La RAE habla de la certeza como «un conocimiento claro y seguro de algo«. Con la disputa polarizada, la certeza es casi un imposible. Diríamos que es un anhelo, desde la objetividad, desde la mayoría silenciosa que no observa el mundo desde bandos irreconciliables. Tenemos tan interiorizado lo de posicionarnos, que no concebimos lo  contrario. Hay que mojarse. Las etiquetas, la militancia. Del facha al comunista, los adversarios se convierten en enemigos. Y todos caemos en ese rojo y azul tan característico. Michelle Obama avisa en su libro autobiográfico1 sobre su renuncia a entrar en política tras los ocho años de presidencia de Estados Unidos, y por tanto descarta emular a otra ex-primera dama, como Hilary Clinton. «En esa arena, no sé moverme», razona. Ni sabe ni quiere. Y cuenta esa experiencia casi agónica de su paso por la Casa Blanca. Poco debate de ideas, mucho pactismo y mucho clientelismo.

He llegado a la conclusión que, para la política actual, la polarización es necesaria. Las líneas rojas se crean, más que existen, por seguridad, por simplicidad, por sencillez. Adscribir es ordenar, poner en la columna correspondiente, como en una tabla de excel. Una forma de delimitar contenidos, una sencilla manera de organizar un relato. Lo ideal sería que fuéramos los ciudadanos los que trazáramos ese relato de nuestras opiniones e ideas. Pero no, es la opinión publicada y su versión moderna de las redes sociales, reflejo de la práctica política, la que la ha impuesto. Es la sociedad la que no sólo permite la adscripción incondicional a una causa, sino que la fomenta. Bandera, bufanda, colores, líderes. Y no sólo es ruido. Las encuestas lo dicen.

Ciencia polarizada

La ciencia también se ha visto afectada por este cáncer de la polarización. La pandemia ha hecho del habitual y necesario debate científico (la controversia razonada es parte del método), un motivo más de enfrentamiento. La polémica ha topado con miedos, inseguridades y una práctica mental en la que parece que todo se mueva desde el interés. El contubernio y, por ende, la conspiración asola todo lo que toca. De ahí, la sospecha y la trampa. La sensación de cobaya humana, de ser víctimas de los intereses ocultos de las farmacéuticas o del miedo por la falta de garantías (cuando nadie se plantea la garantía de un medicamento que el médico le receta para una dolencia común), están detrás del argumentario antivacunas que, por supuesto, tiene su reflejo en los bandos irreconciliables de la política, aunque éste sea, tal vez, más transversal.

La palabra libertad está de moda y se utiliza a conveniencia, según tu propia certeza. En nombre de ella se postulan antivacunas y pro-abortistas, por ejemplo. Casos extremos con un mismo modelo de argumentación: reivindico mi libertad en aquello en lo que tengo convicción y lo defiendo alegando un bien superior y global. La vida y la salud pública, respectivamente. Libertad individual en los dos casos, vista desde ópticas ideológicas contrarias pero con una lógica similar. Es un tema de prioridades y convicciones. El debate es, no sólo bueno, sino necesario. La confrontación es más cosa de partidos. La política debería ser otra cosa muy diferente a la que nos cuentan. Y lo peor es que ese virus político macarra, alejado de los consensos, infecta a todo lo que rodea a la política, la vuelve ineficaz, la banaliza y, a mi criterio, aumenta su desprestigio y descrédito.

1 «Jamás he sido aficionada a la política, y mi experiencia de los últimos diez años no ha contribuido a cambiar eso. Siguen desanimándome todos sus aspectos desagradables, la división tribal entre rojos y azules, la idea de que debemos elegir un bando y apoyarlo hasta el final, incapaces de escuchar a los demás, de llegar a un acuerdo (…) En el mejor de los casos, la política puede ser un medio para conseguir cambios positivos, pero sencillamente no estoy hecha para luchar en esa arena» Del libro Mi Historia, de Michelle Obama.

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