejor de los casos, la política puede ser un medio para conseguir cambios positivos, pero sencillamente no estoy hecha para luchar en esa arena» Del libro Mi Historia, de Michelle Obama.

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El valor de lo rural

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Son las 6 de la tarde. Necesito comprar unas cosas. Café y algo de carne. A pie, tardo cinco minutos hasta el centro del pueblo. En coche, casi igual, mientras aparco. Decido dar un paseo. Vivo en las afueras y nada más llegar a las primeras casas, me invade el olor a leña quemada. Si fuera domingo, te diría que el aroma es a paella hecha a leña. Siendo un jueves tarde, la chimenea y la calefacción de esa leña inundan todo el ambiente, creando esa postal rural a la que, tal vez, sólo le falte la nieve para ser serrana, o sea, de montaña. Mi pueblo, el sitio en el que yo vivo es Serra, una localidad tan cercana a la capital como abierta al cielo, en donde todo ocurre a otra velocidad, y en donde el día gana terreno a la noche. Silencio.

La verdad es que en el ambiente rural apetece poco salir de casa, pero no por ambiente, sino por un sentido intimista de la vida. A veces, pensamos que la parte divertida de la vida es salir y compartir, pero también lo es disfrutar de las pequeñas cosas, aquellas que tenemos a mano, que no suponen más esfuerzo que el de observarlas. En verano, con el buen tiempo, los pies salen solos a la calle, en busca de la fresca. En invierno, los pies se llenan de lana de zapatillas calientes, e invitan a la intimidad interior. Todo regado con un silencio sepulcral y unos colores, los de cada atardecer, que motivan lo sentidos.

DESTACADO

A veces, pensamos que la parte divertida de la vida es salir y compartir, pero también lo es disfrutar de las pequeñas cosas, aquellas que tenemos a mano, que no suponen más esfuerzo que el de observarlas.

Erasmus rurales

La lucha de lo rural por subsistir es desigual y cruel. La ciudad es joven y jovial; el pueblo, es maduro y reflexivo. El éxodo a la ciudad se inicia con las necesidades de socialización salvaje (y lógica); las ganas de volver al origen, se vienen cuando el aburrimiento deja de ser un hándicap y empieza a ser una voluntaria y reconfortante opción, como escribía en mi último post. Leo el caso de Rubén Escusol, un joven de Zaragoza que ha realizado varios Erasmus rurales, merced a un programa entre varias instituciones. Tiene 30 años, y ha salido de casa no para exhibirse por Europa, sino para encontrar acomodo en los desconocidos ambientes rurales de su Aragón natal. La búsqueda de llenar los graneros de la España vaciada nos lleva a iniciativas curiosas como ésta.

¿Qué le lleva a un joven a irse a Morés, un pequeño pueblo de trescientos habitantes de la comarca de Calatayud? Un Erasmus se lleva un buen atracón de gastos, tanto de logística como de gastos de fiesta, pero también de diversidad e intercambio cultural e idiomático. Un Erasmus rural se lleva una nómina, un trabajo e independencia. Además, una experiencia en la que descubre las gentes anónimas que se esfuerzan en entornos difíciles, frente a la algarabía de grandes ciudades, hastiadas de visitantes esporádicos, que dejan buena cosa de ingresos, por otra parte.

La experiencia de vida, la edad, todo influye. Este programa aragonés va al corazón de la toma definitiva de las decisiones. Erasmus con 30 años que pueden establecerse (decisión de vida o crear una familia) en un entorno rural y dar vida a pueblos cuya reducción de la población raya la subsistencia. El valor de lo pequeño (el comercio local, la intimidad que da la no-aglomeración…) deben ser valores explicados y aprendidos.

Mi pueblo, en el que ahora vivo, Serra, está a poco más de media hora del centro de Valencia. Cuando le dices a alguien que vives aquí, te sueltan: «Qué guay, estarás en la gloria, una maravilla de vivir en la montaña; en cuanto pueda, lo hago», te dicen siempre de primeras. En cuanto pasan unos días, semanas o meses, la maravillosa decisión se convierte en hándicap: «es que está lejos, hay que coger el coche…»

Diría que irse a un entorno rural es alejarse del ruido, abandonar la tentación del ocio impulsivo. La decisión genera opiniones casi antagónicas: o te adaptas y te quedas o lo odias y huyes. En un mundo en el que todo está tan cerca, más allá del hábito y de la voluntad (tengo un respeto absoluto por los urbanitas, término que utilizo sin sesgo peyorativo), la decisión de vivir en un entorno rural no tiene color porque colores (y olores) es justo lo que hay de sobra, siempre que tengas claro el valor de esa vida. Alejarse de lo genuino que es vivir en un pueblo por comodidad es comprensible pero siempre deja un poso de insatisfacción.

Los pueblos se vaciaron, primero por la necesidad económica del empobrecimiento del mundo rural, y en esta época más por el espíritu joven de socializar. Ahora, deberían rellenarse como la única fórmula para encontrar un modelo de vida independiente, sano y sostenible. Vivir en un entorno más divertido, pero en una habitación de un piso compartido por 400 euros no es más que un abuso del peaje que supone la socialización, un dislate sólo al alcance de nosotros, los humanos, seres absolutamente contradictorios: preferimos hacinarnos e interactuar, que acomodarnos y observar. Curioso.

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Poliamor

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No se trata sólo de sexo. Se trata de relaciones no basadas en la posesión.

«Hace 100 o 200 años, y en la mayor parte de la historia, la familia era una unidad política y económica, no afectiva», así se expresaba Youval Noah Harari, el profesor de historia de la Universidad de Jerusalem, en una entrevista reciente. La ligazón afectiva ha variado también nuestro concepto de relación. Las familias- unidades económicas no se rompían, si no es por fuerza mayor. Hoy, parte de la seguridad que ofrecía aquella unidad familiar, la facilita el Estado. El amor es libre de expresar las nuevas relaciones.

A María…

Ya os avanzo: ni amor para toda la vida, ni poliamor. Este artículo es una especie de encargo de mi amiga María, la gallega, quien, tras una larga conversación en la que surgió este tema, me envió un texto muy largo, de esos que aparecen por las redes -anónimos pero a los que siempre le encuentras algún fragmento con mucho sentido- hablando sobre el poliamor, vocablo culto que esconde la crudeza del vulgar follamigos‘. Suena mal, la verdad. De todo ese gran texto, me quedo con el final: te quiero mía/o, pero sin que estés conmigo. Mucha miga. De esa conversación surgió este post, casi por encargo.

Improviso haciendo una aproximación más intuitiva que académica:  el amor es un sentimiento, y por tanto huye de la racionalidad, de la lógica, no tiene medida ni proyección. Si se tuviera que hacer un proyecto empresarial del amor, simplemente no sería posible. Aplicar racionalidad a la emoción es, simplemente, un atrevimiento inútil.

El sentimiento aplicado del amor sería una relación. Con vaivenes, idas y venidas. Un tobogán de sensaciones, una bolsa de acciones que suben y bajan, siempre ligadas por algo que se viene mucho más racional: la costumbre del afecto. Una relación, por ser el amor un valor poco seguro e incontrolable es, por definición, inestable y finita.

Así las cosas, el poliamor es un vocablo que viene a definir el ‘amor libre’, como expresión sin trabas éticas del deseo, de la pasión. Y parte de ese amor nace de la necesidad de cubrir un instinto básico como es el sexo. Esconder ese deseo, como han hecho muchas sociedades en la historia, al menos en los dos últimos milenios, es como tapar una cazuela en ebullición: el agua sale por todos los lados y escalda todo lo que encuentran a su paso. Los abusos son ese agua en ebullición, y las prohibiciones, la tapa. La vergüenza del que exige algo y hace lo contrario. Es la doble cara de la ética. Las puertas giratorias del celibato. Es lo que tiene demonizar el instinto. El sexo, para la procreación. Eliminar los instintos es un imposible. Igual que la Ley Seca  en Estados Unidos generó alcohólicos en serie, el celibato ha multiplicado predratas y puteros con sotana,  generalizando la hipocresía de un mensaje moralizante, no ético. Aunque hay que puntualizar: una manzana podrida puede pudrir al resto, pero no presupone que todo el manzano esté enfermo.

De Eros a Cupido

El amor, el deseo, el instinto, la pasión, el sexo… De los griegos a los romanos, de Eros a Cupido, de Afrodita a Venus. «El amor no puede crecer sin pasión», le dijo el oráculo a Venus, la Diosa del Amor cuando le pidió ayuda por el débil crecimiento de Cupido. La mitología ya entendía de estas formas de amar. De hecho, era lo normal. Hoy, mediatizados por aquellas creencias que satanizan, no sólo el poliamor, sino amar a más de una persona a lo largo de nuestra vida, sigue pareciendo perverso, pero menos.

¿Se puede amar a más de una persona a la vez? Tal vez, culturalmente, nos cueste, por aquello de que siempre nos han contado de que se ama una vez en la vida y es para siempre. Se puede amar a más de una persona, por supuesto que sí. Trasladar el principio (más de un amor) a una relación lleva implícito la aceptación de que la red de relaciones sean lo más simétricas posibles para que funcionen sin interferencias. Y no suele ser así.

Este verano, una entrevista del CIS, revelaba que los votantes de Podemos y de Vox eran los más propensos a practicar sexo sin amor. Una prueba de que el origen del poliamor no es ideológico. Por razones opuestas, se llegan a las mismas soluciones, demostrando aquello de que los extremos se tocan. En los dos casos, el sentido de propiedad, la clave. Los unos la niegan, los otros deciden solventar la falta de pasión, sin poner en riesgo la institución (posesión). En ninguno de los dos casos se habla de amor, sino de sexo, un vínculo menor. Pero, al fin y al cabo, no deja de ser un vínculo.

Pero también es cierto que la misma asimetría de una relación con varias aristas, se puede aplicar a una relación de pareja, sea cual sea su condición sexual. Aunque es más fácil llegar a una entente entre dos personas que entre más. Las asimetrías en pareja pueden ser complejas, pero subsanables. Los desequilibrios de los poliamores simplemente destruyen el poliedro y te obligan a reconstruirlo con nuevas aristas. Asumamos que, de acuerdo con el círculo de relaciones del poliamor, hay uno de los vínculos que, por la razón que sea, puede salir de esa relación entre iguales. Fin de la historia.

La clave, uno mismo

Sin tener una opinión formada del todo, la clave, a mi modo de ver, está en uno mismo, en tu propio equilibrio y en tu propio gusto, lejos de modas y un coolismo igual de rancio que el celibato. Sobre todo, es importante admitir que lo que no depende de uno, deja de ser importante. Si todos dentro de ese poliedro son conscientes de que se puede romper en cualquier momento, perfecto. No habrá damnificados. Lo valiente es apostar sin mirar atrás. Yo, lo reconozco, sería torpe en el poliamor, pero no por prejuicios sino por mi propia forma de emocionarme y de sentir. Me pone pensar en global en una sola persona, sin necesidad de reprimir ningún instinto básico. Porque es básico aquello de que si tienes todo lo que deseas, no es necesario salir a buscarlo.  Es un poco cartesiano, pero es una manera de querer y, sobre todo, de quererse.

Lo contrarrevolucionario, como escribía en Salir corriendo, es tal vez no dejarse llevar por aquello de «lo quiero aquí y ahora». Y digo tal vez, porque no me atrevo a juzgar como bueno o malo. Simplemente, que conmigo no cuenten. Al final, el poliamor es una forma moderna (como cualquier servicio de consumo digital) de consumir amor, haciendo posible tener lo que uno desea en cada momento, eso sí sin necesidad de pagar por ello. No seré yo quien juzgue cómo ame, viva o se relacione nadie. Lo importante, como decía entonces, es encontrar un gran proyecto que nos dé para tener una vida lo más feliz posible. El poliamor no deja de ser una opción pero, para mi, más como recurso nunca como leitemotive. Repito, y no por cuestiones éticas o estéticas, sino más bien, prácticas. Si el amor para toda la vida es una quimera, el poliamor es una utopía, eso sí, muy snob.

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Culto al cuerpo

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Lo vemos progresar, crecer, aumentar, agrandar, engordar, arrugar… El cuerpo nos delata, nos fija, como los círculos del tallo de un árbol, nuestra vida, no sólo la longitud, sino que nos da información de cómo ha sido. Una cicatriz, una vacuna, la señal de un accidente, un nombre pegado a la piel o un tatuaje… El cuerpo nos informa y delata nuestra forma de vida, externa pero también internamente.

Por nuestro cuerpo pasa todo lo que nos ha pasado e, incluso, tras la muerte, nuestro cuerpo sigue presente. Él nos acompaña durante toda nuestra vida, y él vive con nosotros cada momento, con callada presencia. Como los virus hacen para atacarlo, nuestras defensas aprenden a protegerlo, y podemos decir también que nunca lo acabamos de conocer del todo. Los hay que ponen el cuerpo al límite, y los hay que lo cuidan tanto, que tal vez exceden sus cuidados a cambio de volumen. La mayor´´ía de representaciones de fe o religiones (por no decir todas) confieren un carácter secundario al cuerpo, relegándolo a un estado previo del ser, previo a la eternidad de las almas. Pero a falta de concreción de esa idea y dada mi ausencia en ese tipo de expresiones de fe, lo que tenemos es el cuerpo al que solemos maltratar desde bien temprano, y cuidar tirando al final, justo cuando se arruga, se empequeñece y se vuelve más vulnerable.

Somos así de contradictorios. La llamada de la muerte, por muy lejana que sea (cuando se empiezan a morir coetáneos nuestros de forma regular), suele tener un efecto evangelizador sobre sus cuidados. El cuerpo, como todo lo material, parece que está destinado a la superficialidad. Pero, a todos, en nuestro fuero interno, nos gusta vernos reflejados en un sano y buen cuerpo. Por estética o por salud, pero así es. Los que lo cuidan mucho son vistos con recelo por los que lo hacen menos. Por superficiales. Los que no lo cuidan son excluidos por todos aquellos que se jactan de tener un cuerpo perfecto. Por vergüenza ajena. Por exceso y por defecto, el culto (o el no-culto) al cuerpo está entre nuestras principales preocupaciones. Y de nosotros depende cómo llegue al final.

Cuerpo al límite

Y digo esto porque una de las mejores maneras de tener un culto sano al cuerpo es intentar conocerlo, mucho más que tenerlo en un estado estéticamente perfecto (utopía). Saber cómo respira, qué le gusta, qué le disgusta, cómo se siente cómodo, qué no debes hacerle. Pasamos de obligarle a pasar una resaca tras una noche de borrachera a ponerlo a prueba tras una maratón, todo sin solución de continuidad. Queremos que responda a nuestros deseos y, sobre todo, que no nos ofrezca dolor a porciones, de tal manera que nos amargue la vida. Ayer me levanté después de una indisposición estomacal de 24 horas. El cuerpo me pedía calma, seguramente el malestar más que el cuerpo. Pero a mis 52 años, le he ido enseñando y me ha ido enseñando él a mi. Trato de seguirlo en todo. Al día siguiente, por la mañana, ya no fue así. Y si mi cabeza me pide calma y mi cuerpo me pide marcha, trato de seguirlo. El cuerpo, dice la leyenda popular, es muy sabio. Porque es más probable que mi cabeza esté más tiempo lúcida que mi cuerpo en lo que me queda de vida. Y así, entiendo que, si a mi cuerpo le enseño a minimizar los dolores tras un gran esfuerzo o un esfuerzo en medio de alguna incómoda molestia, tal vez lo ponga al límite, pero seguro que lo preparo a que, cuando lleguen las dolencias o las carencias propias de la edad o del desgaste a causa de esos excesos, éste pueda reaccionar mejor. Al menos, eso espero. No se trata de correr un maratón, ni de hacer pesas ni de acudir a yoga, ni de nada concreto… Se trata de reencontrarte con él y saber leerlo.

Hay quien lo hacer a través de la energía. Maravilloso. Yo intento canalizar ideas y pensamientos positivos, tanto cuando noto que flaquea o cuando lo noto excesivamente vigoroso. Diríamos que lo segundo, cual panel solar, es como si guardara energía para cuando lo necesite. Y así ha sido. Y poder vencer a mi cabeza, a la norma general de la dolencia que exige descanso y progresiva actividad, le he dado la vuelta. Y me ha hecho sentirme bien.

Mi amigo Joan sabe de esto y mucho. Su no-culto al cuerpo fue una constante en su vida. No es que no le gustara verse bien, sino que sabía que su cuerpo le aguantaba todos sus excesos, los de ocio y los laborales, y su carácter jovial y alegre hacía que nadie cayera en su cuerpo. Él lo tapaba con su forma de ser. Hasta que un día le empezó a fallar, y su chásis dejó de ir en consonancia a su manera de vivir. Pasó del disfrute al dolor, de la desidia al cuidado. Su cuerpo tocado, magullado, movido por dentro, le obligó a cambiar de tercio. Ahora, ya es´tá en paz con su nueva fachada. Su cita con el dolor sigue en pie. Pero su cabeza ha ido aprendiendo a que, desde entonces, su cuerpo manda… Su cabeza ha jugado un papel primordial y, tras muchos días de ojos tristes, le he vuelto ver sonreír, a mirar con cierto optimismo las adversidades que le sigue proporcionando su cuerpo. Y me alegra tanto como me enseña porque, cuando nuestro cuerpo pasa desapercibido, no nos damos cuenta de cuán importante es.

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