Hablando con mi madre, me doy cuenta cuán de daño ha hecho la pandemia. No creáis, mi madre es, además de las formadas e informadas, de las que no se cree una verdad por mucho que se la repitan en la tele. Pero está confusa y, sobre todo, tiene miedo todavía. Y va para largo. Ahora vivo en Serra, en la Serra Calderona, un pueblo de poco más de 3.000 habitantes. Desde hace tiempo, las cifras del covid aquí son casi inexistentes. Y la gente, en su mayoría de edad avanzada, sigue mayoritariamente llevando la mascarilla por la calle. Tienen miedo. Y el cambio de obligación a recomendación ha surtido efecto. Excepto los que ya estábamos convencidos que el uso generalizado de la mascarilla ha sido más una medida disuasoria que de protección real, el resto sigue igual. El miedo sigue teniendo muchos adeptos, pero genera desconfianza. Y no confiar no es la mejor manera de crecer. Sin caer en la euforia, necesitamos mirarnos las caras ya.
Y es que el gobierno ya ha anunciado que quiere retirar las mascarillas (en espacios cerrados) en la primavera de 2022. O sea que lo de vida normal se retrasa. Lo de la nueva normalidad se quedó en un eslogan . Se había especulado con este mes de octubre cuando la vida volviera a ser la que tuvimos. Pero parece que no va a ser así. La medida afecta casi a la totalidad de la población porque la gran mayoría compartimos espacios cerrados (oficinas, clases, almacenes, hoteles, restaurantes…) en nuestro lugar de trabajo. O sea, que no desparecerán y que seguiremos utilizándolas sin que haya una relación causa/efecto ahora realmente justificada. El virus (como casi todos los virus en la historia de la humanidad) está desapareciendo y, cuando lo hace, se ha quedado en poca cosa. Y eso no son opiniones, son datos.
Mi octogenario tío se contagió hace poco de Covid. Unos días aislado, y vida normal. El virus no va a desaparecer (seguimos sumando contagios). Será endémico, y lo tendremos, cual gripe, entre nosotros. Hace unos días me encontré a un amigo mío, uno de los primeros que se contagió de covid. Estuvo ingresado. Ha sido activo en redes sociales, exigiendo precaución y denunciando toda imprudencia. Eso de cara al exterior. En el cara a cara me reconoció que la enfermedad ha afectado a los que, como es su caso, tenían patologías previas.
Sí hay excepciones, seguro; pero son eso, excepciones. Por mucho que la consigna haya sido que el virus nos afecta a todos por igual, tomar la anécdota por el global es una vieja táctica intimidatoria. Si decimos que los jóvenes también enferman de gravedad, y nos vamos a buscar sólo a la excepción, estamos informando de forma correcta (porque es cierto), pero también estamos incurriendo en una mentira comunicativa: la excepción nunca puede generar un argumento para una situación global. Con la transparencia y la verdad, como le digo a mi hija, se llega antes a cualquier sitio. Vacunación y nuevas terapias están haciendo descender los números. El certificado covid en las empresas, la tercera dosis de la vacuna y el control y seguimiento de los más vulnerables deberían ser ya el nuevo escenario. Pelillos a la mar y a recuperar el tiempo perdido, que falta nos hace.
Prueba-error en la desescalada
Y no es necesario tomar medidas absolutas. O todos, o ninguno. Vamos con una consigna empresarial que podemos aplicar casi a cualquier aspecto de la vida: el prueba-error. Comiencen, como prueba-piloto, por algunas aulas de distintos colegios (eso sí, de alumnos y profesores vacunados), empresas pequeñas o medianas. Recuperen la normalidad con los viajes para mayores y hagan excepciones con los más vulnerables. Tomen nota, analicen y, si encuentran alguna incidencia desconocida o no esperada, ya rectificamos. Y si no es así (como se preve), avancen en la apertura. Hasta primavera mirándonos sólo a los ojos, quitándonos la máscara en cualquier salón de bar, besándonos y abrazándonos en casa, viendo el fútbol al aire libre con mascarilla, llegando a la salida de una prueba ciclista con mascarilla y mientras los ciclistas pasando por pasillos de gentes en un puerto, sin control y sin mascarilla. Y, lo que es más grave, viendo como muchos de nuestros mayores, de forma generalizada, y otros conciudadanos siguen espantados, confundidos por el mensaje: desaparece la obligación de llevar la mascarilla por la calle pero se mantiene la recomendación. Hay peligro, piensan. Y por si acaso, se la ponen, aunque no haya nadie a su alrededor. Desconfían del poder.
Nada de conspiraciones, por favor
Comprendo que se ha de ser cauto, pero el erre que erre con la mascarilla, me suena a aquella famosa receta de austeridad en la salida de la crisis económica de las subprime y la burbuja inmobiliaria.que ahogó el consumo y la economía, agravando la situación social y económica de muchos ciudadanos. Anunciar todos los días los contagios (y la tasa de contagio) responde al mismo patrón. Y no es que haya una actitud maléfica en el mantenimiento de esa estrategia, como negacionistas y conspiratorios defienden. Para nada. Es, simplemente, el miedo propio de cualquier gestor a volver a dar la cara con la gestión de una nueva ola, poco probable con los resultados de vacunación en la mano. Si seguimos igual, ¿para qué nos hemos vacunado?, se pregunta mucha gente.
El gobierno acaba de aprobar un plan para reducir el efecto de las enfermedades mentales y suicidios, cifra agravada durante la pandemia. Desde hace tiempo, hay un dominio epidemiológico en la gestión de la crisis, que mantiene el perfil bajo en las medidas de desescalada. Pero antes de aprobar un plan así, habría que empezar por atajar el virus de esta nueva pandemia que no es otro que la cantidad de afectados por el miedo al contagio y a la muerte, propia o de los más próximos. De nada sirve pagar un psicólogo si se mantiene viva la llama de la pandemia a través de su símbolo mundialmente reconocido, la mascarilla. Mientras veamos tapabocas, no podremos ver sonrisas y nos recordará, no que el virus sigue entre nosotros (nunca se va a ir del todo), sino que nos va a matar o nos va a dejar secuelas de por vida, y que morir es algo generalizado, cosa que no ha pasado ni siquiera en la fase más dura de la crisis. Mientras sigamos con la mascarilla obligatoria (otra cosa es, después, lo que la gente haga o decida personalmente), no nos sentiremos libres y no podremos empezar a pasar página. Piénsenlo.