Un símbolo es un signo que establece una relación de identidad con una realidad, generalmente abstracta, a la que evoca o representa.

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La esvástica significa buena fortuna en origen, pero en el pensamiento colectivo es intolerancia, violencia, agresividad, la representación de uno de los episodios más infames de la historia universal. Su uso está prohibido en Alemania, y sancionado en el resto del planeta. El arcoiris representa la lucha contra todas las fobias e intolerancias relacionadas con el género. La cruz representa a los cristianos, y los colores a los equipos de fútbol y así hasta el infinito. Simbología, sin más. En política, los símbolos se transforman en campañas, simétricamente compartimentadas entre partidarios y detractores, sea cual sea tu color. En definitiva, los ciudadanos de a pie hemos de convivir con esta tendencia maniquea que tantas veces padecemos, por exceso o por defecto.

La representación sensorial de una idea, sería otra acepción del símbolo, que es el objeto de estudio de la simbología. Cuando nos quedamos en la representación y nos olvidamos de la realidad, ésta nos deja en evidencia. Los símbolos son, históricamente, algo más que decir que una bandera es un trapo, una cruz un trozo de madera, o una mascarilla, el símbolo de la sensatez de la pandemia, el que ha servido para evaluar a los buenos y los malos ciudadanos durante uno de los peores periodos que, como colectivo, vamos a vivir en nuestra vida.

El debate de la mascarilla (y la libertad, que daría para unos cuantos posts más) va mucho más allá de la evidencia científica que establece que, en espacios cerrados y mal ventilados, su uso previene de contagios. Pero no sólo de mascarilla vivimos en la sociedad actual, aunque su uso nos ha dejado huérfanos de caras, ha perjudicado nuestra expresión y comunicación y aumentado nuestra distancia interpersonal. Nadie puede dudar de que la mascarilla es el elemento psicológico de la pandemia que más ha modificado nuestra vidas, lo que llamé hace un tiempo Sonrisas ocultas. Y seguramente sólo por eso se mantiene. El mensaje es: cuidado, esto no ha cambiado. Y lo que percibe la sociedad es ojo, esto está cambiando. En la toma de decisiones no sólo hay que tomar buenas decisiones, sino elegir el momento de tomarlas.

Los que hoy reniegan del símbolo de la mascarilla (negacionistas) son los primeros que se aúpan al carro de la simbología patriótica, por ejemplo, la bandera. La simbología suele excederse en su uso y eficacia en situaciones tensas o complejas. Una guerra, una situación social de protesta, un momento de debilidad ética, de dominio político. Los símbolos, como las etiquetas, merecen su uso identificativo, incluso reivindicativo, pero no como juez de lo bueno y lo malo. Ese maniqueísmo siempre es interesado y tiene un objetivo: incidir en la conducta y el pensamiento de los que anidan con su doctrina. O sea, adoctrinan.

Los símbolos, como las etiquetas, merecen su uso identificativo, incluso reivindicativo, pero no como juez de lo bueno y lo malo.

Ya escribí algo parecido cuando hablé de las militancias, y una de las herramientas de toda militancia es la simbología, con una agravante: seas o no sea de esta tendencia o incluso secta, su parecer (ejercicio de imponer un criterio particular a todo un colectivo), será de obligado cumplimiento para todos. Es el caso del aborto, cuya prohibición coarta mi libertad de decidir si quiero tener un hijo o no…. por la superioridad moral de los que hablan de algo que no les pertenece, la libertad individual a decidir cómo quieres vivir dentro de un mínimo rigor ético. «La mascarilla es el símbolo de esta pandemia», le escuché decir a un político en pleno debate sobre si es necesario su uso, o no. Un símbolo que señala culpables, al incumplidor, al no-normativo, vigila, pero también previene y sana, quizás lo menos conocido y valorado de todo, tal vez porque el carácter excesivamente estricto de su normativa, provoca antipatía y reduce su aceptación. Mantener un símbolo, con consecuencias sociales, para recordar lo mal que lo hemos pasado, me parece un doble error: primero de eficacia y posteriormente de desafección. El primero, porque ya no cumple con su precepto principal: evitar contagios, siempre al aire libre y en espacios no ventilados (en realidad, en estos espacios, es probable que nunca fuera eficaz y sí símbolo de advertencia y temor). Al mismo tiempo que nos la quitamos en una terraza rodeados de gente, nos la ponemos cuando nos levantamos y estamos en medio de la montaña. De locos. Y el segundo porque su uso obligatorio y generalizado afecta anímicamente y pierde rigor (cuando excedes en una norma restrictiva, el efecto que se logra es el contrario). Consecuencia de ello, la desconexión y la desafección, el peor de los escenarios para obtener resultados adecuados en momentos de gran tensión. Las campañas de símbolos son eso, campañas. Y sólo afectan a los que se las creen.

Valga esta reflexión a todo uso excesivo del símbolo, que se queda en la superficie de las cosas y que aleja a sus mentores de quienes la perciben. Y pasa con todo lo que se aborda desde el marketing, una actividad esencial para llamar la atención y promover el engagement , pero que no puede ser utilizado en términos de gestión y norma. Algo así percibo e intuyo que nos está pasando a los periodistas con esta pandemia. El exceso (y orientación casi siempre negativa) de información está provocando un hastío y una desafección de los medios con su público objetivo, como también le pasa a la política por la misma razón (y otras muchas más). Pero de eso, hablaré en otro momento. El uso excesivo de la simbología como una estrategia de gestión se suele percibir en la ciudadanía como un abuso. Por supuesto que ese abuso también se convierte en símbolo de los que militan en el otro polo defendiendo una mal entendida libertad.

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